sábado, 30 de abril de 2011

Por un amor, ¿la vida o la muerte?


Una aventura de amor para no olvidar
Por un amor, ¿la vida o la muerte?

Reverbera aún  fresco en mi memoria, como una llaga sin restañar, en la era de las máquinas de vapor, mis dos intentos infructuosos  por obtener una beca en la Esuela Normal de Hecelchakán; en el primer intento para ingresar en la secundaria, y en el segundo, en la de profesores.  Me sentí morir al darme cuenta que mis mejores amigos habían aprobado el examen y obtener de esta manera una profesión para vivir honestamente, en cambio yo me quedé en la deriva de mis ilusiones quebrantados por el fracaso. Lamentablemente en esa época, no se tenía otra alternativa más que la normal como un camino único para sobresalir en la vida. Un destino cautivo, sin oportunidades a causa de la pobreza.  Auque funcionaba en Calkiní una escuela Normal por Cooperación, no era asequible  para algunos  como fue el caso mío, a pesar de que la cuota era simbólica.
Sin embargo, no claudiqué en mis empeños, ni me apachurró la desesperanza y decidí ojear otros horizontes con el apoyo, desde luego, de mi familia como fue la de intentar  en otra escuela hermana: la Normal de Roque, Celaya, Gto. El viaje hasta ese lugar, por la distancia, fue una aventura inolvidable debido a mi corta  edad, y además  el hecho de no haber salido nunca de mi tierra. Aquella  decisión fue la más certera, pues trazó óptimamente el mapa de mi destino actual.
Fue en ese lugar de sobrios edificios de adobe, de parcelas exuberantes de alfalfa y sorgo encuadrados en acequias, de durazneros en flor, de florecientes y rústicas fábricas de cajetas, de terrenos ariscos espaciados de huisaches y nopaleras verdeantes encrestadas de sangrantes moños y del olor exquisito de las gorditas caseras, fueron testigos de mis ansias de superación.
Fue en ese lugar en donde fui protagonista de una terrible historia, trastrabillante, en mis pinitos  como don Juan Tenorio.
La conocí en un domingo por la tarde en el pórtico de la iglesia de San Francisco en  Celaya. No me acuerdo  cómo le fui sacando algunas palabras para concertar la primera cita. El lugar fue en los portales (que conforman  todo el cuadrilongo del zócalo) en donde los sábados y domingos por la tarde, la mayoría de los jóvenes acostumbran a pasearse en direcciones opuestas y en carriles invisibles ya trazados por la tradición.  Las muchachas en un sentido y los hombres por el otro. Es un paseo de la juventud en busca de oportunidades para encontrar el amor deseado.
Después de varias vueltas  no tardé en reconocer a mi amiga. Nuestras miradas, imantadas por el fuego de la juventud, se encontraron al fin, se desmayaron un instante y se  regodearon sutilmente. Aquella ojeada elocuente anunciaba un escenario de magníficas oportunidades, así lo sentía dentro de mí. Y antes que la corriente humana me arrastrara, me ajusté a su dirección, abordando a la chica. Al principio las palabras titubearon, pero luego  saltaron gozosas, sin esfuerzo, chocaron alocadas, bailaron  tontamente y se acomodaron a las circunstancias del  momento, aunque sólo fueran para entretener. Hubo otra entrevista y fue para el siguiente domingo, pero en el lugar de origen de la muchacha: Tarimoro.
En los años mozos de cualquier persona, no se acostumbra a medir las  consecuencias en la toma de  decisiones, aunque   parezcan   insustanciales. En el caso mío, que era mi primera experiencia  en el conocimiento de Eros en tierras lejanas y extrañas,  era lógico mi ignorancia sobre  las costumbres y la geografía de la región, sin embargo  no fueron obstáculos para aceptar la invitación. Al fin y al cabo  a esa edad  los problemas se resuelven como vienen. El encuentro con la “guanajua” era inevitable. Se me antojaba   una oportunidad única para alcanzar el amor de adolescente y no debía desaprovecharla.
La semana se me hizo una gotera, pero  el ánimo estimulado por la posibilidad de una conquista amorosa  me mantenía vivo. Mi incipiente experiencia de conquistador se iba a poner a prueba.
En mi escuela no dejaba de fanfarronear ante  mis amigos por  haber conseguido una amiga sin tantos esfuerzos, y les aseguraba que prontamente la convertiría en mi novia.
─ Habría de ser una pinche fea para que haya caído tan fácilmente ── se burlaba, Miguel Villagómez,”La escopeta”.
─ Nada  más la vieras cabrón, hasta las babas se te escurrirían por el hocico─ me defendí.
Después de la cuchufleta, les comenté a mis amigos que me había comprometido en visitar a la chica en su pueblo el domingo  próximo, y les advertí que no  extrañaran  mi ausencia. No faltaron los buenos consejos para prevenirme de los problemas que se pudieran suscitar, por desconocimiento del pueblo a donde iba a ir. Se los agradecí.
Aunque siempre jugábamos con las palabras duras nunca las tomábamos en serio, y tampoco agrietaba la amistad nuestra ya que era una forma de divertirse. Éramos un grupo compacto de jóvenes estudiantes, hermanados por la convivencia diaria, que habíamos venido de distintos lugares de la república en busca de una carrera para mejorar nuestra situación económica.
Llegó el día. Muy contento me trasladé a Tarimoro. Me bajé en el pequeño jardín, y recordando las orientaciones que me había dado  la chica me dirigí al encuentro con el amor. Yo de una tierra  lejana y ella de un lugar tras lomita.
No me fue difícil  hallar la casa; ahí la vi retratada bajo el marco de la puerta principal: rozagante y perfumada, anhelante y seductora, muy contenta de mi aparición. Intercambiamos palabras sin sentido y nos hundimos en el maravilloso mundo del enamoramiento; yo fui un compositor de palabras tornasoladas, ella, un mar de silencio; yo acometía enjundioso,  ella esquivaba cautelosa.
No sé cuánto tiempo haya durado  el éxtasis en que caímos, pero desperté  de repente cuando percibí detrás de mí una mirada incisiva parecida a una saeta disparada  desde una multitud, de alguien que por motivos desconocidos sabe matar silenciosamente, y cuando se le busca  no se  le encuentra, y si acaso es descubierto se desentiende en el acto.
Yo sí sorprendí aquellos  ojos asesinos, y  era tanta su potencia que aparté los míos, pero logré grabarlos en mi retina. Le pertenecían a un joven ranchero, quien nos vigilaba  descaradamente desde quién sabe  cuánto tiempo, deseando, quizás,  adivinar   nuestra ardiente charla. 
No me pareció una actitud lógica y se lo  comenté a mi pareja. Aunque creo que ella ya se había dado cuenta, desde antes,  del detalle, pues la posición en que se encontraba, frente al desconocido, le permitía observar todo.
Con cierto cuidado le quise sonsacar  la verdad; una explicación que justificara la presencia tenaz de aquel entrometido, pero no logré obtener nada más que puras evasivas.
¿Pudiera ser como  aquel muchacho de barrio que se siente  celoso por la intrusión  de otro chico en su territorio? O, tal vez,  un novio despechado el cual justificaba  aquella terca  actitud. O lo más seguro era que la bella jugara con los sentimientos  de él para darle picones, a costillas mías. La verdad nunca lo supe ya  que no hubo tiempo para averiguarlo, pues las circunstancias que se presentaron  lastimaron tremendamente  mi estado de ánimo me impidió, en definitiva, toda clase de acercamiento posterior  con la chiquilla.
Así pues, lo único que habría que resolver  en esos momentos era cómo deshacerme de la presencia  de aquel fulano que ya se había enraizado en la esquina, provocándome una  terrible desazón. Sospechaba que algo extraordinario iba a acontecer, y no me equivoqué.
La plática que ya se había encarrilado gozosamente, se había convertido, como en un principio, en  un ir y venir de palabras superfluas a causa de ese mentecato;  mi mente estaba más ocupada en resolver aquella desagradable situación. El ambiente se enrarecía  cada vez más, cuando observaba  con disimulo  como ella furtivamente dirigía sus antes vivaces miradas, ahora tímidas,  en aquel joven que por momentos  desaparecía y regresaba a su pedestal, y que iba  acercándose poco a poco hacia nosotros  en forma descarada. Yo ya había deducido que era “Baco” el que le había dado más fuerza para envalentonarse.
Ahora ya lo teníamos  enfrente, sí,  a escasos pasos,  a aquel gallito  alborotador, viniendo a reclamar la intromisión  de un extraño en su gallinero.
Mi amiga, preocupada, se esmeraba en repetirme:
── ¡No le hagas caso, no es nada mío, ni lo conozco!
Yo escuchaba atento, esforzándome en demostrarle ecuanimidad, aunque en mis adentros se me engurruñaba el corazón.  Mas de pronto, por la fuerza de la juventud, me empezó a recorrer paulatinamente por todo el cuerpo  un calorcito que se propagando hasta provocarme unas ganas inmensas de enfrentar a cualquier sujeto y de ser posible, hasta al mismo diablo.
Me había dado cuenta que era el momento preciso de izar velas ante  esa mujer para  demostrarle mi arrojo, despedazando al atrevido; así que  sin pensarlo más me dirigí al testarudo y le reclamé airado:
─ ¿Que jijos de la chingada te pasa, pinche güey? ¿Soy o me parezco? ¿Tengo alguna deuda contigo o quieres liarte a golpes?
Y para asustarlo, simulé unos movimientos boxísticos acompañado de otra sarta de adjetivos, no aptas para oídos castos, y optara por retirase, pero no conseguí disuadirlo, al contrario me seguía mirando con más furia. De nada valió la filigrana  de insultos que le “arrullé”  en su ánimo y ni así  lo logré intimidar.
Sin pensarlo más recurrí a la sorpresa y le propiné  un fulminante empellón haciéndole caer, como en caricatura,  de espaldas sobre el  piso macizo  y pedregoso, y con los pies al cielo, pero no hubo respuesta y silenciosamente se retiró por donde vino. Creí haberle dado una lección, pero qué equivocado estaba, pues la fiesta apenas estaba entrando en ebullición.
En esos momentos, me sentí henchido de gloria, había triunfado ante la presencia de una mujer que seguramente festejaría mi victoria. Pero no se le notó animada, al contrario, denotaba preocupación.
Algunos curiosos, que habían observado el desenlace de aquel altercado, se acercaron a fisgonear, motivo que alimentó aún más mi  vanidad varonil.
Karla me recomendó:
─ Para evitar más malos ratos, pasemos a casa y ahí continuaremos conversando. ¿No te parece?
No quise entender, pues aceptar la invitación era demostrar debilidad, así que  gentilmente me rehusé. Más nunca me imaginé que aquella decisión irreflexiva me iba a traer terribles dolores de cabeza.
Bien pronto me iba a arrepentir de no haberla aceptado  ya que antepuse la arrogancia en lugar de la prudencia al no apreciar  en su exacta dimensión el carácter indomable de los guanajuatenses que no se doblan ante las adversidades. La respuesta llegó velozmente pues no había terminado de saborear las mieles del triunfo cuando se apareció de nuevo el testarudo.
Me di cuenta cuando la mujercita, muy asustada, me tomó del brazo y con fuerza inusual me arrastró hasta el interior de su hogar, pero no quise obedecer, y suavemente me fui librando de ella; salió la madre y toda la parentela para convencerme, pero no lo consiguieron. Les aseguraba que no se preocuparan ya que sabía cómo darle su tratamiento al buscabulla. “Además,  algún intercambio de golpes no mata a nadie.
Les quise endulzar la situación induciéndoles entereza de ánimo, pero se les incrementaba la preocupación, pero qué fuerza de ánimo iban a tener  si ya se habían dado cuenta de las  condiciones en que el afrentado regresaba por el desquite.  En cambio, yo  por estar de espaldas  no había captado la gravedad del evento que se avecinaba. Sin pensarlo más, me volví hacia él con una agilidad gatuna  para enfrentarlo nuevamente,  adoptando una posición de defensa.  Mi sorpresa no tuvo límites cuando lo encuadré,  pues el pleito no se iba a resolver como lo había pensado en un principio, a puño pelado. ¡No, claro que no!, era de diferente manera, al estilo de los chicleros de antaño: a machetazos¡
¡Madre de mi alma!, ahora me pareció  más ciclópeo y tenebroso que antes; me quedé mudo y estático por la sorpresa, y no era para menos, pues traía empuñado en sendas manos un  refulgente  machete que los blandía en el aire en movimientos vertiginosos, y después los cruzaba entre sí,  produciendo un mar de chispas y un estremecedor ruido metálico, y para rematar sus maléficas intenciones cortaba el piso a semejanza de cómo se destaza  la carne en el mercado, y en movimientos ágiles amenazaba con venirse sobre mí;  pero yo en esos instantes no estaba en este mundo, el alma se me había escapado de repente, escuchaba voces lejanas que se mezclaban entre sí; unas que me  animaban a entrar a la casa, otras, que me incitaban a sostener el duelo. Era una terrible pesadilla del cual deseaba despertar al instante.
Finalmente regresé en mí, y pude darme cuenta  del problema en que me había metido, fue el  momento en que escuché la estropajosa voz del ranchero:
¡Pinche cabrón!, ¿no que muy hombrecito?, ahora jijo de la chingada nos vamos a partir la madre como los buenos y no le saques. Aquí en mi pueblo para ganarse el amor de una muchacha se necesitan güevos.  La vida de uno se rifa si está de por medio una mujer.
Pobre de mí, antes me consideraba un “Ratón” Macías;   ahora, un tonto ultrajado  sin ánimo de defensa debido a que esa modalidad de combate no formaba parte del carácter de mi pueblo.   Todavía no lograba asimilar por completo lo que estaba experimentando, y de nuevo sonaron en mis maltrechos oídos otro nuevo reto:
─ ¡Que no oyes cabrón! ¿Tienes mierda en las orejas? ¿O te estás culereando?
Ganas no me faltaron para contestarle, pero a mis palabras se les gastaron las  alas.
Concluida la retreta de ofensas me aventó junto a mis pies una de las armas aclarando:
─ ¡Ándele coyón!, para que no digas que soy  ventajista, así que aviéntate como los meros machos!
─ ¡Ándele ñerito!  ¡Aviéntate,  no te me rajes!
Expresando aquellas terribles palabras se encorvó en posición de combate. El pie izquierdo adelante, y el derecho para atrás; la mano siniestra semiflexionada, y en la  diestra, empuñando el filoso machete.
─ ¡Éntrale, mi fuereño! ¡Éntrale!─ me repetía.
Pero seguía entumecido, mirando idiotizado el destello filoso del enorme cuchillo, las fuerzas se me habían desvanecido.  Bastaba un aire suave para desbaratarme en pedazos tal como la arepa cuando se le toma descuidadamente con la mano.
El energúmeno insistía frenético, dando pasos de frente y de lado, de lado y de frente, acanalando en fuertes tajos el suelo, enarbolando en cruces el machete.
El palenque ya estaba preparado, pero sólo para uno, pues no sé de dónde carajos saldría el otro, pues yo ya no sabía ni cómo me llamaba,  así que  con un esfuerzo sobrehumano  le di un brusco empellón mas no al muchacho, sino a la puerta de la casa que se había cerrado desde el principio del pleito, y entré  como tromba en busca de protección.
Inmerso en ese angustioso aprieto ya no me importaba exhibirme ante todos como un medroso, mi instinto de conservación me aconsejaba escapar, escapar, como fuera;  ¡al demonio con las agallas!
Ya dentro de la casa me reconfortaban:
─ ¡Tranquilícese joven, aquí no entra ese loco! ¡Espere, mientras llega  la policía y se lo lleve!
“Tranquilícese… tranquilícese como si aquel suceso fuera un día de campo”
Por suerte la puerta fue respetada por aquel bailarín endemoniado.
Yo ya no creía encontrar la paz en ese lugar, y menos con la cercanía de ese salvaje. Quería volar, correr, desaparecer, salir del pueblo a como diera lugar.  Cómo extrañaba, en esos momentos, la tranquilidad de mi tierra, el calor de mis amigos, el de la familia, el de todos.
Y sin corresponder al apoyo moral de la familia anfitriona, tomé la decisión de continuar mi camino, pero sin salir  del portón de entrada como señala la urbanidad, sino atravesando el patio de todos los predios que conformaban la manzana. Libré todo tipo de obstáculos, alambres  de púas, vallas de madera, perros, nopaleras, excusados, en fin, todo aquello que me impedía seguir mi desbocado camino rumbo a la salvación. Seguramente habré causado  alboroto con los vecinos por mi intempestiva presencia,  pero era la única forma de salvar el pellejo. Y además ya no me importaba nada.
Logré finalmente salir a una calle y me enfilé gozoso al jardín para abordar el camión de regreso a la escuela de Roque.  Mi alma rezumaba marejadas de felicidad.
Caminaba con cuidado, mirando de reojo para todos lados, por los recovecos,  pues no deseaba encontrarme de vuelta con aquel maniático. Respiré aliviado al llegar a la  terminal de   autobuses, “Flecha Amarilla”. “Al fin, al fin, esta mala tarde ha terminado” me repetía en voz alta, causando el pasmo de las personas  que se cruzaban por mi paso”
Pero poco tiempo me iba a durar el gusto, porque otra sorpresa me tenía reservado el destino y que acabaría por rematar mi  ánimo renovado. La corrida de autobuses  había dejado de funcionar  ese día. Tendría que esperar hasta la mañana siguiente  a temprana hora. “¡Oh trágame tierra!”  “¿Y ahora qué?” “¿Pediré posada a mi amiga?”” Oh no, sería una desfachatez de mi parte  ya  que no sería correcto y además apenas me conocía.” “¿Algún hotel en el pueblo?” “¿En un ranchito?” “Ni pensarlo, y si lo hubiese, ¿con qué diablos pagaría el hospedaje?”  “¿Y si me encontrara de nuevo con el ranchero causante de mi martirio?” “Ahora sí me moriría de verdad ““¡Válgame Dios,  en que lío me he metido otra vez!”
Era una ola apabullante de pensamientos pesimistas que se arremolinaron  en mí en la búsqueda de una pronta solución  para salir de ese pueblo encanijado, mientras mi vista no cejaba de revisar los lugares en donde  pudiera asomarse  el machetero.
El tiempo se había detenido. Las horas  se descolgaban agónicamente de las manos de Cronos, aumentando más mi pesadumbre. El zocalito era, en ese momento, mi único refugio. El remedio a mi calvario era el pronto despertar del alba.  Así que me dispuse a buscar algún resquicio para distraer al sueño y opté por acurrucarme en una banca del parque, pero para mi desgracia no fue posible porque un rondín de soldados me lo impidió y me aclararon que las leyes, por motivos de seguridad,  no permitían a nadie utilizar ningún espacio público para pasar la noche.
Recurrí   al pórtico de la iglesia, pero fui descubierto y echado de nuevo.
“¡Oh  Dios, nuevamente me haz abandonado a  mi suerte!”
Sin embargo, la obsesiva angustia que me torturaba tuvo la fuerza suficiente para iluminar mi fatigada memoria y me hizo recordar la existencia de una escuela primaria, la vi durante mi llegada, en donde pudiera pasar la noche sin preocupaciones, sin el recelo de volverme a encontrar con el matón aquél. Aunque en realidad salía sobrando seguir pensando en él, pues seguramente es esos momentos estaría en brazos de Morfeo.  No obstante este razonamiento,   en mi subconsciente no se me quitaba la idea de verlo aparecer en cualquier momento esgrimiendo el arma mortal, una  perversa inquietud que me tenía completamente aplastado.
Así que ya no esperé más, y orientándome con la luz de los cocuyos y una que otro indiscreto lucero,  rasgué el celofán de la oscuridad y me dirigí hacia el camino,   acordándome que había que vadear un arroyuelo de aguas jubilosas. Emprendí la marcha hacia mi nueva realidad. Total sólo era esperar el nacimiento de Tonatiú y salir de aquel poblado.
¡Escuela a la vista!  Como un vulgar ladrón entré por una ventana abierta del primer salón que encontré a mi paso y apartando sillas y mesas, que impedían mi camino, me tumbé sobre el duro y frío piso de cemento, mas no pude conciliar el sueño, a pesar de que el cuerpo bien lo merecía debido a las fatigas sufridas durante el día. “¿O acaso alguien en mi lugar sería capaz de dormir tranquilamente  después de haber vivido esa odisea?”” ¡No, no lo creo!”
El tiempo  parecía aflojar el paso, se negaba a caminar de prisa, a cada campanada del reloj municipal mi corazón latía contento. Insomnio y una andanada de pertinaces zancudos velaban mi escuálida envoltura mientras seguía esperando, soñando monstruos. ¡Cómo lamentaba, en esa soledad angustiosa, haber abandonado  mi pueblo e  intercambiar la paz por la tempestad, la docilidad por el ventarrón!  Sólo me consolaba el pensar que para alcanzar la gloria había que  sufrir. Otra campanada a lo lejos me pareció escuchar. Seguramente en mi casa reina la armonía.
“¡Oigo voces y pasos, ladridos de perros!” Le rogaba a Dios que no se dieran cuenta de mi presencia porque sería el acabose. “¡Otra campanada a lo lejos!” “¡Los pasos se acercaban más, los gruñidos también!” Algunos disparos sueltos me hacen respingar” ¡Tengo miedo!” “¡Soy demasiado joven!”  Los cazadores furtivos pasan y los ladridos se alejan. Respiro aliviado.”¡Pinches zancudos, vayan a joder a otra parte!”  Palmoteo por todas partes. Otra campanada, ahora se oye cercana. “¡Dios que joda… oda...da…!” “¡Maldita suerte!” “¿Qué chingados hago aquí?”  El tañido se detiene. Aguzo los sentidos.
Mientras cabalgaba  en el lomo del desvelo le prometía a mi existencia que de salir airoso de este embrollo jamás me volvería a inmiscuir en otro lance amoroso, si no antes asegurarme de las condiciones del escenario que pisaría.
Otra campanada.” ¡Oh cómo se duermen las horas y yo despierto!”  Otra campanada.” ¡Ya es la 1:00!” “¡Las 2:00!” “¡Las 3:00!”” ¡Las 4:00!” Ahora  las campanas de la iglesia, se entrecruzan… ¡oh dulce y diáfano repiqueteo celestial!” ¡Arriba Andrés, ya es hora!” “Esta… pesadilla, esta pesadilla ya termina” “No es cierto” “¿Estaré soñando?” “¡Serénate,  Andrés!” “¡El reloj se ha detenido, caramba!”
Salté de mi cama de cemento, exultando alegría sin fin; fueron los momentos más excelso de mi existencia que relajó   el clímax de mi desesperación. ¡Campanadas melodiosas que llamaban a misa de gallo como en los viejos tiempos. “¡Andrés las campanadas llaman…!” “¿Pero si tú eres ateo?” “¿Qué  te pasa?””¡Ahora sí creo!” “¡Farsante!”
No contuve la  emoción y con una prisa que envidiaría cualquier atleta de velocidad, brinqué el mobiliario escolar, dejando cemento, moscos, miedo, ladridos, ventanas, veredas y agua para acudir a la llamada del Señor.
Sin ningún deseo de presumir, puedo asegurarle, amigo lector,  que fui el primero de los feligreses que acudió a misa. Conforme iban llegando los creyentes mi ánimo se iba fortificando; el calor de los allí presentes me proporcionó la protección que me faltaba en ausencia de mi familia. A mis 16 años de vida y sufriendo  mi primera experiencia amorosa, muy lejos de mi tierra, no era para menos. “¡Estoy feliz, sí señores!”” ¡He vuelto a la vida!” “¡Me comprometo a no volver a Tarimoro!”
Una vez dado el último aviso, entramos en orden y yo me apoderé de la primera banca, frente al altar, pero no para escuchar la palabra de Dios sino para iniciar el sueño que nunca comencé, y no desperté hasta que el sacristán me jaló de las mangas para anunciarme que la misa ya había terminado desde hacía mucho rato.
Luego de despabilarme puse en orden mis ideas y me acordé de mi precaria situación, pero ahora en mejores condiciones. “¡Despierta!” “! Despierta ¡” “¡Tu escuela!” “¡Tu vida”! “¡Delfino, Alfredo, Mayorga!” “¡El comedor!”.
Salí del templo mirando para todos lados previendo algún imprevisto como el de  encontrarme nuevamente con el causante de mi desgracia. Aunque pies ya estaban prestos para correr. Al cerciorarme que estaba libre el camino me dirigí a la terminal para tomar el camión.  El tiempo se me había escurrido de las manos, eran la 9:00 horas. 
El trayecto a la escuela se me hizo interminable, quería saludar a los cuates… “¿Dónde están cabrones?”” ¿Me oyen? ““¡Cómo los extraño, jijos de la chingada!” “¿Dónde estarás pinche Escopeta?”
Tarimoro, Celaya y Roque; Tarimoro, Celaya y Roque, huisaches, maguelles, verde, amarillo, chivos, y de nuevo,  Tarimoro, Celaya, Roque, y mi inolvidable hogar-escuela. Ahora el transbordo de Celaya a Roque “¡Andrés, has vuelto a salvo¡”
Bajé del camión y recorrí con fruición la avenida de terracería, escoltada de esbeltos   pinos, cipreses y laureles cuyas ramas se mecían lánguidamente al ritmo del viento, que acogía con satisfacción a uno de sus sufridos hijos que había protagonizado una de las aventuras más traumáticas.
 Desde lejos, en la Plaza Cívica, avizoré a mis amigos que ya habían advertido mi presencia y  me regalaron diferentes tipos de  sonrisas de bienvenida y yo les correspondí con la sonrisa que a cada uno le correspondía.
─ ¡Pinche Chuy, ya nos tenías preocupado!, ¿qué te sucedió?, ¿por qué viniste hasta hoy?, ¡cuéntanos  güey!─ me atarantaban  con tantas preguntas.
─ ¡Cabrón, pensábamos que te había sucedido algo y  ya íbamos a comunicárselo al director!─ recalcaba Sergio.
Llegué a la hora del almuerzo, justo a tiempo  para engullir todo la despensa que había en el comedor y reponer la energía perdida. Cuando me vieron llegar. Sergio Mayorga Pérez, Miguel Villagómez, Alfredo Valdés, los más cercanos a mi persona que salieron a mi encuentro y nos desbaratamos en abrazos. La euforia duró toda la semana.
─ ¡Cálmense, cabrones, después de la comida les cuento!,  pasemos al comedor!
Alfredo a quien le apodábamos “Huevo de pava”, por sus infinitas pecas que le cubrían el rostro, se retrasó sin querer y algo observó detrás de mi espalda, que le provocó  una maliciosa risita, pero que se las guardó para sí.
Apaciguados los ánimos, entramos en tropel al comedor para ganar las mejores viandas, fue en ese momento cuando empecé a notar en el rostro de mis demás compañeros el mismo gesto que le había descubierto a Alfredo e intuí que algo raro sucedía. Disimuladamente seguí la convergencia de las miradas y me di cuenta que recaía en mi chamarra. Me la quité para averiguar que tenía en ella y  encontré en medio tatuaje fortuito  Era el excremento de una gallinácea, depositada en el piso de cemento en la escuela de Tarimoro, que al recostarme sobre ella se había creado sobre mi chamarra la  caprichosa forma de una mariposa  en pleno vuelo. “¡Andrés solamente falta que te orine un perro!”  “¡Maldición!”
Esa era la causa de la burla  de mis compañeros, pero  que en esos  momentos ya no me importaba nada, pues no me quedaba el suficiente humor  para disgustarme con ellos, preferí seguirles la corriente, sonriendo de la misma manera.
Guardé la prenda debajo de la mesa y me sumí en el placer de saborear mi comida predilecta, antes indeseable: un suculento mole de olla.
Esta experiencia, a pesar del tiempo transcurrido, jamás la he podido olvidar. Así que cuando la nostalgia  invade  mis pensamientos me parece ver desfilar  a aquellas  personas en aquel tablado, en el  cual participé un día;  en donde estuve a punto de morir abrumado por la falta conocimiento sobre la vida y el amor. Pagué tanto por mi inexperiencia sin obtener nada a cambio, ni siguiera un beso de despedida. “¡Beso... eso… so...o…!”” ¡Maldita sea!” “¡Nada... ada…da!” A esa  tierra de las cajetas, lugar de  imborrables recuerdos de mi vida estudiantil, merece muchas vivas de uno de  sus tantos hijos adoptivos.



miércoles, 27 de abril de 2011

Después de haberme quemado tanto las pestañas...


Después de haberme quemado las pestañas…

“Entre frascos llenos de formol y substancias tóxicas y desconocidas  que hieren mi olfato, espero con el cuerpo entumido  sobre una placa dura y fría que hable el tiempo para decidirse mi destino próximo mientras mis pensamientos se apartan de mí en busca del recuerdo perdido”
“Entre cinco mujeres fui el único varón que trajo alegría a mis padres. Terminé mis estudios de EMS en un Conalep de provincia. En contra de la voluntad de mis papás,  me decidí por una carrera de ingeniería que se alejaba de la tradición familiar, la carrera de  maestro. Todavía cimbran en mis oídos  la letanía de mis padres que me cantaban: “Hijo, es mejor  gotita tras gotita para llenar un vaso que mares inmensos que no llenan nada”. Nunca les hice caso.
Me fui a la Blanca ciudad de las vaquerías sin conocerla a fondo, sino con la inexperiencia única de un provinciano que no conoce más allá de sus narices. En dos intentos, dadas las exigencias educativas de la escuela, logré ingresar al tecnológico. Me hice de amigos que traían buenos vientos y de aquellos malos vientos  logré esquivarlos  por los valores morales que me inculcaron mis padres desde un principio, más nunca pude imaginarme que algún día tendría que recurrir a uno de esos torbellinos de pesar.
Después de concluido mis estudios profesionales, viajé al extranjero, con la ayuda de mis padres y con los ahorros que yo tenía, para perfeccionar mi inglés que me iba a servir para la redacción de mi tesis, pues la bibliografía dispuesta venía en ese idioma.
Logré titularme y además obtuve la maestría. Conseguido mis propósitos  esperé que el trabajo viniera hacia mí de manera automática. Pobre soñador  que creía que con aquella preparación ostentosa se le abrirían las puertas del cielo para conseguir trabajo.
Rodé y rodé de abajo para arriba y de arriba para abajo sin conseguir nada más que trabajos que no requerían papeles y en otros, que no tenían nada que ver con mi profesión. Renuncié a mis  empeños y me dediqué a la hueva, situación que no permitió mi madre y me sacó de mis desánimos: “Trabajo es trabajo y sí es honrado mejor. Sí  te dan algo tómalo, por algo se comienza”. Cuánta pena me dio ejercer subempleos que iban en contra de mi categoría de ingeniero. “Sí me vieran mis conocidos y compañeros de trabajo,  ¿qué iban a decir de mí?”,  me martirizaba.
Hasta que finalmente obtuve un empleo burocrático afín a mi profesión, aunque con un sueldo que apenas me daba para cubrir mis más elementales necesidades, pero que supe estirar para ir ahorrando poco a poco hasta conformar un capital que me pudiera servir en la instalación de  mi propio negocio que había aprendido de mi familia.
El tiempo ya no me daba en la atención de las dos actividades y luego de un profundo análisis opté por dedicarme exclusivamente al comercio. Cuentan que muy pronto se hace uno rico  y quise probar.
Después de algunos fracasos amorosos, me llegó por fin el verdadero amor y me casé sin lujos, pensando en el mañana. Después de muchos años de lucha con la ciencia, mi esposa me regaló el primer hijo. El doctor sentenció: “el primogénito y el último, su esposa ya no puede dar más hijos”.
La llegada de un hijo cambia por completo el estado de un hogar. Ese vacío que da la soledad se llena con la presencia de un hijo que eleva al padre hasta otros mundos antes desconocidos, ofrece  sentimientos nuevos  que lo matan a uno de felicidad y que da alientos y fuerzas  para trabajar con más ganas para crearle al hijo un futuro de oportunidades. Todo por él en las buenas y en las malas.
Esa alegría que me llegó después de cinco años de espera, marcó el inicio de un sufrimiento que iba a destrozar la armonía de una familia. Le cayó a mi retoño una maldita enfermedad que aún no se le haya cura rotunda y que no se le deseo a nadie, una enfermedad más común en los niños: leucemia.
Redoblé mis esfuerzos en el trabajo para recaudar más dinero, pero no fue suficiente, sólo  se le fue alargando la vida a mi niño mientras le llegaba el final. Nunca deseé, por Dios que lo juro, que mejor no hubiera nacido sí nunca iba a conocer el cielo que da la vida terrenal. Haber nacido pequeño para morir pequeño, qué destino tan terrible y yo… desarmado.
 Mi dinero se hizo polvo, vendí todo, empeñé mi alma y me quedé sin nada, sólo con mi desdicha y mala suerte.
En la última consulta con el médico para darme  alientos, me explicó que la solución a la enfermedad de mi hijo era posible con un trasplante de un líquido que se le extrae de la columna vertebral a alguna persona acorde a la del niño. Dios, cuando me dijo la cantidad que necesitaba por poco me da un infarto: un millón y medio de pesos ¿De dónde cabrón  iba a conseguir esa enorme cantidad de dinero?  No dije nada, ¿para qué? Salí todo madreado del consultorio con el hijo en brazos que me miraba con una mirada que mata al más templado de los papás. “Hijo de mi alma ese es tu destino morir…”
Nunca supe cuántas vueltas le di a la manzana de mi casa, ni supe si les contesté a los amigos que me saludaban. Más de pronto un carro del año se detuvo junto a mí que me sacó de mis pensamientos con una voz que se me hizo conocida y me saludó:
—Renán, se te nota muy triste súbete y charlemos un poco.
Era Carlos, un contemporáneo que nunca le gustó los estudios, como a muchos,  y que no terminó, pero siempre andaba con dinero. No tenía nada qué hacer y acepté la invitación.
—No me digas nada camarada, se te nota a leguas en el rostro que andas en problemas graves, ¿no es así?
No quise darle explicaciones, mi estado de ánimo estaba por los suelos, y asentí con la cabeza y fue cuando me desenrolló una extensa historia  de su éxito y que no tenía fin:
—Mírame, pinche güey, un reloj Rolex, ropa de marca, zapatos importados, perfume francés, un jaguar del año y otros que tengo arrinconados, una residencia en el Norte de la ciudad, una cuenta bancaria, chicas al por mayor, en fin, para qué te cuento lo que me sobra es el dinero, y tú necesitas dinero, ¿me equivoco?
Solamente escuché.
Por lo que pude intuir esa riqueza del que presumía seguramente  no era de origen legal, algo turbio se advertía en sus triunfos. Pero en ese momento pensando en mi problema estaba dispuesto a vender mi alma al diablo sí de algo me servía para devolverle la salud a mi Andresito. Renán con su discurso algo me quería proponer. No me equivocaba.
     Estás jodido porque quieres, todos los problemas del mundo se resuelven con lana, y tú necesitas lana. Sí haces caso a mis palabras lo conseguirás a manos llenas, aunque tendrás que correr ciertos riesgos, ¿te animas?
No quise lloriquearle  mi pena, para qué hacer más grande mi agonía y acepté sus consejos a sabiendas que iban en contra de mis principios éticos.
—A ver en qué consiste ese negocio para fabricar dinero como tú dices.
—Fíjate bien. Es muy fácil sólo tienes que tener sangre fría—mi mente se trasladó en la figura de mi hijo correteando por la casa con la salud recobrada… sano— para actuar en el momento de cruzar la aduana. Te daré para tragar este polvo blanco impermeabilizado y cuando llegues al domicilio que te voy a dar lo expulsarás por el recto con l la ayuda  de un vermífugo que se te dará. Por ese trabajo se te recompensará con cien mil pesos en cada intento, imagínate todas las veces que puedas cruzar y el pago que se te dará, ¿aceptas?
— ¡Acepto!
Ese momento fue el inicio de mi carrera delictiva. Dentro de mí pensaba, juntaré la cantidad que necesito para la salvación de mi hijo y dejaré este trabajo maldito que sólo dolor trae a la juventud, alimento para soñar y viajar en mundos fantasiosos o resolver problemas sólo en pensamiento.
Logré atravesar varias veces la aduana sin que me descubrieran y logré dar el anticipo para la curación de mi niño. Me enseñaron otras formas de pasar la droga en dobles fondos de los pisos de los carros, recorrer túneles o pasar el río Bravo por las noches sin luna, me enseñaron a manejar a palomas entrenadas para ese trabajo delictivo. Cuando hice cálculo del dinero reunido para la operación de mi niño decidí abandonar el trabajo, sí es que se llama trabajo, pero no me fue posible porque todo aquel que forma parte de una banda ya no tiene libertad de decisión, se vuelve uno prisionero de por vida.
— ¡Ayúdame, Renán, ya he juntado el dinero suficiente para la curación de mi hijo quiero abandonar este negocio que no va conmigo!
—Lo siento, Carlos o te quedas o te mueres, escoge—me contestó fríamente

No hice caso, y por eso me encuentro recostado en esta loza fría en espera de que alguien se acuerde de mí. Nunca supe de la operación de mi hijo y perdí el contacto con mi esposa y familia, y todo por meterme en un túnel que no tiene fin, nunca encontré la luz… Pero sí mi hijo se salvó bien valió la pena mi sacrifico.
Mi caso fue el mismo que sufrió un pariente lejano originario de la Perla tapatía, que se dedicó a salteador de caminos en los montes de Tonaya que en un encuentro con las autoridades rurales fue malherido y si no hubiera intervenido oportunamente su padre no se hubiera salvado. Rectificó el camino, pero al faltarle oportunidades de trabajo regresó a la delincuencia en donde se le acabó el tiempo para siempre. En cambio yo ingresé a la vida fuera de la ley por una causa justa, creo, pero el destino no me dio  tiempo para corregir el camino. Acabó con todas mis ilusiones cifradas en la salud del único hijo que tuve. La vida es injusta con los pobres. El trabajo es la solución para los jóvenes que quieren prosperar.
El trabajo honrado, que es escaso, para la juventud actual los obliga a cometer errores que se paga con la muerte y se pierde todo, todo eso que se llama felicidad cifrada en lo que uno más quiere.
Después de haberme quemado las pestañas, ¿para qué me sirvió?
Andrés Jesús González Kantún

Nota: Este cuento es un ejercicio de creatividad y que fue generado por la lectura de otro, titulado: “No oyes ladrar a los perros” del escritor jalisciense, Juan Rulfo. Una actividad como muestra a los alumnos del segundo semestre 201 y 203 en el módulo de Comunicación en los ámbitos escolar y profesional.