sábado, 26 de mayo de 2012


          HACE 50 AÑOS EN EL SOLAR NATIVO…







          


E



                                                                         


Quitarle una cinta al toro, ruletas y banderillas de palomas
.

Es un corpulento búfalo negro de 800 kilogramos de peso y de raza cebú que es liberado de un árbol de roble, situado alrededor del ruedo. Viene enmascarado en una tosca fibra de henequén para evitar mirar a la gente que asiste a la fiesta y no le altere sus sentidos de toro matrero.  Lo traen dos vaqueros de inolvidables recuerdos los hermanos González: Perucho y Huelús. (Aclaro estos vaqueros sólo los menciono como un homenaje a su recuerdo pues el primero ya no se encuentra entre nosotros y el segundo, impedido por la edad y una dolencia).  Lo encaminan entre la gente, que se  hace a un lado para dejarlo pasar y luego lo amarran  en un tronco cenizo de escamoso  huano, sembrado en medio del ruedo.
Los vaqueros le cinchan  la panza, pasándole una parte de la soga por debajo de la cola que lo hará más cabrón, y en consecuencia, pegará  saltos descomunales con el peligro latente  de llevarse de corbata a los que miran atenciosos desde las barandas.
 Le anuda el soberbio cuello  una cinta resplandeciente de azul  cielo en regocijo de color de fiesta con el nombre impreso del donante: Pastor Bolívar Chim (RIP). Es un nudo a semejanza de un capullo de mariposa anhelante por levantar el vuelo en la tempestad  de polvo árabe que se levanta con los pataleos de la bestia; una incipiente mariposa   que necesita ser libertada con la mano o con la delicadeza de los  dientes por algún torero que tenga la valentía suficiente para enfrentar el reto. Es una empresa escalofriante, pero digna de admirarse.
Con mucha dificultad le amarran sobre el lomo un artefacto pirotécnico  que encenderán en el momento preciso.
 El clarín  anuncia el inicio de la danza con la calaca, madrina del ahijado de la muerte. Cae la careta, se enciende la ruleta y se suelta a la bestia quien brinca y brinca sin cesar por causa del cincho y el fuego que dispara cohetones por todo el ruedo. La gente joven no entiende de estas cosas y se remedia con una voz cansada de un antiguo socio, pero clara que explica que hace 50 años así se desarrollaban las corridas.
El toro se pasea desafiante dentro del coso de xcolohché. Silencio. Sorpresa. Incertidumbre.  Ventura, un viejo torero amigo vestido de civil, increpa  a sus compañeros de brega a torear. Salen en bola y lo rodean para aturdir al animal y se queda el más valiente a terminar la faena. Vienen las banderillas de palomas encerradas en sendas cajas de cartón  que levantan el vuelo o caen al piso cuando las banderillas se engarzan en el  lomo del animal.
Ya cansado el astado se pretende descolgar la cinta del desafío, pero esta vez y como siempre se fracasa. Esta suerte es tan peligrosa que raras veces se logra ejecutar con precisión, sólo lo han conseguido en otros tiempos Mariano Canto y el “Chino Cámara”.
Los vaqueros imaginarios de a pie son suplidos por varios caballistas que lucen sus habilidades para atrapar  al toro que no hace nada por defenderse pues ya conoce de qué se trata pues no es la primera vez que lo meten en una plaza de fiesta taurina.
Esta tradición de donar toros, como en este cincuentenario de fiesta, poco queda sí acaso la maestra Librada Trejo Bolívar  que  ha convertido, en forma particular,  esta  costumbre como un compromiso de amor paternal. En esta  corrida hubo otro señor que donó en lidia otro toro y los demás fueron por cuenda de la directiva.




IGLESIA DE SAN LUIS OBISPO

Los monumentos históricos del pasado prehispánico o colonial mucho  tendrían  que ofrecer  a nuestro intelecto, si gozaran el don de la palabra porque han sido silenciosos testigos de historias inéditas que el tiempo inexorable con su carga de sorpresas e incertidumbres  se ha encargado de guardarlas en  un cajón de antigüedades que no se ha podido desempolvar y despegar  el laberinto de telarañas que las ocultan a los ojos incisivos del estudioso y que solamente la memoria egoísta guarda para sí. Cada rendija, detalle o fachada arquitectónica nos señalan épocas idas, corrientes culturales que se han paseado por el mundo cuyas características sobresalientes y aún palpables nos permiten deducir verdades ocultas.
Ahí están presentes los Polifemos homéricos y los hua-pach´oob mayas  de piedra y granito, inconmovibles, ariscos, orgullosos en su porte en espera de ser descubiertas sus identidades  por espíritus inquietos que los quieran dar a conocer a la comunidad los mensajes telepáticos que nos transmite  la creatividad de los antiguos arquitectos masónicos de  razas varias, condensadas en la sapiencia espacial que son una amalgama de cultura y sacrificio,   en consecuencia,  nuestros edificios y monumentos que tienen la esencia de todas ellas como son la  griega, mesopotámica, romana, árabe y la nuestra, un verdadero sincretismo arquitectónico.
 Hay obras que conservan aún historias vírgenes, escondidas en  los archivos  de las iglesias, guardadas con celo por muchísimos años por los previsores religiosos españoles franciscanos, dominicos y agustinos. Hombres de mente exuberante, generosa  y ágil, aunque con el prejuicio represivo del Medioevo en contra de la ciencia que deseaba despertar. Cuando llegaron los primeros doce religiosos en América, por solicitud de Hernán Cortés, se dedicaron a la evangelización de los conquistados, los concentraron en un lugar para hacer más fácil el trabajo y aprendieron la lengua indígena para acercarse más a ellos y se enfocaron  a la investigación de la cultura de los pueblos  para darlas a conocer a la posteridad. Sin embargo, aún duermen esos viejos archivos narcotizados en los cajones de Dios, misterios de muchas historias no reveladas aún.
Es indudable  que algún día, esas maravillosas obras tendrán que sucumbir ante la fuerza hercúlea del tiempo y la naturaleza  madre, como siempre,  empeñados en evaporar lo que el hombre un día creó con el alma y el corazón para el asombro de la civilización actual. Aquellas mentes iluminadas, descendientes de los creadores  de bellezas arquitectónicas, se cruzarán de brazos  ante el desafió del tiempo y verán morir épocas de luces y fantasmagorías como los elefantes en la búsqueda de un lugar digno para morir en paz.   ¡Qué desgracia!
En Calkiní, como en otros muchos lugares de México se conservan aún representativas obras de la Colonia como son las casonas y las iglesias encerradas en una urbanización basada en un trazo reticular  y como alma principal de la ciudad, la plaza central. En las grandes ciudades tienen cierta variación, pero la esencia es la misma: al este la iglesia y el palacio episcopal, al oeste el Ayuntamiento, al norte las casas reales y al sur por ciudadanos distinguidos. Y en el centro del zócalo una picota destinada para castigar a los delincuentes y una fuente. Cuando el zócalo era grande se destinaba para ejercicios militares como es el caso de la Plaza mayor de la ciudad de México en donde emerge actualmente de sus cenizas el templo mayor de los aztecas, el Cu principal para la alabanza a Huitzilopochtli, Dios de la guerra o el Dios sol  y su inseparable amigo Tláloc, Dios de la lluvia.
Este rasgo urbanístico, creado por los romanos y aplicados por los españoles durante la reestructuración urbanística de los pueblos conquistados, fue el molde que se utilizó en todos los pueblos de México. Calkiní no fue la excepción, aunque se distingue un detalle, pues  en una de sus construcciones, el Palacio Municipal no mira al frente de la plazoleta como el resto de los edificios situados en el cuadrilongo debido al haber sido construido en una fecha postcolonial, pero quizá el largo del edificio no cupo y ese detalle le restó  armonía y tradición al rectángulo  de la Plaza.
Con el marco de esta introducción me voy a referir a uno de los monumentos históricos más representativos de la ciudad  de Calkiní: la iglesia de San Luis Obispo, aunque hablaré de manera general y con un tono recreativo intercalando vivencias particulares pues ya existe una historia pormenorizada en un libro (El templo de San Luis Obispo de Calkiní Campeche)  creado por la  acuciosa investigadora: profesora Estela Hernández Sandoval, de meritoria credibilidad.
La iglesia de San Luis Obispo de Calkiní, es similar a los edificios del Medioevo, la diferencia estriba en las torres que difieren de las atalayas que poseen los castillos medievales.
La iglesia es un edificio fuerte y macizo  con sus contrafuertes, espadañas  y almenas en hilera. Su tamaño en comparación con otras construidas en México es mediana, pero bella sin lugar a dudas.
Fue edificada sobre templos mayas que fueron destruidos para evitar la continuación de las creencias nativas e imponer una nueva religión monoteísta que se logró a medias o quizá en un porcentaje mayor a través de la lágrima y sangre derramadas por los abuelos.  Leamos la política seguida por los encargados de la evangelización. En 1537 los obispos de México escribían a Carlos V que los templos no habían sido todos destruidos y pedían su licencia para mandar demolerlos, a fin de extirpar por completo la idolatría. Respondió el emperador: “En cuanto a los Cúes o adoratorios, encarga S. M que se derriben sin escándalo y con la prudencia que convenía y que de la piedra de ellos se tome para edificar iglesias y monasterios, que los ídolos se quemasen, y otros puntos concernientes a esto”
Se puede advertir que la política de construcción fue uniforme en toda América, iglesias sobre vestigios nativos y en lugares elevados para observar el movimiento de los pueblos dominados para prevenirse de cualquier rebelión y darles tiempo a los escasos españoles civiles y religiosos para cobijarse en esas fortificaciones tipo fortaleza.
La iglesia nuestra, apunta al cielo una torre de tres cuerpos con una cruz en la cúspide de brazos extendidos en el infinito equipados con campanas de bronce que no han dejado de tintinear en cientos de años, transmitiendo regocijo desbordado por sus tradiciones festivas o penas por acontecimientos luctuosos. Una torre como un giroscopio de un submarino   que ojea sin cesar a toda la ciudad, guardando en la memoria un sin fin de historias desconocidas y profanas como aquella que corre en boca de  los más viejos y recreadas por la imaginación desbordada del pueblo como aquel  cura sin cabeza que merodeaba sus alrededores, asustando a los desvelados supersticiosos o aquella gallina viuda  y sus pollitos nocturnos en fila india, en las viejas calles de Calkiní.
Una señora bonita mitad española y mitad nativa dirigida en su construcción por arquitectos franciscanos y con la callosa mano de obra del indio maya, que en muchos de los casos fueron obligados por un  destino programado  por el pecado involuntario de haber nacido torpes del intelecto y por ello  servir a los más fuertes como lo dicta la ley de la selva. Los españoles tardaron en darse cuenta, por conveniencia propia, que eran seres humanos y  no  animales con quienes trataban, sino hombres de bien y  con inteligencia y corazón de niño que mira con amor y ternura  y con un deseo apasionado por aprender la ciencia y la cultura traídas por una pandilla de aventureros que no tenían oportunidad de sobrevivencia en el continente viejo y encontraron en estas tierras vírgenes esperanzas para enriquecerse a costillas de los naturales.
Una iglesia  en cuyo interior repercute   en sus grietas  el silencioso y nostálgico eco de las Aves Marías y  aleluyas recitados con devoción  por generaciones   de encapuchados franciscanos y creyentes cristianos hermanados por el tiempo y  la fe. Hileras, en ambos lados de la nave, de imágenes y esculturas protegidas en paramentos que miran con éxtasis  el paso de la espiritualidad y la contemplación de sus feligreses. Una fachada con características escultóricas de columnas  griegas y una concha en abanico en donde descansan sirenas de canto embriagador, tormento   de  Odiseo, que nos recuerda que nuestra cultura es internacional. Un retablo de cuatro cuerpos y un remate de hojas y flores y pilastras salomónicas revestidas en oro la adornan y en medio en solemne postura mira  piadosamente San Luis Obispo a su grey católica. Un púlpito, adornado con figuras fitomorfas y zoomorfas, ahora en desuso, que nos remonta a la época de nuestra niñez cuando el portavoz de Dios era el padre Balmes que con voz en cuello deshilaba una madeja de consuelos y exhortaciones a sus oyentes en cautiverio religioso para invitarlos a beber el agua de la vida espiritual. La modernidad lo ha convertido  en un elefante blanco que mira entristecido como le ha ganado el tiempo, pero no lo dejan morir, quedando como testigo de aquellos tiempos idos.
Un ojo  sobre el techo de la bóveda de mirada incisiva encerrado en un triángulo que mira enigmáticamente desde arriba los pasajes del tiempo y la retransmisión de inciertos simbolismos, quizá masónicos,  que nunca se lograron  interpretar, ahora, ha desaparecido para siempre, solo quedan recuerdos en la memoria de los viejos que lo lograron ver y que en la noches melancólicas reverberan en la luz del pensamiento.
Una iglesia de servicio múltiple que atiende todo tipo de reclamos espirituales y  prácticas tradicionales de gremios y de pesebres en diciembre y de muertos que profesa la comunidad vinculadas con esa fe que mueve montañas y empaña el entendimiento.  Una retahíla, desde la base de las grosísimas paredes, de osarios convertidas en cementerios ociosos  que refugian almas de tiempos pretéritos de gorgueras y hábitos  y que escuchan el clamor colectivo  de los siervos de Dios en sus peticiones de perdón y  salvación de almas pecadoras que dejaron en rezago en la vida terrenal.
Un sotacoro destinado para ángeles, arcángeles, querubines y serafines  que nunca logré escuchar en concierto en mi niñez cuando era asiduo visitante y cautivo maternal de la fe en  la casa de Dios.
Una angelical y dadivosa iglesia que guarda para muchos hijos de Calkiní vivencias  inverosímiles de su niñez en sus excursiones clandestinas por la media naranja, atravesando con temor  un colmenar de abejas guerreras que perseguían a los de pelo engomado de glostora o Palmolive o la visita en la torre y espadaña, recorriendo en ambos sitios las  serpenteantes escaleras. En el  ascenso en ambos sitios  era un viaje emocionante pues era un sitio casi en penumbra y si acaso la luz filtrada a través de  disimuladas rendijas  que servían de tragaluz, una en especial, (rumbo a la torre) representaba   una salida de emergencia, de ranura vertical con una caída de tres metros de altura,  cuando cerraban la puerta de entrada como castigo a la profanación traviesa de niños inquietos por la ociosidad o la ansiedad de aventuras nuevas. Nunca se supo de una desgracia o si la hubo se guardó en el anonimato. Un César May, hijo de Calkiní e intrépido por naturaleza, que tenía la osadía de brincar en hileras las almenas, rematadas en  comba,  de la iglesia en  acto acrobático y escalofriante que aún bulle con temor en nuestros recuerdos cuando nos lo cuentan los mayores, pero más pesaroso  en los testigos oculares.
Una benefactora iglesia que dio cabida a muchos indefensos niños de los alrededores, pueblos hermanos que se trajeron como baluarte las ganas de prosperar y su lengua nativa para defenderse del embate de la vida porque deseaban salir de la pobreza empecinada que ahorca y asfixia. Se les proporcionó cobijo, comida y educación espiritual para poder seguir estudiando, claro, bajo   la dirección tutelar de otro insigne altruista: Monseñor Gonzalo Balmes Noceda. ¿Quién no se ha de acordar  de él con una voz de cañón, ronca y quebradiza con el chicote en la mano y su bastón inseparable?  Esos niños protegidos bajo  el manto sacerdotal, ahora cuentan con una profesión y muchos ya están jubilados. Me permito mencionar a algunos de ellos: Máximo Tamay, Cástulo Tamay, Fermín Chin, Jorge Dzib Chan, Óscar Dzib, exceptuando a Manuel Bezunza a. Leshito y a César May que son  de Calkiní y otros más que la terca memoria no quiere recordar. Sin incluir a otros niños de Calkiní que les gustaba compartir el pan de cada día con todos ellos, en especial los domingos de puchero en donde la cocinera doña Dolita se las ingeniaba  para dar de comer a todos los angelitos con tan poca vianda así como el milagro crístico  de los panes multiplicados    para atender a miles de hambrientos seguidores de la tierra prometida.
Un atrio rectangular de piso remendado en cemento y piedras labradas, ahora un espacio seccionado en salones para reuniones y actividades culturales, que servía antes como un coso taurino rústico para recaudar fondos para la iglesia. Se recuerdan como toreros al singular Carlos Castilla a. Calix, a Carlos López, Raúl Juárez. Algunos se quedaron a vivir en estas tierras y ya forman familia. 
Una iglesia ciudad con sus claustros, convento, panadería, animales, cementerio, franciscanos hortelanos, una noria y un ejército de hombres que trajeron la luz del progreso y la sabiduría a un pueblo encandilado en la rutina de la dejadez por la falta de motivación y oportunidades para sobresalir. Salve el templo de San Luis Obispo, que en su alforja de recuerdos alegraron mi infancia plena de ilusiones y esperanzas y  último refugio de mis suspiros aún en suspenso con la autorización del tiempo y la vida.
Calkiní, Camp. 26 de mayo de 2012.