Madús y yo
Adrés J. González Kantún
Lesho:
Algún día se aplicará en la tierra el Juicio Final para la impartición de justicia en razón con el comportamiento del hombre y sucederá lo siguiente:
—Max a yum, max a nah— te preguntarán (¿Quién es tu Dios y quién es tu madre?)
—Dios X mején bil Espiritu Santo in yum, María in Ná — y tú contestarás (Mi Dios es el Espíritu Santo y María, mi madre)
— Andrés, hijo mío, cuando una persona de semblante resplandeciente, que puede ser el Anticristo, te pregunte, tú contéstale al pie de la letra la respuesta si quieres ir al cielo. No lo olvides, en caso contrario irás al infierno, destino incierto que no deseo para ti.
Todas las religiones del mundo, plenas de espíritus buenos o malos, tienen la esperanza de la inmortalidad del alma y de la reencarnación, incluso los mayas, que antes de morir pensaban que encontrarían un cielo o un infierno de acuerdo a su conducta en el mundo terrenal. Mi madre tenía esa idea y me preparaba el cielo para lo inescrutable, esa actitud era una muestra del cariño por su hijo mínimo.
Madús, había convertido esos diálogos en una obsesión suya y había querido transferirla en mi alma infantil para salvarme de no sé qué amenazas; peligros que no fraguaban en mi alma de niño que no sabía de glorias ni de infiernos. A la hora de dormir me las hacía repetir diariamente en un retintín que asfixiaba y que a pesar del tiempo pasado aún los tengo repiqueteando como los salmos inculcados en la iglesia de la cual fui adoctrinado de pequeño, pero que ya de grande, por el estudio, he titubeado en aquellas creencias enseñadas con amor por mi madre. Sin embargo, aún espero ansioso la llegada de ese famoso personaje celestial que vendrá a definir el destino de la humanidad creyente, esperanzado en un mundo de mieles y fraternidad, pero que ha sido una utopía porque el hombre ya se ha deshumanizado por completo, homo homini lupus (el hombre es para el hombre un lobo).
Yo fui el segundo hijo de una familia que fue corta. Nací en un ambiente de extrema pobreza y sobrevivimos gracias al esfuerzo infrahumano de mi madre y de mi carnal Jorge que tuvo que dejar la escuela para apoyar en el sostenimiento del hogar. Puedo asegurar que crecí con la gracia del amor y paciencia de mi familia. Consentido en extremo, pero imbuido en los valores de los buenos ejemplos que he intentado imitar en todos los actos de mi vida terrícola. Nunca sentí el golpe correctivo de una tunda por causa de mis travesuras, sino sólo la letanía de consejos o gritos que no tenían nada de mal sabor a regaño. Esa es una muestra de cariño maternal.
Estudié fuera y mi madre me siguió hasta la ciudad de México y no caminó más porque no le fue posible vivir con el hijo en el internado. Me hice profesional y la abrigué como se merece más no en el amor que ella me solicitaba con sus actitudes, sino en apoyos materiales que no le llenaron sus aspiraciones de madre. Algunas veces me aconsejaba por mis desatinos, pero no con el cacareo que colma y destripa la paciencia. Nunca fue así, ella me quiso mucho mientras le duró la vida. Su amor por mí fue inversamente superior al que yo le di.
De ella nunca tuve nada que lamentar; ella fue para mí la madre más linda y amorosa que los dioses del panteísmo me regalaron en un manojo de mazorcas policromas de maíz fecundados en tierra del Petén Itzá de Miguel Asturias y que finalmente fue transformado en polvo de polen vagaroso que fue depositado en concéntricos remolinos que se fueron expandiendo en nuevas sementeras que conformaron la tierra Ahcanul, mi tierra amada.
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