IGLESIA DE SAN LUIS OBISPO
Los monumentos históricos
del pasado prehispánico o colonial mucho
tendrían que ofrecer a nuestro intelecto, si gozaran el don de la
palabra porque han sido silenciosos testigos de historias inéditas que el
tiempo inexorable con su carga de sorpresas e incertidumbres se ha encargado de guardarlas en un cajón de antigüedades que no se ha podido
desempolvar y despegar el laberinto de
telarañas que las ocultan a los ojos incisivos del estudioso y que solamente la
memoria egoísta guarda para sí. Cada rendija, detalle o fachada arquitectónica
nos señalan épocas idas, corrientes culturales que se han paseado por el mundo
cuyas características sobresalientes y aún palpables nos permiten deducir
verdades ocultas.
Ahí están presentes los Polifemos homéricos y los hua-pach´oob
mayas de piedra y granito,
inconmovibles, ariscos, orgullosos en su porte en espera de ser descubiertas
sus identidades por espíritus inquietos
que los quieran dar a conocer a la comunidad los mensajes telepáticos que nos
transmite la creatividad de los antiguos
arquitectos masónicos de razas varias,
condensadas en la sapiencia espacial que son una amalgama de cultura y
sacrificio, en consecuencia, nuestros edificios y monumentos que tienen la
esencia de todas ellas como son la griega,
mesopotámica, romana, árabe y la nuestra, un verdadero sincretismo
arquitectónico.
Hay obras que conservan aún historias vírgenes,
escondidas en los archivos de las iglesias, guardadas con celo por
muchísimos años por los previsores religiosos españoles franciscanos, dominicos
y agustinos. Hombres de mente exuberante, generosa y ágil, aunque con el prejuicio represivo del
Medioevo en contra de la ciencia que deseaba despertar. Cuando llegaron los
primeros doce religiosos en América, por solicitud de Hernán Cortés, se
dedicaron a la evangelización de los conquistados, los concentraron en un lugar
para hacer más fácil el trabajo y aprendieron la lengua indígena para acercarse
más a ellos y se enfocaron a la
investigación de la cultura de los pueblos
para darlas a conocer a la posteridad. Sin embargo, aún duermen esos
viejos archivos narcotizados en los cajones de Dios, misterios de muchas historias
no reveladas aún.
Es indudable que algún día, esas maravillosas obras tendrán
que sucumbir ante la fuerza hercúlea del tiempo y la naturaleza madre, como siempre, empeñados en evaporar lo que el hombre un día
creó con el alma y el corazón para el asombro de la civilización actual.
Aquellas mentes iluminadas, descendientes de los creadores de bellezas arquitectónicas, se cruzarán de
brazos ante el desafió del tiempo y
verán morir épocas de luces y fantasmagorías como los elefantes en la búsqueda
de un lugar digno para morir en paz. ¡Qué desgracia!
En Calkiní, como en otros
muchos lugares de México se conservan aún representativas obras de la Colonia
como son las casonas y las iglesias encerradas en una urbanización basada en un
trazo reticular y como alma principal de
la ciudad, la plaza central. En las grandes ciudades tienen cierta variación,
pero la esencia es la misma: al este la iglesia y el palacio episcopal, al
oeste el Ayuntamiento, al norte las casas reales y al sur por ciudadanos
distinguidos. Y en el centro del zócalo una picota destinada para
castigar a los delincuentes y una fuente. Cuando el zócalo era grande se
destinaba para ejercicios militares como es el caso de la Plaza mayor de la
ciudad de México en donde emerge actualmente de sus cenizas el templo mayor de
los aztecas, el Cu principal para la alabanza a Huitzilopochtli, Dios de la guerra
o el Dios sol y su inseparable amigo
Tláloc, Dios de la lluvia.
Este rasgo urbanístico,
creado por los romanos y aplicados por los españoles durante la
reestructuración urbanística de los pueblos conquistados, fue el molde que se
utilizó en todos los pueblos de México. Calkiní no fue la excepción, aunque se
distingue un detalle, pues en una de sus
construcciones, el Palacio Municipal no mira al frente de la plazoleta como el
resto de los edificios situados en el cuadrilongo debido al haber sido construido
en una fecha postcolonial, pero quizá el largo del edificio no cupo y ese
detalle le restó armonía y tradición al
rectángulo de la Plaza.
Con el marco de esta
introducción me voy a referir a uno de los monumentos históricos más
representativos de la ciudad de Calkiní:
la iglesia de San Luis Obispo, aunque hablaré de manera general y con un tono
recreativo intercalando vivencias particulares pues ya existe una historia
pormenorizada en un libro (El templo de San Luis Obispo de Calkiní
Campeche) creado por la acuciosa investigadora: profesora Estela
Hernández Sandoval, de meritoria credibilidad.
La iglesia de San Luis
Obispo de Calkiní, es similar a los edificios del Medioevo, la diferencia
estriba en las torres que difieren de las atalayas que poseen los castillos
medievales.
La iglesia es un edificio
fuerte y macizo con sus contrafuertes,
espadañas y almenas en hilera. Su tamaño
en comparación con otras construidas en México es mediana, pero bella sin lugar
a dudas.
Fue edificada sobre
templos mayas que fueron destruidos para evitar la continuación de las
creencias nativas e imponer una nueva religión monoteísta que se logró a medias
o quizá en un porcentaje mayor a través de la lágrima y sangre derramadas por
los abuelos. Leamos la política seguida
por los encargados de la evangelización. En
1537 los obispos de México escribían a Carlos V que los templos no habían sido
todos destruidos y pedían su licencia para mandar demolerlos, a fin de extirpar
por completo la idolatría. Respondió el emperador: “En cuanto a los Cúes o
adoratorios, encarga S. M que se derriben sin escándalo y con la prudencia que
convenía y que de la piedra de ellos se tome para edificar iglesias y
monasterios, que los ídolos se quemasen, y otros puntos concernientes a esto”
Se puede advertir que la
política de construcción fue uniforme en toda América, iglesias sobre vestigios
nativos y en lugares elevados para observar el movimiento de los pueblos dominados
para prevenirse de cualquier rebelión y darles tiempo a los escasos españoles
civiles y religiosos para cobijarse en esas fortificaciones tipo fortaleza.
La iglesia nuestra,
apunta al cielo una torre de tres cuerpos con una cruz en la cúspide de brazos
extendidos en el infinito equipados con campanas de bronce que no han dejado de
tintinear en cientos de años, transmitiendo regocijo desbordado por sus
tradiciones festivas o penas por acontecimientos luctuosos. Una torre como un
giroscopio de un submarino que ojea sin
cesar a toda la ciudad, guardando en la memoria un sin fin de historias
desconocidas y profanas como aquella que corre en boca de los más viejos y recreadas por la imaginación
desbordada del pueblo como aquel cura
sin cabeza que merodeaba sus alrededores, asustando a los desvelados
supersticiosos o aquella gallina viuda y
sus pollitos nocturnos en fila india, en las viejas calles de Calkiní.
Una señora bonita mitad
española y mitad nativa dirigida en su construcción por arquitectos
franciscanos y con la callosa mano de obra del indio maya, que en muchos de los
casos fueron obligados por un destino
programado por el pecado involuntario de
haber nacido torpes del intelecto y por ello
servir a los más fuertes como lo dicta la ley de la selva. Los españoles
tardaron en darse cuenta, por conveniencia propia, que eran seres humanos y no
animales con quienes trataban, sino hombres de bien y con inteligencia y corazón de niño que mira
con amor y ternura y con un deseo
apasionado por aprender la ciencia y la cultura traídas por una pandilla de
aventureros que no tenían oportunidad de sobrevivencia en el continente viejo y
encontraron en estas tierras vírgenes esperanzas para enriquecerse a costillas
de los naturales.
Una iglesia en cuyo interior repercute en sus grietas el silencioso y nostálgico eco de las Aves
Marías y aleluyas recitados con
devoción por generaciones de encapuchados franciscanos y creyentes cristianos
hermanados por el tiempo y la fe.
Hileras, en ambos lados de la nave, de imágenes y esculturas protegidas en
paramentos que miran con éxtasis el paso
de la espiritualidad y la contemplación de sus feligreses. Una fachada con
características escultóricas de columnas
griegas y una concha en abanico en donde descansan sirenas de canto
embriagador, tormento de Odiseo, que nos recuerda que nuestra cultura
es internacional. Un retablo de cuatro cuerpos y un remate de hojas y flores y
pilastras salomónicas revestidas en oro la adornan y en medio en solemne
postura mira piadosamente San Luis
Obispo a su grey católica. Un púlpito, adornado con figuras fitomorfas y
zoomorfas, ahora en desuso, que nos remonta a la época de nuestra niñez cuando
el portavoz de Dios era el padre Balmes que con voz en cuello deshilaba una
madeja de consuelos y exhortaciones a sus oyentes en cautiverio religioso para
invitarlos a beber el agua de la vida espiritual. La modernidad lo ha
convertido en un elefante blanco que
mira entristecido como le ha ganado el tiempo, pero no lo dejan morir, quedando
como testigo de aquellos tiempos idos.
Un ojo masónico, que es
el ojo de Dios, sobre el techo de la
bóveda de mirada incisiva, encerrado en un triángulo, que mira enigmáticamente por
todos lados, ahora ha desaparecido para siempre, solo quedan recuerdos en la
memoria de los viejos que lo lograron ver y que en la noches melancólicas reverberan
en la luz del pensamiento lúcido.
Una iglesia de servicio
múltiple que atiende todo tipo de reclamos espirituales y prácticas tradicionales de gremios y de
pesebres en diciembre y de muertos que profesa la comunidad vinculadas con esa
fe que mueve montañas y empaña el entendimiento. Una retahíla, desde la base de las grosísimas
paredes, de osarios convertidas en cementerios ociosos que refugian almas de tiempos pretéritos de
gorgueras y hábitos y que escuchan el
clamor colectivo de los siervos de Dios
en sus peticiones de perdón y salvación
de almas pecadoras que dejaron en rezago en la vida terrenal.
Un sotacoro destinado
para ángeles, arcángeles, querubines y serafines que nunca logré escuchar en concierto en mi
niñez cuando era asiduo visitante y cautivo maternal de la fe en la casa de Dios.
Una angelical y dadivosa
iglesia que guarda para muchos hijos de Calkiní vivencias inverosímiles de su niñez en sus excursiones clandestinas
por la media naranja, atravesando con temor
un colmenar de abejas guerreras que perseguían a los de pelo engomado de
glostora o Palmolive o la visita en la torre y espadaña, recorriendo en ambos
sitios las serpenteantes escaleras. En
el ascenso en ambos sitios era un viaje emocionante pues era un sitio
casi en penumbra y si acaso la luz filtrada a través de disimuladas rendijas que servían de tragaluz, una en especial,
(rumbo a la torre) representaba una salida de emergencia, de ranura vertical
con una caída de tres metros de altura,
cuando cerraban la puerta de entrada como castigo a la profanación
traviesa de niños inquietos por la ociosidad o la ansiedad de aventuras nuevas.
Nunca se supo de una desgracia o si la hubo se guardó en el anonimato. Un César
May, hijo de Calkiní e intrépido por naturaleza, que tenía la osadía de brincar
en hileras las almenas, rematadas en
comba, de la iglesia en acto acrobático y escalofriante que aún bulle
con temor en nuestros recuerdos cuando nos lo cuentan los mayores, pero más
pesaroso en los testigos oculares.
Una benefactora iglesia
que dio cabida a muchos indefensos niños de los alrededores, pueblos hermanos
que se trajeron como baluarte las ganas de prosperar y su lengua nativa para
defenderse del embate de la vida porque deseaban salir de la pobreza empecinada
que ahorca y asfixia. Se les proporcionó cobijo, comida y educación espiritual
para poder seguir estudiando, claro, bajo
la dirección tutelar de otro insigne altruista: Monseñor Gonzalo Balmes
Noceda. ¿Quién no se ha de acordar de él
con una voz de cañón, ronca y quebradiza con el chicote en la mano y su bastón inseparable?
Esos niños protegidos bajo el manto sacerdotal, ahora cuentan con una
profesión y muchos ya están jubilados. Me permito mencionar a algunos de ellos:
Máximo Tamay, Cástulo Tamay, Fermín Chin, Jorge Dzib Chan, Óscar Dzib,
exceptuando a Manuel Bezunza a. Leshito y a César May que son de Calkiní y otros más que la terca memoria
no quiere recordar. Sin incluir a otros niños de Calkiní que les gustaba
compartir el pan de cada día con todos ellos, en especial los domingos de puchero en donde la cocinera doña Dolita se las ingeniaba para dar de comer a todos los angelitos con
tan poca vianda así como el milagro crístico
de los panes multiplicados para
atender a miles de hambrientos seguidores de la tierra prometida.
Un atrio rectangular de
piso remendado en cemento y piedras labradas, ahora un espacio seccionado en
salones para reuniones y actividades culturales, que servía antes como un coso
taurino rústico para recaudar fondos para la iglesia. Se recuerdan como toreros
al singular Carlos Castilla a. Calix, a Carlos López, Raúl Juárez. Algunos se
quedaron a vivir en estas tierras y ya forman familia.
Una iglesia ciudad con
sus claustros, convento, panadería, animales, cementerio, franciscanos
hortelanos, una noria y un ejército de hombres que trajeron la luz del progreso
y la sabiduría a un pueblo encandilado en la rutina de la dejadez por la falta
de motivación y oportunidades para sobresalir. Salve el templo de San Luis
Obispo, que en su alforja de recuerdos alegraron mi infancia plena de ilusiones
y esperanzas y último refugio de mis
suspiros aún en suspenso con la autorización del tiempo y la vida.
Calkiní, Camp. 26 de mayo
de 2012.