LOS ALUXITOS
Andrés Jesús González Kantún
Amigo lector cuando eras niño quizá hayas oído, alguna
vez, conversar a los abuelos y de gente amiga historias de fantasmas relacionados con ciertos seres en
miniatura — así como los muñequitos de tus juegos infantiles — que por sus travesuras
y maldades causaban el miedo entre la
gente de aquella época, salvo si cumplían al pie de la letra con los caprichos
de esos efrites mal intencionados
(genios malosos mencionados en los cuentos de “Las mil y una noches”) que para
mantenerlos quietecitos era necesario ofrecerles de comer y beber. Estos pequeños chockys se les conocen como aluxitos.
A pesar de sus diabluras gozaban de cierta simpatía
entre los campesinos quienes aseguraban que era posible convivir en armonía con ellos, pues al fin y
al cabo eran niños, aunque en cuerpos de
personas grandes, pero que se les podía endulzar sí se les buscaba la vuelta. En sus juegos y locuras preferían a los niños y los buscaban a como diera lugar, causando
por supuesto, la angustia de los papás porque sabían que cuando un niño
desaparecía era por causa de estos enanitos juguetones.
En mi niñez, en la era en que nos comunicábamos con
tunkules
y señales de humo, época en que aún se comían
tortillas hechas a mano, aún se conservaban intactas las tradiciones que
eran el alimento de la imaginación
infantil, en especial, aquellas historias sobre hechos sobrenaturales e
inexplicables que surgían en lluvias torrenciales de la boca desdentada de los viejos
sabuesos quienes nos llenaban de alucinaciones
a nuestras mentes y vivíamos cautivados cuando por las noches nos las pasábamos
en duermevela con esas agradables charlas
llenas de colorido y terror,
preferentemente, el tema de los aluxitos.
Los niños más sensibles no querían irse a dormir por miedo y los que no
pertenecían a la familia y que venían de lejos también a disfrutar de esas imaginaciones
tenían problemas para regresar a sus casas a menos que los acompañara una
persona mayor, pues sus cabecitas ya estaban a punto de reventar de miedo por
tantos relatos de espantos escuchados o preferían quedarse en la casa del
amigo.
De modo que si
no tuviste la fortuna de disfrutar estos excitantes relatos porque te haya tocado
vivir otra era en donde las tradiciones de los
viejos, desgraciadamente, se han ido
perdiendo por causa de los medios
de comunicación masiva como la enajenante televisión, no te
desanimes y aprovecha esta oportunidad que te ofrezco para que viajes junto a
mí y en radiografía descriptiva al mundo
de locuras y ensueños en donde estos simpáticos señoritos burlones son actores
principales.
Las personas que conocen a estos diablillos
aseguran que tienen el rostro de un niño y de apariencia ingenua, ¿ingenua?
quién sabe porque son sinvergüenzas ya que acostumbran a presentarse en cueros, es decir, completamente
desnudos en lugares en donde no son invitados. Por su tamaño se parecen a
aquellos diminutos habitantes de la isla de Líliput en la novela: “Los viajes de Gulliver” de Jonathan Swift”.
A pesar de su naturaleza microscópica les gusta
causar maldades de todos calibres, y no se les conmueve el corazón cuando ven
sufrir a sus víctimas dañados por sus crueldades. Son malos de por sí. Pero a
veces se portan muy bien con los campesinos pues los ayudan expulsar a los
ladrones que se meten en sus terrenos para llevarse el fruto de su trabajo. Los
asustan tirándoles piedras, les chiflan por todos lados, les gritan con
palabras que no se entienden pero que parecen insultos, en fin, al verse
acorralado sale corriendo pues ya comprendió que ese lugar tiene dueños
invisibles y sí se aferra a su objetivo ya sabe a lo que le tira.
Acostumbran a aparecerse a mediodía cuando el sol
está en el centro del cielo (cenit), en los cerros conocidos como cuyos
(lugar donde se encuentran vestigios arqueológicos), en sombríos solares
abandonados, en cuevas o en chultunes
(orificios en el subsuelo en forma de cántaro).
Viajan en un
medio de transporte fantástico y original que son los remolinos, así lo cuentan
los antepasados, que en su alrededor arrastran en giros acelerados basura, papeles, hojas secas y “vientos
malos” para la salud. Estos embudos
de aire, por lo regular, se forman en medio de los solares y cuando se dirigen
directamente a las viviendas, las viejas gritan asustadas:
__ ¡Je ku tal le X’ mozón i’k! akananesh palalesh que
en español significa: ¡Ahí viene el
viento malo! ¡Niños, corran y entren rápidamente a casa! ¡Ya se acerca
el remolino! ¡Entren si no quieren enfermarse! Sí los rapazuelos
no hacen caso de estas advertencias, los meten a casa y les recetan jiladas
explosivas de cintarazos.
La gente antigua creía que estas tolvaneras eran
transmisoras de diversas clases de enfermedades tales como la calentura, el
dolor de cabeza, la diarrea, los desmayos, la locura, etc. Cuando los mayores
se descuidaban y los niños eran envueltos en la turbulencia del remolino con
seguridad adquirían alguna enfermedad de las ya mencionadas. De nada valían los
conocimientos de la ciencia médica, pues estos males sólo podrían ser curados
por los hierbateros ( x’ men en lengua maya) que aún tienen el secreto para alejar a los malos espíritus que son reencarnaciones de los aluxitos.
Estos ratoncitos se apoderan de
los terrenos sin permiso del dueño, y éste tendrá que pagar su impuesto predial que
consiste en comidas y bebidas especiales enmarcadas en una ceremonia bajo la
guía de un curandero, pero si no cumple, entonces, se le castiga con enfermedades. Este ritual se
le conoce en la región como han li
kool y saakab
respectivamente; esta estrategia será el remedio certero que librará de los
malos
vientos a la familia. Nada más que esta práctica se deberá repetir
anualmente, sin interrupción alguna. Cualquier fallo ocasionaría peores males, por
ello será necesario seguir consintiendo a estos diablillos hasta dejarlos contentos y decidan en abandonar el predio por
cuenta propia y vayan en busca de otros mejores lugares para causar más dolores de cabeza. Cuando entran estas
langostas espirituales nadie los detiene en sus maldades.
Los campesinos conocen perfectamente el carácter de
estas criaturas, por eso no se atreven a enfrentarlos, prefieren estar de su
lado tratándolos con cuidado.
Cuando el labrador permanece por bastante tiempo en
el monte, se prepara de antemano para recibir a estos pequeños duendecillos.
Les llevan cigarros porque sabe que son fumadores y antes de acostarse a dormir deja en los
rincones y en el suelo cigarrillos para
evitar que le molesten sus sueños. Cuando amanece, aunque usted no lo crea,
aparecen desparramados por todos lados del jacal los cabos de cigarros; esta
acción habrá sido una prueba evidente de
que los geniecillos estuvieron ahí. El campesino,
que ya no existen, sonreirá de
satisfacción porque sabe que no será molestado durante el tiempo en que dure su
estancia en el campo…, desde luego, mientras no se le acabe el tabaco.
Así pues mi estimado lector, esas fueron las
características físicas y morales de los aluxitos y con base en ellas te voy a
contar la seductora historia de un caso muy comentado en mi época en donde un niño fue robado por
estos incorregibles chockys
americanos.
Cuando viene a mi mente estos recuerdos de mi niñez se me enchina todo el pellejo, que
ahora tengo más de la cuenta, debido a
la agitación que ocasionó este evento en un pueblo muy cerquita de aquí en donde todos se conocían; un
pueblo lleno de supersticiones y de duda
a los saberes de la ciencia. La gente prefería
seguir viviendo con las creencias de sus antepasados de que todo aquello
que no se puede explicar tiene mejor respuesta en lo increíble y eso les
gustaba para seguir caminando en este mundo de encantamiento y de ilusiones.
¿Ya estás listo? Entonces, acomódate en tu
banquillo, silla de paleta o el mismo suelo y disfruta esta historia.
Sin que sus padres se dieran cuenta aquel niño salió
de la casa y se fue al monte a leñar porque ese día su
padre enfermó y no había dinero para comprar alimentos. Nunca había ido solo,
siempre iba en compañía de su papá, pero en esta ocasión prefirió bastarse
asimismo, pues ya se consideraba un hombrecito hecho y derecho. Fue un viaje
sin regreso, pues se perdió en la
espesura del monte del mayab.
Amigos, padres y parientes se dieron a la tarea de
buscarlo, pero no encontraron la menor pista de su presencia, no obstante, que
entre los que apoyaban en la búsqueda había excelentes exploradores que
conocían al dedillo todos los rincones del bosque. Pero el niño se había desvanecido
por completo, parecía que se lo habían llevado los marcianos sí es que existen
como lo sugiere Ray Bradbury en Crónicas marcianas.
Hubo llantos a mares, desmayos, regaños a sí mismos,
desesperanza, letanías de recriminaciones entre todos y una que otras locuras
de parte de los familiares. Se recurrió a los adivina suertes, a todo tipo de hechizos,
barajas, sastunes que les permitieran conjurar la desventura, a las
gitanas que leían la mano, pero todo fue en vano. “Blas”, que así se llamaba el
mozalbete, no se asomaba por ningún lado. Como era natural los padres no se dieron
por vencido y menos se resignaban a
perder al hijo amado, el primogénito y único hijo. Así que la pérdida de aquel niño era una verdadera tragedia para
la familia de “Blas” que estuvo ausente durante cinco meses, sí cinco meses…Cuando
recuerdo aquel triste episodio de pueblo, me remito a la historia de lo que habrá sufrido Abraham (narrado en
Génesis de la biblia) cuando su Dios para ponerlo a prueba acerca de su amor
hacia él le ordenó sacrificar en hecatombe
a su único hijo, Isaac, que les llegó cuando ya eran demasiados viejos él y su
mujer.
En el aniversario de su desaparición ya se le
consideraba muerto. La familia dispuso
en su honor una serie de rosarios fúnebres para recordarlo. Mientras más
entretenidos estaban se apareció intempestivamente “Blas” como si hubiera brotado
del aire, como sí hubiera salido a dar un simple paseo de pocas horas. Así lo demostraba en sus gestos y actos. Venía
contento y su semblante todo coloreado por el calor del sol y la buena vida. Llegaba el hombrecito
convertido a semejanza de un cochinito
cebado. Conversaba con claridad y de corrido que no era su estilo, y con una sabiduría de hombre grande. Tal
parece que se le había adelantado la edad.
Después de la alegría causada por su milagrosa
presencia se le amontonaron cientos de preguntas que el niño no atinaba a
responder. Era la casa una torre de Babel en donde nadie se entendía. Se le tuvo
que llamar la atención a los asistentes para que callaran y preguntaran en
orden para que el resucitado les contara a cada metiche sus interrogaciones..
“Cuando me di cuenta — comenzó a narrar — que me
había perdido me ganó la desesperación y me puse a llorar. Quise calmarme poniendo
en orden mis sentidos, pero no pude. Perdí por completo la orientación por eso
no supe regresar a casa. No sé cuánto tiempo haya transcurrido. Cuando más angustiado
estaba aparecieron frente mí no sé de dónde unos niñitos desnudos que me
consolaron y me invitaron a jugar en sus casas para distraerme. En un principio
me resistí pues nunca los había visto, pero era tanta su insistencia y simpatía
que me convencieron para acompañarlos a
su ciudad.
Era una tierra llena de preciosas pirámides con
escaleras por algunos lados que no dudé en subirlas, ahí arriba pude ver
repartidas en la lejanía casas con techos de huano; bajé y me llevaron a ver
donde se abastecían de agua y vi un
tremendo hoyo y en el fondo, un cenote de aguas verdes y en la orilla un grupo
de viejos con el pelo largo, sucio y seca de sangre que se preparaban para
aventar al foso a una joven hermosa de huipil blanco y llena de collares de
concha de jade y oro. Me asusté y me contentaron al explicarme que era una
costumbre religiosa para pedirles a sus dioses la gracia de mejores dones para
que la tierra no dejara de producir el alimento maya que es el maíz. Luego me
invitaron a jugar en un campo de pelota, pero no como el que conocemos. Era un
campo rectangular en cuyos extremos se
habían instalados en las paredes unos aros de piedra caliza en donde se debían
meter una pelota maciza parecida al hule, pero sin usar las manos, sino con las
caderas, los muslos, los antebrazos o cualquier parte del cuerpo. Se protegían las
partes más delicadas con forros especiales
repletas de algodón para amortiguar los golpes de la pelota. Por la
noche con la ayuda de una antorcha continuamos con el paseo y me llevaron hasta
un edificio construido sobre un cerro.
Entramos y subimos la escalera de caracol hasta donde estaban unos viejecitos
de escasas barbas que manejaban un aparato de madera semejante a una araña que
movían por todos lados en dirección al cielo. Me explicaron que con ese
instrumento los sabios podrían pronosticar los tiempos exactos de la venida de
las lluvias para el cultivo de sus plantas. Luego nos fuimos a dormir en casa
de las Viejas que así le llamaban a un
edificio que le construyó un rey enano a su madre en recompensa por
haberle ayudado a derrotar a otro
soberano que no quería dejar el trono, pero que fue vencido en una serie de
apuestas.
Al otro día vi a unos señores de calzones que labraban
en piedras largas fijadas en el suelo unos símbolos que no pude entender. Los
aluxitos me explicaron que escribían los hechos más importantes de sus
gobernantes para darlos a conocer en el
futuro de la humanidad.
De tanto ver cosas inexplicable para mí, creo que
se me nubló el entendimiento que hasta olvidé por completo el problema en que había caído. El tiempo
pasó sin darme cuenta, no sé cuánto haya sido, pues en ese lugar los días son
horas, las horas, minutos, y los minutos, nada. Por eso me causa mucha extrañeza
su sufrimiento pues —sí no me equivoco— estuve fuera de casa unas pocas horas.
— ¡Eso crees tú recabrón! ¡Han pasado cinco…cinco
meses que nos hiciste sufrir— le
interrumpieron en coro todos los presentes y continuó:
—Jugué y paseé mucho hasta que me fastidié y cuando
lo notaron mis amigos intentaron variarme
la diversión. Les manifesté que no era esa la causa sino que quería
regresar a mi casa y no se negaron, pues creo que también ya los había cansado.
Antes de despedirnos me prometieron, si yo lo deseaba, que podrían regresar por
mí para enseñarme el avance de la
ciencia y la cultura de su pueblo o algún oficio que me permitiera vivir desahogadamente
para ayudar a mis papás. De la misma manrera me aseguraron que me podrían
convertir en un excelente hierbatero para curar toda clase de enfermedades
misteriosas o me obsequiarían el secreto
de la eterna juventud o la valentía y el arte para ser un gran torero de
cartel, no del montón. En fin, se comprometieron a muchas cosas, luego me
encaminaron directo hasta la puerta de la casa nada más que ustedes no los pudieron
ver, sólo los niños como yo, así son ellos. Fue de esta forma como pude
sobrevivir, si debo decirlo así, y regresar en tan corto tiempo contento y
lleno de salud gracias a la ayuda de esos buenos liliputienses”.
El público presente se sumió en un profundo
silencio ni el zumbido de moscas se escuchaba; la historia fantástica le había
mordido el alma de la incredulidad.
Más de pronto se rompió el éxtasis cuando una niña
gritó de repente:
— ¡Miren! ¡Miren! ¡Ahí están! ¡Ahí están los
aluxitos! ¡Nos están oyendo! Todos siguieron la dirección del dedo de la niña,
pero no vieron nada, sólo nada en donde no hay, nada…
Se fueron retirando aturdidos por la historia contada y en cadena la esparcieron
en todo el municipio.
A los
padres no les quedó más remedio que
celebrar en su solar el rito sagrado de los aluxes, pues en realidad se
olvidaron de su cumplimiento en ese año y las consecuencias fue el rapto de
Blas.
Así pues, mi estimado lector, estas creencias, de
por sí emocionantes ya se están olvidando o mejor dicho ya no se platican en el
presente siglo; a veces ni los abuelos se preocupan por conservar la llama del
imaginario infantil, ni tampoco la fomentan, ya sea por desgano o por la falta
de interés de los nietos, provocado por el enemigo número uno que es la
televisión que enajena la voluntad de los chiquillos. Es una lástima ya que
nuestra tierra es rica en tradiciones que no se podrán conservar, y que
conforman nuestra identidad local, estatal y nacional; ya pasado el tiempo no
quedará rastro de nada, y para nuestra desgracia heredaremos en su lugar una
serie de prácticas importadas y con olor a basura podrida.
Yo, sin embargo, sigo creyendo y fomentando, siempre, entre la gente que
estimo todas aquellas historias obsequiadas por los abuelos las cuales me
trasladan a otros mundos y me recuerdan mi niñez.
Yo sí creo en los aluxes, ¿y tú, mi amigo lector?
Esta
otra historia es corta, pero te va
gustar.
En mi infancia tenía un amigo llamado Luis Aké que
juntos practicábamos el beisbol en el barrio nuestro. Por motivos de estudio me
alejé de él y no regresé hasta que no obtuve la carrera que me da para vivir:
la carrera de maestro.
Ya pasados los años, un día se presenta ante mí el
padre de Luis que me ofrecía en venta su
casa. Le aclaré que por ser nuevo en el oficio no ganaba lo suficiente para
comprársela y me dio la solución:
— No se preocupe “Profe”
veo que tiene una bicicleta y una televisión, se las cambio por mi casa,
¿qué le parece?
No lo pensé dos veces y acepté. Pero antes quise saber los motivos de
aquella decisión, pues la casa tenía mucho más valor económico y me contestó:
— Se lo voy a decir, pero no vale arrepentirse del
trato que hicimos, ¿de acuerdo?
— De acuerdo — y prosiguió.
— Como se habrá dado cuenta ya mi hijo varón Luis ya
no vive. Se lo llevaron los aluxes.
— ¿Los aluxes? ¿Cómo está eso? ¡Cuénteme!
— Pues verá profesor, cada año le ofrecíamos un janlikol
al terreno que ya habitaban los aluxitos, pero fallamos una vez y ya ve
que nos pasó se nos murió Luis. Por más que luchamos para salvarlo, llevándolo
muchas veces con el doctor, pero no sanó. Cuando nos acordamos que era obra de
los dueños de la tierra ya no hubo remedio.
Por eso es que decidimos vender la casa, los recuerdos nos matan y no quisimos
sufrir de lo mismo con los hijos más chicos. Esa es la razón de la venta de mi
terreno; una lágrima furtiva saltó de sus cansados ojos que limpió con el dorso
de la mano, con la única mano que tenía; la otra, la perdió reventando
voladores en un gremio.
Cuando ocupamos la casa seguimos con los consejos del viejo vendedor y
le ofrecíamos a los aluxes abundantes
comidas y bebidas, pero un año fallamos y esperábamos el castigo a nuestro
descuido, pero no pasó nada, los aluxitos se habían cambiado de casa. Lo supe
cuando el vecino me conversó que sus niños veían seguido a unos niños que los
invitaban a jugar. Así que mi pobre vecino ya sabía del compromiso contraído y
qué debía hacer para que sus hijos no se enfermaran…
Y aún hay más historias de…
A mi nieta Jade le cayó una enfermedad que la puso al borde de la muerte.
Se le presentaba exactamente al mediodía una temperatura fuera de lo normal en
la planta de los pies y las palmas de las manos y una diarrea intermitente.
Había sido tratada por pediatras de la ciudad de Mérida y ninguno pudo sanarla. La abuela creyente en
enfermedades misteriosas de este tipo aseguró que no era trabajo de doctores,
sino de yerbateros. La sugerencia no cayó en saco roto y se acudió con un hechicero
en la ciudad de Hecelchakán, quien le
devolvió la salud íntegramente con sus brebajes y las famosas limpias de ruda en golpeteos por todo el cuerpo de la niña para
combatir a los duendecillos. Mi niña sanó.
Después la mamá, atando cabos se dio cuenta que cuando la niña salía a
jugar en el patio de la casa se ponía a conversar consigo misma, pero como es
la costumbre de los niños no le dio importancia
Pero a veces se dirigía a ella y le decía:
— Mamá bebé, bebe´…
— Sí hija, bebé le contestaba sólo por decir algo.
La verdad, era que la niña en realidad sí veía a esos aluxitos y que
vivían junto a ella.
En el patio del vecino había unos cuyos.
Andrés
Jesús González Kantún
Calkiní,
Campeche, 11 de febrero de 2011.