lunes, 30 de abril de 2012


LOS ALUXITOS
Andrés Jesús González Kantún



Amigo lector cuando eras niño quizá hayas oído, alguna vez, conversar a los abuelos y de gente amiga historias  de fantasmas relacionados con ciertos seres en miniatura — así como los muñequitos de tus juegos infantiles — que por sus travesuras y maldades causaban  el miedo entre la gente de aquella época, salvo si cumplían al pie de la letra con los caprichos de esos efrites mal intencionados (genios malosos mencionados en los cuentos de “Las mil y una noches”) que para mantenerlos quietecitos era necesario ofrecerles de comer y beber.  Estos pequeños chockys se les conocen como aluxitos.
A pesar de sus diabluras gozaban de cierta simpatía entre los campesinos quienes aseguraban que era posible  convivir en armonía con ellos, pues al fin y al cabo eran niños, aunque  en cuerpos de personas grandes, pero que se les podía endulzar sí se les buscaba la vuelta.  En sus  juegos y locuras preferían a los niños  y los buscaban a como diera lugar, causando por supuesto, la angustia de los papás porque sabían que cuando un niño desaparecía era por causa de estos enanitos juguetones.
En mi niñez, en la era en que nos comunicábamos con tunkules y señales de humo, época en que aún se comían  tortillas hechas a mano, aún se conservaban intactas las tradiciones que  eran el alimento de la imaginación infantil, en especial, aquellas historias sobre hechos sobrenaturales e inexplicables que surgían en lluvias torrenciales de la boca desdentada de los viejos sabuesos quienes nos  llenaban de alucinaciones a nuestras mentes y vivíamos cautivados cuando por las noches nos las pasábamos en  duermevela con esas agradables charlas llenas de  colorido y terror, preferentemente, el tema de los aluxitos. Los niños más sensibles no querían irse a dormir por miedo y los que no pertenecían a la familia y que venían de lejos también a disfrutar de esas imaginaciones tenían problemas para regresar a sus casas a menos que los acompañara una persona mayor, pues sus cabecitas ya estaban a punto de reventar de miedo por tantos relatos de espantos escuchados o preferían quedarse en la casa del amigo.
De modo que si  no tuviste la fortuna de disfrutar  estos excitantes relatos porque te haya tocado vivir   otra era en donde las tradiciones de los viejos, desgraciadamente,  se han ido perdiendo  por causa de los medios de  comunicación  masiva como la enajenante televisión, no te desanimes y aprovecha esta oportunidad que te ofrezco para que viajes junto a mí y  en radiografía descriptiva al mundo de locuras y ensueños en donde estos simpáticos señoritos burlones son actores principales. 
Las personas que conocen a estos diablillos aseguran que tienen el rostro de un niño y de apariencia ingenua, ¿ingenua? quién sabe porque son sinvergüenzas ya que acostumbran a presentarse  en cueros, es decir, completamente desnudos en lugares en donde no son invitados. Por su tamaño se parecen a aquellos diminutos habitantes de la isla de Líliput en la novela: “Los viajes de Gulliver” de Jonathan Swift”.
A pesar de su naturaleza microscópica les gusta causar maldades de todos calibres, y no se les conmueve el corazón cuando ven sufrir a sus víctimas dañados por sus crueldades. Son malos de por sí. Pero a veces se portan muy bien con los campesinos pues los ayudan expulsar a los ladrones que se meten en sus terrenos para llevarse el fruto de su trabajo. Los asustan tirándoles piedras, les chiflan por todos lados, les gritan con palabras que no se entienden pero que parecen insultos, en fin, al verse acorralado sale corriendo pues ya comprendió que ese lugar tiene dueños invisibles y sí se aferra a su objetivo ya sabe a lo que le tira.
Acostumbran a aparecerse a mediodía cuando el sol está en el centro del cielo (cenit), en los cerros conocidos como cuyos (lugar donde se encuentran vestigios arqueológicos), en sombríos solares abandonados, en cuevas o en chultunes (orificios en el subsuelo en forma de cántaro).
Viajan en  un medio de transporte fantástico y original que son los remolinos, así lo cuentan los antepasados, que en su alrededor arrastran en giros acelerados  basura, papeles, hojas secas y vientos malos” para la salud. Estos embudos de aire, por lo regular, se forman en medio de los solares y cuando se dirigen directamente a las viviendas, las viejas gritan asustadas:
__ ¡Je ku tal le X’ mozón i’k! akananesh palalesh que en español  significa: ¡Ahí viene el viento malo! ¡Niños, corran y entren rápidamente a casa! ¡Ya se acerca el remolino!  ¡Entren  si no quieren enfermarse! Sí los rapazuelos no hacen caso de estas advertencias, los meten a casa y les recetan   jiladas explosivas de cintarazos.
La gente antigua creía que estas tolvaneras eran transmisoras de diversas clases de enfermedades tales como la calentura, el dolor de cabeza, la diarrea, los desmayos, la locura, etc. Cuando los mayores se descuidaban y los niños eran envueltos en la turbulencia del remolino con seguridad adquirían alguna enfermedad de las ya mencionadas. De nada valían los conocimientos de la ciencia médica, pues estos males sólo podrían ser curados por los hierbateros ( x’ men en lengua maya) que aún tienen  el secreto para  alejar a los malos espíritus que son  reencarnaciones de los aluxitos.
Estos  ratoncitos se apoderan de los terrenos sin permiso  del dueño,  y éste tendrá que pagar su impuesto predial que consiste en comidas y bebidas especiales enmarcadas en una ceremonia bajo la guía de un curandero, pero si no cumple, entonces,  se le castiga con enfermedades. Este ritual se le conoce en la región como han li  kool y saakab respectivamente; esta estrategia será el remedio certero que librará de los malos vientos a la familia. Nada más que esta práctica se deberá repetir anualmente, sin interrupción alguna. Cualquier fallo ocasionaría peores males, por ello será necesario seguir consintiendo a estos diablillos hasta dejarlos  contentos y decidan en abandonar el predio por cuenta propia y vayan en busca de otros mejores lugares para causar  más dolores de cabeza. Cuando entran estas langostas espirituales nadie los detiene en sus maldades.
Los campesinos conocen perfectamente el carácter de estas criaturas, por eso no se atreven a enfrentarlos, prefieren estar de su lado tratándolos con cuidado.
Cuando el labrador permanece por bastante tiempo en el monte, se prepara de antemano para recibir a estos pequeños duendecillos. Les llevan cigarros porque sabe que son fumadores y  antes de acostarse a dormir deja en los rincones y en el suelo  cigarrillos para evitar que le molesten sus sueños. Cuando amanece, aunque usted no lo crea, aparecen desparramados por todos lados del jacal los cabos de cigarros; esta acción habrá sido  una prueba evidente de que los geniecillos estuvieron ahí.  El campesino, que ya no existen,  sonreirá de satisfacción porque sabe que no será molestado durante el tiempo en que dure su estancia en el campo…, desde luego, mientras no se le acabe el tabaco.
Así pues mi estimado lector, esas fueron las características físicas y morales de los aluxitos y con base en ellas te voy a contar la seductora historia de un caso muy comentado  en mi época en donde un niño fue robado por estos incorregibles chockys americanos.
Cuando viene a mi mente estos recuerdos de mi  niñez se me enchina todo el pellejo, que ahora tengo más de la cuenta,  debido a la agitación que ocasionó este evento en un pueblo muy cerquita  de aquí en donde todos se conocían; un pueblo  lleno de supersticiones y de duda a los saberes de la ciencia. La gente prefería  seguir viviendo con las creencias de sus antepasados de que todo aquello que no se puede explicar tiene mejor respuesta en lo increíble y eso les gustaba para seguir caminando en este mundo de encantamiento y de ilusiones.
¿Ya estás listo? Entonces, acomódate en tu banquillo, silla de paleta o el mismo suelo y disfruta esta  historia.
Sin que sus padres se dieran cuenta aquel niño salió  de la casa  y se fue al monte a leñar porque ese día su padre enfermó y no había dinero para comprar alimentos. Nunca había ido solo, siempre iba en compañía de su papá, pero en esta ocasión prefirió bastarse asimismo, pues ya se consideraba un hombrecito hecho y derecho. Fue un viaje sin regreso, pues se  perdió en la espesura del monte del mayab.
Amigos, padres y parientes se dieron a la tarea de buscarlo, pero no encontraron la menor pista de su presencia, no obstante, que entre los que apoyaban en la búsqueda había excelentes exploradores que conocían al dedillo todos los rincones del bosque. Pero el niño se había desvanecido por completo, parecía que se lo habían llevado los marcianos sí es que existen como lo sugiere Ray Bradbury en Crónicas marcianas.
Hubo llantos a mares, desmayos, regaños a sí mismos, desesperanza, letanías de recriminaciones entre todos y una que otras locuras de parte de los familiares. Se recurrió a los adivina suertes, a todo tipo de hechizos, barajas, sastunes que les permitieran conjurar la desventura, a las gitanas que leían la mano, pero todo fue en vano. “Blas”, que así se llamaba el mozalbete, no se asomaba por ningún lado. Como era natural los padres no se dieron  por vencido y menos se resignaban a perder al hijo amado, el primogénito y único hijo. Así que la pérdida  de aquel niño era una verdadera tragedia para la familia de “Blas” que estuvo ausente durante cinco meses, sí cinco meses…Cuando recuerdo aquel triste episodio de pueblo, me remito a la historia  de lo que habrá sufrido Abraham (narrado en Génesis de la biblia) cuando su Dios para ponerlo a prueba acerca de su amor hacia él le ordenó sacrificar en hecatombe a su único hijo, Isaac, que les llegó cuando ya eran demasiados viejos él y su mujer.
En el aniversario de su desaparición ya se le consideraba muerto. La familia  dispuso en su honor una serie de rosarios fúnebres para recordarlo. Mientras más entretenidos estaban se apareció intempestivamente “Blas” como si hubiera brotado del aire, como sí hubiera salido a dar un simple paseo de pocas horas. Así  lo demostraba en sus gestos y actos. Venía contento y su semblante todo coloreado por el calor del sol y  la buena vida. Llegaba el hombrecito convertido a semejanza de un cochinito cebado. Conversaba con claridad y de corrido que no era su estilo,  y con una sabiduría de hombre grande. Tal parece que se le había adelantado la edad.
Después de la alegría causada por su milagrosa presencia se le amontonaron cientos de preguntas que el niño no atinaba a responder. Era la casa una torre de Babel en donde nadie se entendía. Se le tuvo que llamar la atención a los asistentes para que callaran y preguntaran en orden para que el resucitado les contara a cada metiche  sus interrogaciones..
“Cuando me di cuenta — comenzó a narrar — que me había perdido me ganó la desesperación y me puse a llorar. Quise calmarme poniendo en orden mis sentidos, pero no pude. Perdí por completo la orientación por eso no supe regresar a casa. No sé cuánto tiempo haya transcurrido. Cuando más angustiado estaba aparecieron frente mí no sé de dónde unos niñitos desnudos que me consolaron y me invitaron a jugar en sus casas para distraerme. En un principio me resistí pues nunca los había visto, pero era tanta su insistencia y simpatía que  me convencieron para acompañarlos a su ciudad.
Era una tierra llena de preciosas pirámides con escaleras por algunos lados que no dudé en subirlas, ahí arriba pude ver repartidas en la lejanía casas con techos de huano; bajé y me llevaron a ver donde se abastecían de agua y vi  un tremendo hoyo y en el fondo, un cenote de aguas verdes y en la orilla un grupo de viejos con el pelo largo, sucio y seca de sangre que se preparaban para aventar al foso a una joven hermosa de huipil blanco y llena de collares de concha de jade y oro. Me asusté y me contentaron al explicarme que era una costumbre religiosa para pedirles a sus dioses la gracia de mejores dones para que la tierra no dejara de producir el alimento maya que es el maíz. Luego me invitaron a jugar en un campo de pelota, pero no como el que conocemos. Era un campo rectangular en cuyos  extremos se habían instalados en las paredes unos aros de piedra caliza en donde se debían meter una pelota maciza parecida al hule, pero sin usar las manos, sino con las caderas, los muslos, los antebrazos o cualquier parte del cuerpo. Se protegían las partes más delicadas con forros especiales  repletas de algodón para amortiguar los golpes de la pelota. Por la noche con la ayuda de una antorcha continuamos con el paseo y me llevaron hasta un edificio construido sobre  un cerro. Entramos y subimos la escalera de caracol hasta donde estaban unos viejecitos de escasas barbas que manejaban un aparato de madera semejante a una araña que movían por todos lados en dirección al cielo. Me explicaron que con ese instrumento los sabios podrían pronosticar los tiempos exactos de la venida de las lluvias para el cultivo de sus plantas. Luego nos fuimos a dormir en casa de las Viejas que así le llamaban a un  edificio que le construyó un rey enano a su madre en recompensa por haberle ayudado a derrotar  a otro soberano que no quería dejar el trono, pero que fue vencido en una serie de apuestas.
Al otro día vi a unos señores de calzones que labraban en piedras largas fijadas en el suelo unos símbolos que no pude entender. Los aluxitos me explicaron que escribían los hechos más importantes de sus gobernantes para darlos a conocer en el  futuro de la humanidad.
De tanto ver cosas inexplicable para mí, creo que se me nubló el entendimiento que hasta olvidé por completo  el problema en que había caído. El tiempo pasó sin darme cuenta, no sé cuánto haya sido, pues en ese lugar los días son horas, las horas, minutos, y los minutos, nada. Por eso me causa mucha extrañeza su sufrimiento pues —sí no me equivoco—  estuve fuera de casa unas pocas  horas.
     ¡Eso crees tú recabrón! ¡Han pasado cinco…cinco meses  que nos hiciste sufrir— le interrumpieron en coro todos los presentes y continuó:
—Jugué y paseé mucho hasta que me fastidié y cuando lo notaron mis amigos intentaron variarme  la diversión. Les manifesté que no era esa la causa sino que quería regresar a mi casa y no se negaron, pues creo que también ya los había cansado. Antes de despedirnos me prometieron, si yo lo deseaba, que podrían regresar por mí para enseñarme el avance  de la ciencia y la cultura de su pueblo o algún oficio que me permitiera vivir desahogadamente para ayudar a mis papás. De la misma manrera me aseguraron que me podrían convertir en un excelente hierbatero para curar toda clase de enfermedades misteriosas o me obsequiarían  el secreto de la eterna juventud o la valentía y el arte para ser un gran torero de cartel, no del montón. En fin, se comprometieron a muchas cosas, luego me encaminaron directo hasta la puerta de la casa nada más que ustedes no los pudieron ver, sólo los niños como yo, así son ellos. Fue de esta forma como pude sobrevivir, si debo decirlo así, y regresar en tan corto tiempo contento y lleno de salud gracias a la ayuda de esos buenos liliputienses”.
El público presente se sumió en un profundo silencio ni el zumbido de moscas se escuchaba; la historia fantástica le había mordido el alma de la incredulidad.
Más de pronto se rompió el éxtasis cuando una niña gritó de repente:
     ¡Miren! ¡Miren! ¡Ahí están! ¡Ahí están los aluxitos! ¡Nos están oyendo! Todos siguieron la dirección del dedo de la niña, pero no vieron nada, sólo nada en donde no hay, nada…
Se fueron retirando aturdidos por la historia contada y en cadena la esparcieron en todo el municipio.
A los padres  no les quedó más remedio que celebrar en su solar el rito sagrado de los aluxes, pues en realidad se olvidaron de su cumplimiento en ese año y las consecuencias fue el rapto de Blas.
Así pues, mi estimado lector, estas creencias, de por sí emocionantes ya se están olvidando o mejor dicho ya no se platican en el presente siglo; a veces ni los abuelos se preocupan por conservar la llama del imaginario infantil, ni tampoco la fomentan, ya sea por desgano o por la falta de interés de los nietos, provocado por el enemigo número uno que es la televisión que enajena la voluntad de los chiquillos. Es una lástima ya que nuestra tierra es rica en tradiciones que no se podrán conservar, y que conforman nuestra identidad local, estatal y nacional; ya pasado el tiempo no quedará rastro de nada, y para nuestra desgracia heredaremos en su lugar una serie de prácticas importadas y con olor a basura podrida.
Yo, sin embargo, sigo creyendo y  fomentando, siempre, entre la gente que estimo todas aquellas historias obsequiadas por los abuelos las cuales me trasladan a otros mundos y me recuerdan mi niñez.
Yo sí creo en los aluxes, ¿y tú, mi amigo lector?

Esta otra historia es corta, pero te va  gustar.
En mi infancia tenía un amigo llamado Luis Aké que juntos practicábamos el beisbol en el barrio nuestro. Por motivos de estudio me alejé de él y no regresé hasta que no obtuve la carrera que me da para vivir: la carrera de maestro.
Ya pasados los años, un día se presenta ante mí el padre de Luis que me ofrecía en venta  su casa. Le aclaré que por ser nuevo en el oficio no ganaba lo suficiente para comprársela y me dio la solución:
     No se preocupe “Profe” veo que tiene una bicicleta y una televisión, se las cambio por mi casa, ¿qué le parece?
No lo pensé dos veces y acepté. Pero antes quise saber los motivos de aquella decisión, pues la casa tenía mucho más valor económico y me contestó:
     Se lo voy a decir, pero no vale arrepentirse del trato que hicimos, ¿de acuerdo?
     De acuerdo — y prosiguió.
     Como se habrá dado cuenta ya mi hijo varón Luis ya no vive. Se lo llevaron los aluxes.
     ¿Los aluxes? ¿Cómo está eso? ¡Cuénteme!
     Pues verá profesor, cada año le ofrecíamos un janlikol al terreno que ya habitaban los aluxitos, pero fallamos una vez y ya ve que nos pasó se nos murió Luis. Por más que luchamos para salvarlo, llevándolo muchas veces con el doctor, pero no sanó. Cuando nos acordamos que era obra de los dueños de la tierra ya no hubo remedio.
Por eso es que decidimos vender la casa, los recuerdos nos matan y no quisimos sufrir de lo mismo con los hijos más chicos. Esa es la razón de la venta de mi terreno; una lágrima furtiva saltó de sus cansados ojos que limpió con el dorso de la mano, con la única mano que tenía; la otra, la perdió reventando voladores en un gremio.
Cuando ocupamos la casa seguimos con los consejos del viejo vendedor y le ofrecíamos a los aluxes  abundantes comidas y bebidas, pero un año fallamos y esperábamos el castigo a nuestro descuido, pero no pasó nada, los aluxitos se habían cambiado de casa. Lo supe cuando el vecino me conversó que sus niños veían seguido a unos niños que los invitaban a jugar. Así que mi pobre vecino ya sabía del compromiso contraído y qué debía hacer para que sus hijos no se enfermaran…

Y aún hay más historias de…
A mi nieta Jade le cayó una enfermedad que la puso al borde de la muerte. Se le presentaba exactamente al mediodía una temperatura fuera de lo normal en la planta de los pies y las palmas de las manos y una diarrea intermitente. Había sido tratada por pediatras de la ciudad de Mérida  y ninguno  pudo sanarla. La abuela creyente en enfermedades misteriosas de este tipo aseguró que no era trabajo de doctores, sino de yerbateros. La sugerencia no cayó en saco roto y se acudió con un hechicero  en la ciudad de Hecelchakán, quien le devolvió la salud íntegramente con sus brebajes y las famosas limpias de ruda en golpeteos   por todo el cuerpo de la niña para combatir a los duendecillos. Mi niña sanó.
Después la mamá, atando cabos se dio cuenta que cuando la niña salía a jugar en el patio de la casa se ponía a conversar consigo misma, pero como es la costumbre de los niños no le dio importancia
Pero a veces se dirigía a ella y le decía:
     Mamá bebé, bebe´…
     Sí hija, bebé le contestaba sólo por decir algo.
La verdad, era que la niña en realidad sí veía a esos aluxitos y que vivían junto a ella.
En el patio del vecino había unos cuyos.

Andrés Jesús González Kantún
Calkiní, Campeche, 11 de febrero de 2011.





OFELIA

Bécal, Calkiní, Camp., 29 de noviembre de 1999.



Doña Ofelia cayó nuevamente enferma, me lo comunicó urgentemente mi cuñado Pablo, desde el pueblo de los sombreros de jipi y palma, Bécal. Sin pensarlo mucho, mi esposa y yo acudimos presurosos al angustioso llamado de la sangre con una idea fija,  irrevocable: de trasladarla de inmediato a la clínica del ISSSTE en la ciudad de Mérida, Yucatán,  pues el caso así lo demandaba.
Abrí la reja, atravesando el empedrado que se comunica  con la casa  y entré presuroso a la sala de carcomidas paredes. Ahí la encontré lindamente arreglada sentada en un mueble informe con las pretendidas funciones de una silla: la frente rotundamente amplia; los lóbulos de la nariz, dilatándose a cada instante por la zozobra del momento; el pelo negro aún, brillante y alisado en pequeñas ondulaciones y en la nuca, con el remate de la aún espesa cabellera, una enorme madeja  adornada por una peineta de carey, regalo de su único yerno consentido; los ojos dos pedazos de carbón, pulidos por la noche, habían sido  en vida dos gacelas fugitivas que no miran de frente, y en las orejas, colgaban dos dorados  y larguísimos aretes de filigrana ofrecida como obsequio de boda a su hija, pero  no fueron  aceptados. Vestía un huipil de algodón con cenefas  anchas y policromas en el cuadrilongo del cuello y en la parte baja,  en su regazo, los dedos jugueteaban nerviosamente,  anunciando, tal vez, la angustia   tanto tiempo reprimido por el destino incierto que le espera.  Frente a ella, un altar adornado de flores de la región, y en medio una veladora votiva a su santo de su preferencia: un Niño de Atocha. Al pie del mueble, un incensario cuyas volutas azuladas y perfumadas empapaban de cierta santidad el ambiente lúgubre.
Cuando me vio aparecer (mi esposa esperaba en el carro, no tenía la fuerza de ánimo para mirarla),  se le transfiguró el rostro en una  radiante  estrella, apagándose instantáneamente en un rictus de dolor y llanto para anunciarme, con palabras entrecortadas, en lengua maya (no hablaba el español):
─ ¡Hijo, presiento que se  acerca el final de mi vida y me duele mucho! ¡Ya no aguanto más! ¿Por qué yo?  ¿Por qué Dios me castiga de esta forma?  ¿Habré sido mala con la gente?
Aturdido por aquellas inesperadas exclamaciones de pesar,  no supe  controlar mi aparente serenidad y me acerqué a ella, sin pronunciar palabra alguna, porque se me había atragantado  el alma y la fortalecí, dándole algunas palmadas en la espalda. Sabía perfectamente que Ofelia había sido una mujer buena, porque lo había demostrado en múltiples ocasiones cuando acudían a ella,  ya sea por un apoyo económico o por el servicio de sus dotes como curandera folclórica. Era una  samaritana por naturaleza. Reflexioné  en el ineludible final de su destino, aunque deseaba de todo corazón  que el arcano desviara su barca  y le diera  la oportunidad de vivir más tiempo,  pues ella, a decir verdad,  no era muy vieja, pero sí desgastada físicamente por el excesivo trabajo  y por los dolores de cabeza causados por sus hijos predilectos: Pablo, Néstor y Antonio. Sin embargo, nada se podía remediar, pues ya estaba sentenciada  a  morir tempranamente.
Ya de regreso a Bécal se le animó  a que viniera a vivir en la casa de su única hija (en Calkiní) para alejarla de sus preocupaciones y del trabajo, que ya era una obsesión natural en ella. Aceptó la invitación, aunque no pareció mejorar en salud, por el contrario, cada día se ponía peor. Se le había recomendado una dieta rigurosa, que no respetó. Quizá era un pretexto para regresar a su casa para  que pudiera seguir disfrutando  de  sus angelitos, que no la vigilaban  en el cuidado de su alimentación.
Desde que conozco a doña Ofelia no la he identificado más que por su trabajo. No ha tenido un instante de descanso, debido a su exagerado amor maternal hacia sus hijos varones para darles de  todo. No obstante, que éstos  ya estaban casados, pero seguían bajo las alas protectoras de la madre. Habían olvidado que la responsabilidad de la subsistencia era de ellos más no de la madre, pero les valía gorro. Vivían, haraganeando como parásitos, a expensas de Ofelia y ésta ni rezongaba, al contrario, la alegría se le escapaba,  a chorros,  de la piel con esa situación de matriarcado, sin los hijos varones la vida no le sabía a nada.
En parte, ella Ofelia, tuvo la culpa, pues nunca se preocupó en vigilar la educación de sus hijos y los consintió en demasía,  dándoles todo hasta lo que no  querían, y éstos, en cambio, puro dolor de cabeza. Prefirieron dedicarse al ocio, el cual les trajo  distracciones malsanas. Cuando contrajeron matrimonio no supieron bastarse así mismos y tuvieron la necesidad de  amontonarse  en casa de la matrona,  y con la carga extra de los nietos.
 Siempre fueron el orgullo de aquella madre que, en su mundo de ignorancia, nunca supo analizar lo que estaba creando, pues esa aparente ayuda, dada a los hijos, era una sentencia a una vida estéril y de indefensión   que se hubiera resuelto  con tan solo  supervisarlos en el cumplimiento del estudio.  Nunca  les  exigió.
Vivía encerrada herméticamente en su mundo y había olvidado, como madre, de otro compromiso esencial: atender a otro  ser que también tenía derecho, pero por pertenecer al sexo femenino no se preocupó en darle a ésta lo que  los otros rechazaban: el estudio. Y prefirió embarcarla en su rutina de  maratónico trabajo, aunque no con el trato de una madre amorosa y tierna, sino a punto de lancetazos orales y golpes físicos por donde le cayera a la niña, sólo con el propósito de satisfacer a los privilegiados varones. Aquella  hija era el fruto de un  primer matrimonio fracasado, tal vez por ese detalle de frustración prefirió volcar sus preferencias en los hijos.
Sin embargo, aquella  niña, a quien se le negó el privilegio de las letras, se forjó bien  con  la virtud de la responsabilidad y el trabajo , y supo aprovecharlos dándole  a sus hijos  una carrera profesional.
De hecho heredó la madre a su hija, aunque no en buena forma, la obsesión por el esfuerzo, que  se le ha convertido en una compulsión   que si no la modera, puede trastocar gravemente su salud como lo acontecido con su progenitora.
A veces se le suele  asustar  diciéndole:
─ Si sigues con ese exagerado amor al trabajo no tardarás en este mundo.
¡Me vale! ─ contesta como siempre
Nunca se le ha visto tomar la siesta, tal parece que ha nacido para trabajar y  el trabajo no le sirve para vivir.
Ese apremio por la actividad  le ha agriado el carácter y no mide, a veces, parentesco,  espacio ni tiempo para conducirse con mesura, ocasionando con su actitud intemperante espectáculos incómodos.
Algunas veces, inconscientemente, se revuelve en contra de su madre quizá por la forma en que fue tratada en su niñez. Y para endulzarla, yo le recito:
“Lilí,  ensuaviza tu carácter hacia tú madre, no te desquites por lo del ayer que te aman. No más bilis ni trabajo  si quieres disfrutar el resto de tu vida,  y menos con aquellas personas ya que no tuvieron ninguna culpa de tus desazones cuando eras niña”.
Pero el tiempo le ha enseñado a atemperar  el carácter, es un decir,  y ahora, ya es una persona diferente, porque se le tuvo que aconsejar que iba en contra de su salud   si persistía con esa  Nada más que ahora se ha convertido en una persona hipocondríaca.
Finalmente, doña Ofelia dejó de existir el 15 de marzo de 2003 en la clínica del ISSSTE. Y murió en un estado lúcido, después de una vaciada de intestinos presagio del final, en brazos de su única hija sin la presencia de los hermanos, porque así lo quiso,  le dirigió estas conmovedoras palabras:
─ ¡Hija, no te asustes por lo que veas, ha llegado la hora! ¡Sí la hora…!
La invitó a sentarse junto a ella en la orilla de la cama.
— ¡Siento que me asfixio!
Quiso inhalar más aire. No lo encontraron sus pulmones.
Lo poco que pudo aspirar, se  le fue en una exhalación de angustioso final. Con palabras entrecortadas  logro balbucir:
¡Tómame en tus brazos, hija, para fortalecer mi espíritu y el último favor: te encargo a tus hermanos!  Hasta hoy siguen siendo piedras, no las pudo refrenar.

Y dobló tiernamente la cabeza. El reloj de la vida le atoró el último aliento.
Este escrito  ha sido el relato de una mujer que fue sobreprotectora, samaritana  con el prójimo y curandera efectiva de niños aquejados del mal de ojos,  que a pesar del error cometido en no  haber tenido el tino de conducir a sus hijos por la senda correcta, irradió amor a borbollones en  las personas que se le acercaron y en especial, con su yerno Andrés.

Descanse en paz, doña Ofelia Herrera.

















                      

Víctor Díaz, El “Chavalillo y el “Samuráis”


Todo ya está listo para comenzar. Son las 16:30 horas y el  “Chavalillo” y su cuadrilla  yucateca esperan atentos en la puerta del ruedo la llamada del clarín. El “Chavalillo”, sin mediar palabras con sus compañeros, se aparta sigilosamente del grupo para dirigirse hasta un árbol de roble en donde se encuentra sujeto un descomunal toro enmascarado que sopla y resopla cuando advierte su presencia. El diestro observa al animal con detenimiento, lo reconoce y exclama con voz encabronada que provoca el sobresalto de  un grupo de mirones:
 ¡Me lo imaginaba! ¡Otra vez! ¡Uta madre! ¡Es el pinche “Samuráis”! ¡Qué chinga! ¡Ni modo, me  tendré que jugar la vida de nueva cuenta! ¡Ni pedo!
El “Samuráis” había sido  toreado en infinidad de fiestas de pueblo con resultados fatales, por eso el torero se sintió estremecido al  identificarlo. Tenía una bien ganada fama de asesino. Las muescas se le notaban  en sus descomunales y puntiagudas cornamentas.
Se escucha el ronco clarín y los toreros se aprestan a entrar; es el paseíllo de rigor,  es el acto más atractivo y vistoso en el inicio de una fiesta brava,  perderse esta gloria es como si le arrancaran a uno  el alma en pedazos, más si se es mujer por la apostura  de los actores.
En el centro del ruedo, fijado sobre el piso, sobresale un escamoso tronco de huano. En él se sujetará al toro  y luego se le dejará libre para jugar con la vida o la muerte  con su eterno burlador que es el hombre.
Ahí entra el “Samuráis”. Lo traen los hermanos González: “Perucho”, “Huelús”, “D ‘zuds”, “¨P’ eex” y un agregado, el “Pelón Tuz”.´
 El toro  viene  aprisionado en una maraña de tensas cuerdas vaqueras.  Se asoma a paso lento, y con el rostro enfundado en un antifaz de pita de fibra de henequén. Por su peligrosidad  no se le ha permitido  ver a nadie, pero tiene la libertad de saborear en el ambiente el miedo que causa su impresionante figura,  él está acostumbrado a producir sensaciones terroríficas y más si se trata del hombre.
Se le sujeta en el madero a través de una serie de cadenetas. Le ciñen en el formidable cuello una relumbrante y ancha cinta roja y le cinchan la panza con una soga nueva y áspera para convertirlo en un gran saltarín o en un  jijo de la chingada, es decir, exprimirle el coraje para convertirlo en un temible contrincante.
¡Suelten al toro! ¡Suelten al toro! ¡Suelten al toro! Anuncia la trompeta, y se afloja la costura, y la máscara cae perezosamente al suelo como una hoja seca en el estío, y se levanta la soberbia testuz. Ahora comienza la danza de la muerte. Un pie adelante, luego el otro; retrocede dos, tres pasos; agacha la cabeza, la levanta retadoramente sobresaliendo su enorme cogote;  gira el cuerpo por completo, araña nuevamente el piso; el polvo oscurece la visión… muge demoníacamente el burel y de sus belfos hierve   un tsunami de saliva. El “Samuráis”  ya está listo para el combate. Al “Chavalillo”  se le encrespa la piel, se le templa el ánimo, se le engarruña el alma… Se sosiega de nuevo, se le expanden o se le contraen los cojones en una sucesión instintiva e interminable, también ya está listo para el combate.
El gentío explota de alegría,  juega  con la  palabra chusca y  altisonante que son los ingredientes vitales en esa clase de fiestas. Fiesta única de mi barrio.
Y otra vez el toro. Muge encorajinado, reta, retrocede, patalea, inclina y levanta la rizada y arrogante cabeza muchas veces para tomar fuerza o para amedrentar.  Y el torero lo reta, saliendo decidido a enfrentarlo  como dos buenos titanes personificados en David y Goliat. Ambos gladiadores se miran a lo cabrón, juegan a ver quién domina a quien:
─ ¡Hei toro! ¡Hei toro! ¡Hei toro, aquí estoy! ─ arremete  el matador.
El inminente encuentro se produce, y el toro bebe glotonamente un tinaco de aire y lo expele en un estruendo de coraje, mientras la capa se despliega en un rizoso abanico de un rojo encendido, y luego entra al juego el capote en donde el toro  no encuentra ningún blanco. Los insultos, cobija del torero para amortiguar el miedo, arrecian también.
    ¡Hei “Bonito”! ¡Aquí estoy! ¡Ven! ¡Acércate, jijo de la chingada!
El torero se suelta, el toro y la música también; las palmas se dejan caer en el tendido en un eco que no termina. La exhibición de gallardía  y trapío se funden en el crisol de la fiesta brava.
Y  al final de cuentas, como viejos amigos, los dos gladiadores se dan la mano.  “¡Gracias a Dios!”
 Al  “Samuráis” lo habían traído de Ticul, Yucatán por un paisano avecindado en ese lugar, Ramón Ucán (RIP) quien  lo  había prometido desde mucho tiempo atrás; hasta que cumplió y de qué manera.
Ahora las corridas de toros comienzan casi a las 19:00 horas por la llegada del progreso: ya se cuenta con  reflectores en el ruedo y lámparas mercuriales en la periferia. 

El pozo “Isabel"


En una dejada un triciclero,  fácil de palabra, me fue deshojando en el camino rumbo a mi casa una historia misteriosa   que me pareció muy interesante. Le rogué que fuéramos a vuelta de rueda para que terminara su relato. 
Secándose con el dedo índice el agua salada   que le resbalaba por la mofletuda mejilla  comenzó:
En Kilakán en la calle  28      por  la 25 y 23       existe, casi en medio de la calle, una poza comunal con un pretil de piedras labradas que dejó de funcionar por causa del agua entubada que vino a suplir el agua de pozo.  Ese pozo tiene algo qué contarnos, y qué relato.
Por ese rumbo, hace muchos katunes, vivía una guapa mujer como una luna llena humedecida con el rocío del cielo  en una noche de octubre. Era tan bonita que era buscada sin cesar por muchísimos pretendientes que  no se terminarían de contar con los dedos. Se sabía bella y deseada  por aquellos corazones rodantes, por eso le gustaba jugar a las cartas con las ilusiones  de muchos de ellos a quienes ni siquiera se dignaba en obsequiarles una mirada de aquellos  ojos tornasolados como lo que se fragua en el chapaleo del aceite con el agua.  Cierto hubo uno que le gustaba mucho, pero sabía muy bien el momento en que le debía entregar el corazón, mientras tanto lo traía como a un equilibrista en una cuerda floja, atravesando las cataratas del Niágara.
De aquel pozo del que se habla no existía aún y fue el culpable de esta historia de amor calkiniense. Aquella linda moza acarreaba  el agua a tres cuadras de donde vivía, ¿un sacrificio? Puede que sí, pero a ella no le pesaba porque sabía que de ese modo, además de sus cántaros cargadas de agua, también  los llenaba  con el juego erótico con aquellos abejorros alborotados que esperanzas les  daba a borbotones.
Mientras más arreciaba el acoso  de los mil moscardones, más feliz se sentía al saberse admirada. Un día cayó de quién sabe dónde un nuevo abejón competidor. Era alto, bien plantado,  con característica de forastero por el modo de hablar. La bonita también se fijó en él  y empezó el bailoteo del amor, cual si fuera la danza de un pavo real al acecho de su hembra.
Como toda mujer pudorosa y  acomedida (al principio), esperó con serenidad los primeras arremetidas, recibiéndoles con galanos esquivos a la manera de un torero consumado. Hasta que por fin saltaron con reservas las primeras palabras  entre los dos:
 —Señorita, desde hace varios días, sin que usted se percatara de mi presencia, “eso creía él, pero si supiera…”,  he estado observando el esfuerzo que le causa traer agua desde muy lejos y me causa mucha pena su sacrificio. Si usted no lo toma a mal me gustaría ayudarla.
La coraza femenina, apenas se emocionó, ¿cómo iba a aceptar así de pronto una ayuda de un desconocido y menos si parecía ser de otro lugar?
Permítame presentarme, mi nombre es Juan y soy de Calkní, nada más que hace tiempo emigré con mi familia a Catemaco Ver.,  por una oportunidad de trabajo que se le ofreció a mi padre. Pero ya estoy de vuelta y pienso establecerme aquí, instalando en el mercado  un negocio de medicina tradicional.
La muchacha, con la cercanía del joven, sintió en la nuca un gusanito que se le subía y se le bajaba desde la cabeza hasta la punta de los pies  encendiéndola toda, y a la vez, un cierto escalofrío como en una mañana de mucho heladez,  tal vez era la señal del amor verdadero esperado hace tiempo o, ¿acaso no así se  anuncia el amor?
Sobreponiéndose a esa exquisita sensación de hormigueo, la concha de nácar morena abrió una rendija de esperanza:
  Muy bien, ¿y en qué consiste el apoyo? ¿A cargar los cántaros? ¿A construirme un pozo en mi terreno? contestaba arisca la desconsiderada.
Aunque se burle de mí, algo por el estilo.
¿Me ayudará en qué? ¿A ver dígame?
  Aunque usted no lo crea, le voy a perforar en un día un pozo, enfrente de su casa con un hermoso brocal de piedras labradas y su soga, carrillo, cubeta y garabato.  ¿Qué le parece?
  ¡Ajá! Muy bien, muy bien conque un pozo en un día y con  un brocal y con todo,  está usted reloco, un pozo… ja, me muero de risa, ja ja ¿Y por qué no en mi patio? Seguía jugando
La gente también lo necesita.
  Un pozo y en un día repetía la condenada coqueta.
Se lo aseguro.
Incrédula la muchacha le dio groseramente la espalda y se metió en su casa, mientras el joven le gritaba:
¡Un pozo, verá usted! ¡Un pozo…! ¡Se lo aseguro!
Al día siguiente la chica se preparó para su rutina, pero  al salir de su casa quedó boquiabierta: frente a su casa, lucía un pozo con brocal de piedras relucientes y encuadradas, nuevo carrillo y sogas… y ambiente…
¡Madre de mi alma esto no puede ser, seguramente es obra del diablo! “Más o menos, alguien musitó en forma misteriosa  como en un eco que se fue desvaneciendo poco a poco en el viento de la mañana”
La joven de cobre, todavía incrédula,  conversó a sus padres la plática del día anterior y no le creían. El joven extraño no volvió jamás, así como llegó así se fue, ¿y la tienda de medicina herbolaria? Puro cuento. Mientras el corazón palpitaba sin ton ni son. La ilusión femenil desapareció para siempre.
El pozo fue aprovechado por la comunidad, aunque la chica amada  murió misteriosamente a los días siguientes. ¿Habrá sido por un amor inconcluso? ¿Habrá sido la mano del diablo que quiso jugar con la chica? Nadie lo supo, puras conjeturas como siempre.
Cuentan las viejas lenguas que dentro de ese pozo a veces se escuchan  murmullos y burbujeo de agua como queriendo salir.
Amigo lector, si quiere usted conocerlo dele gusto a su curiosidad y vaya a la dirección antepuesta. Vale la pena  conocer el pozo Isabel.
El triclero concluyó, y yo embobado bajé, trastrabillando  con dirección a mi casa. Iba con el pensamiento, revoloteando de suposiciones por aquel relato tan original que me indujo a trasladarlo en la expresión escrita, ¿habrá sucedido en realidad o fue un invento de aquel bohemio trabajador? ¡Sepa la bola! Pero estoy seguro, amigo lector, que   esta lectura  le habrá  cimbrado las fibras más sensibles de su ser como me sucedió cuando me la contaron.
 


ENANOS Y GIGANTES
Cantar 10



Oye mi pequeño lector, te quiero platicar una historia de espanto que me contó mi madre cuando apenas era un niño de mocos e inquietudes. Me platicaba que antes  que aparecieran sobre la tierra del mayab los primeros  hombres de maíz ya se paseaban sobre ella  unos seres gigantes   llamados Hua-paach’ oob quienes se divertían como el gato y el  ratón con  las personas   que por las noches se encontraban  en el camino   cuando regresaban  de paseo. Estos monstruos  separaban  las piernas para invitar al desvelado a traspasarlas  y darle la oportunidad para escaparse. Si este pobre hombre no se animaba entonces retrocedía y optaba por regresar  por el rumbo contrario para salvarse, pero para su mala suerte  antes de alcanzar la meta  deseada ya se hallaba de nuevo el gigantón de manera que no tenía más opción  que pasar por debajo del túnel de  sus piernas que se cerraban con fuerza para  destriparlo.
Ya de grande cuando tuve la oportunidad de leer la misma leyenda en un libro llamado: Los Cantares de Dzitbalché  quedé boquiabierto por la semejanza, casi completa, en su contenido con la que la que me había contado mi mamá. Por ejemplo los gigantes del  libro poseían siete cabezas y siempre  impedían el paso  a los humanos para hacerles una pregunta difícil que debería ser respondida con acierto sí  querían sobrevivir, en caso contrario, eran devorados. Pero llegó un día en que un joven héroe maya logró adivinar la respuesta a la pregunta y los hombres montañas desaparecieron para siempre de la faz de la tierra. En su lugar aparecieron unos hombres enanos y jorobados  conocidos como ppuz (oob) que también desaparecieron porque se portaron mal con los hombres.
Cuentan los abuelitos que tanto los hombres gigantes como los enanos poseían poderes asombrosos pues levantaban objetos pesados solamente con la fuerza del pensamiento. A ellos se les debe la construcción de las maravillosas ciudades mayas.
Sí algún día, mi pequeño amigo,  reaparecieran estos monstruos enormes en la tierra nuestra y te encontraras con alguno, no te asustes e intenta   resolver lo que te pregunten si quieres salvarte y eso lo lograrás únicamente a través del estudio.



El CHO´N
(El zopilote)
Andrés J. González Kantún

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El zopilote es un ave sentenciado a la extinción debido a la falta de un lugar apropiado para vivir que son los montes que poco a poco van desapareciendo por la mano ambiciosa del hombre en la construcción de un sin fin de aparatos para su beneficio personal o de negocios.
El zopilote, despreciado por su color de viuda eterna, apoya en la labor de limpieza en el medio, evitando la propagación de enfermedades contagiosas y plagas malhechoras al consumir como alimento animales muertos que pudieran alterar el equilibrio ecológico.
A diferencia de las aves de rapiña,  el zopilote por carecer de garras no puede sostener sus alimentos en el  vuelo por ello  desprende con sus macizos picos pedazos de carne  fresca o putrefacta que traga y luego regurgita (vomita) para llevárselas  a sus  polluelos.
Son iconos de la inmundicia. Tienen el iris de miel y la  pupila de pimienta, y además una mirada de gran señor y con un  rostro enfundado en un antifaz de malla grisácea y corrugada colmada de remedos de gusanos (carúncula)   que empata con un plumaje negrísimo, al principio erizado,  y luego pulido con el rocío de la mañana y áspero que destila mal olor  por el contacto con la carroña.
Son ariscos por naturaleza, sí uno se les acerca  corren en caricaturescos saltitos  con las alas extendidas para agarrar fuerza y levantar el vuelo y perderse en la inmensidad del firmamento hasta convertirse en puntitos negros. Desde ahí se duermen en suaves giros de trazos invisibles, interminables, vislumbrando la orografía terrestre, que por la enorme altura les permite abarcar grandes espacios, para identificar  a sus futuras víctimas ya victimadas. Cuando descubren sus afanes, en competencia, bajan en supersónicos cohetes para repartirse en trozos el maná (para ellos) encontrado con el arma que natura les ha brindado, un pico curvo, aceitoso y afilado por el cual cuelgan hilillos de alimento después de la comilona.
Yo no he conocido un ave más desagradable que el encarnado en un zopilote, pero viéndolo de otra manera es un ángel caído del cielo para derrochar venturas en la salud de los humanos. Humanos inconscientes que no velan por la protección de estas avecillas inofensivas, discriminadas por el color de su plumaje y su natural modo de supervivencia.
Cuentan los abuelos que cuando planean debajo de   uno regalan piojos al por mayor y las ramas donde se posan para dormir mueren juntamente con el árbol, padre.

“Alado de vestidura funesta
sentenciado a la desaparición
injusto el hombre ha sido contigo
que no sabe lo valioso de tu ser”.
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COMIDA TRADICIONAL ORIGINADA DE UNA PRÁCTICA ESCATOLÓGICA DEL ZOPILOTE: EL TONCH’A CH’ON.
Aquella comida botanera que se  relame con gusto y que  se  acostumbra a ofrecer en los convivios de sobremesa  o  en los bares se le conoce como tonch’a ch’on. Es un alimento típico que consiste en tomate sancochado mezclado con pepita blanca, cilantro, picante y cebolla y se acompaña con tostadas. Es muy sabroso y no se fastidia  uno de comerlo.
Su nombre es literalmente maya. Es una comestible que se origina de una costumbre escatológica propia  del zopilote. “Tonch’a”, significa pisotear y “ch’on”, zopilote.
Antes cuando se carecía de los baños actuales, el zopilote se encargaba de desaparecer las inmundicias del excusado en un bailoteo intenso que dejaba figuras caprichosas por causa de las pisadas que iban configurando sus patas. Esas rosetas excrementicias semejan en color a esa comida tradicional. ¡Fo!
Los mayas tenían buena imaginación sobre las figuras literarias, exactas y resonantes a los oídos.