martes, 1 de noviembre de 2011


Del placentero cielo, al más duro suelo

Antes como un rey; ahora, como buey.

Andrés J. González Kantún









Descendemos de un linaje selecto que se remonta a la época de los faraones  y de la  tierra de los cuentos de las mil y una noches. En esos lugares fuimos venerados con  devoción porque creían que  éramos reencarnaciones de  dioses o de personajes importantes.
Nuestro estirpe es variopinto, por ello  se nos distingue como persas, abisinios, de Angora, Siamés, Cartujanos, Birmanos, etc. Una  raza que  no tiene comparación con ninguna otra.
No nos consideramos narcisistas, pero no hay duda de que somos encantadores por decirlo de algún modo: cara en óvalo perfecto,  orejas triangulares con funciones parabólicas,  ojos claros que encienden de luz la oscuridad, nariz sensible y única, boca fina y dintelada  de móviles y enhiestos bigotes, una piel  lustrosa, un cuerpo esbelto y ágil que aseamos por costumbre, y una colilarga como giroscopio que nos mantiene en equilibrio en nuestras escaramuzas nocturnas o para protegernos del hermano perro a la hora de correr, si es que nos lo permite. Pero la característica que más nos identifica como digitígrados es que somos tiernos y mimosos con nuestros dueños que los arrullamos  con nuestros rítmicos ronroneos.
 Es tanta nuestra belleza felina que mucha gente nos adopta como mascotas, por tanto, gozamos de muchos privilegios de los que no gozan otros animales.
Aunque no somos monedita de oro para algunas personas  porque somos  acomodaticios y  melindrosos. Desprecio que cada día va en aumento, aunque existen pías    sociedades que nos protegen ante esa actitud de rechazo. Este evidente desaire se nos ha vuelto una obsesión que no nos deja dormir.
Para poder subsistir fue necesario convertirnos en omnívoros y dejar aquella condición de animales carnívoros. Hoy somos  unos simples gatos domésticos.  
Cuando no encontramos una mano generosa que nos dé de comer nos transformamos en unos vulgares ladrones de azotea y aprovechamos nuestros apolillados atributos de felinos para poder conseguir alimentos. Aquella delicada educación ética que natura nos había transmitido se ha enmohecido, no ha quedado nada, si acaso, algunos  destellos.  No hay de otra, hay que robar. Ya somos salteadores empedernidos.
El cinismo ya forma parte de nuestra naturaleza felina  porque nos adueñamos  de los lugares más cómodos  para dormir o descansar que saca de quicio a los dueños de casa: mullidos muebles de  una hermosa sala, un cuarto de estar, la cocina misma, etc., y cuando nos ganan los intestinos, deponemos en los lugares menos apropiados, volviendo locos a los dueños que no soportan nuestra heces que son, según ellos,  insoportables en comparación con las del mejor amigo del hombre.
A veces cuando nos atosiga el hambre, no nos detiene nadie y entramos en grupo  en las casas sin importarnos  la presencia de los anfitriones obligados.  El resultado es un verdadero escándalo por la repartición del robo,  pero conseguimos darle gusto al gusto, aunque sea por un rato. Pero cuando nos cierran todas las  entradas de la casa nos tenemos  que conformar con lo poco que encontramos en las bolsas de  basura. Para eso sí sirven nuestras garras retráctiles, antes airosas. Hemos caído muy bajo. Nuestros alardes de majestuosidad gatuna ya se han perdido. Ahora somos una gatería de famélicos y sucios seres que asaltamos todo tipo de hogares. “Pinche vida la de un gato, y todo por el hambre”
La noche es nuestra mejor aliada para conseguir alimentos. En nuestras correrías por la cocina andamos con mucho sigilo, pero cuando nos descuidamos con las ollas de la comida y caen estrepitosamente   se arma el zipizape: el dueño nos persigue con la escoba y nosotros, maullando de miedo buscando alguna salida para salvarnos,  pero algo habremos  relamido de las ollas, dejando baba y pelos de gato que saben exquisitos. Estimado lector, ¿alguna vez habrá compartido los alimentos sin saberlo?
Entre nuestros compañeros de sufrimiento existe uno, por cierto de piel amarilla, a quien le apodamos “El llorón”. Nos cuenta que  es un magnífico psicólogo de seres humanos pues se presenta en la entrada de las casas simulando un lastimero maullido  para sensibilizar el ánimo de los dueños para conseguir alimentos. Nunca falla la estrategia porque después le regalan un mendrugo de lo que sea. Pobre tonto, no le creemos. Para comer hay que aprender a robar. Hay que ser cabrón y terco.
Cuando no nos llenamos, arrasamos la cocina de la  vecina.  Esta actitud nuestra  incomoda, provocando pleito entre ellas:
— ¡Fulanita, tu gato se ha gastado toda la vianda y nos ha dejado sin comer, debemos ponerle remedio a esta situación!
— ¡Está usted reloca de remate, ese animal no es mío, quién sabe de dónde carajos  vino!
— ¡Ah, muy bien si es así, mañana mismo le doy matarile!
— ¡Haga lo que quiera! —  remata la fulana.
Nos niegan con descaro,  como San Pedro a Cristo.
Y para evitar pleitos vecinales, durante un mes,  nos encierran y nos dan  lo indispensable para medio vivir. Luego se cansan de nosotros y nos patean nuevamente,  y entonces…volvemos a nuestras andadas.
Viéndolo bien no somos totalmente huérfanos.
 Obviamente nacimos en alguna propiedad, aunque nuestro      amo no nos quiere reconocer. No nos importa.
Nuestra abolengo es fecunda, se multiplica al por mayor. Cuando el deseo  se nos sube por la mollera, nos transfiguramos  en unos potros insaciables, los famosos amantes conocidos como Casanova y don Juan nos quedan chicos. Nuestra llamada en celo lo anunciamos con un llanto estremecedor  de niño recién nacido que cuando se escucha por la noche causa  la  angustia de la gente en duermevela  y nos callan con gritos o nos tiran zapatos, pero nos justifican   porque saben que andamos de locos enamorados. No tenemos la culpa, pues  es el llamado de Natura, aunque después de cada delicioso encuentro la maldita hembra nos propina una  tremenda revolcada. Vale la pena, ¿o no?
 Algunos insensibles humanos  para controlar nuestra reproducción  nos arrebatan a los hijos y los abandonan en el monte o cerca de alguna casa, esa perversidad nos mata el alma.
En fin, no  sabemos que nos tiene reservado el destino o  nos permite seguir viviendo o nos sentencia a la  extinción.  Aunque en justeza  no tenemos la culpa de haber nacido gatos, así como los hombres que tuvieron la fortuna  de ser hombres. Pero éstos deben aprender a coexistir en armonía con nosotros, dándonos de comer  y aprovechar el regalo de  nuestra hermosura y a cambio le corresponderíamos en la caza de ratones molestosos. Si les desagrada nuestro comportamiento desvergonzado no ha sido por culpa nuestra,  sino que ha sido por el hambre. Deberían ser tolerantes y razonables  porque no pasará mucho tiempo en que el hombre tenga que luchar en contra de sus propios  hermanos para conseguir comida  y entonces su vida será peor que la nuestra.  Ya veremos.
Por las noches  somos tristísimas siluetas encorvadas  en la cuerda de la desesperanza que esperamos cualquier  oportunidad para escurrirnos en la cocina para mitigar el hambre que nos mata.
Ya nos cansamos.
 Los españoles son los causantes  de nuestro sufrimiento.
“¡Hambre!” “¡Hombre!” “¡Hambre!” “¡Hambre!””¡Hombre!”¡”Miau!” “¡Miau!”
Ronroneo final.
1 de noviembre de 2011.

No hay comentarios:

Publicar un comentario