lunes, 11 de marzo de 2013

Mi tierra es linda y me da enormes satisfacciones para escribir

¿Qué te cuente un cuento?, ahí te va. Ahí estaba sentada muy modosita cuando llegamos. Aire fresco mezclado con el intenso calor. Nos sentamos en la silla roja, casi todo de rojo: el toldo de lona, el de los músicos y mesas. Sangre serena por todos lados. Me fijé en ella, presente físicamente y el otro, invisible. No quise averiguar nada todo debía llegar a su debido tiempo. Los perros no dejaban de molestar: uno vestido de amarillo triste, arañándose la pelambre para arrastrar pulgas hambrientas y él desesperado con los dientes para afuera; otro, le arrebata a un niño la vianda que le dio su mamá quien interviene y se lo quita para dárselo de nuevo al pequeño que se lo engulle como sí se estuviera acabando el mundo. Me vuelvo a fijar en la señora para observarla mejor. Viene bien vestida, me asombra la seriedad que ostenta y la risa que le hace falta. Otro perro pasa corriendo con la cola enroscada en un aro que se cierra y se abre, y con unos pasitos, en un intercambio rítmico de sus cuatro patas, en ridícula carrera. Otra acostada espera disciplinada que le den de comer. Me fascinan los zarcillos que trae la doña, sendas filigranas adornan sus enormes aurículas que cuelgan en tres partes el de arriba y el de abajo, dos hermosos ojos de cristales rojos. Me pregunto por qué no vino el otro. Tengo 74 años y él 77, atiendo su respuesta a mi pregunta. Tropiezo al levantarme de la silla por el suelo lleno de piedras de lomo de iguana ensambladas en la tierra madre. Me aguanto y disimulo mi coraje. Caracoles unas niñas se pelean por unas cocas, ya llevan tres. Suena la música y sueltan sus notas el teclado. El polvo se levanta y adereza una paila de piel humeada y dos vaporaras de aluminio. No me atrevo a probar la comida si me invitan, no soy melindroso, pero ahora sí. Qué bueno que la comida se sirvió antes de llegar y luego que en casa dejé a propósito un hueco para la panza para probar el pavo en relleno negro. Me quedé con las ganas. Se levanta la del traje tradicional y la del vestido gris. “Me gusta el baile y al otro no”, al invisible, me dice la primera. “A mí también”, repite como cotorra, la de gris. Se unen a los zombis y epilépticos que se convulsionan a morir, ah carajos se mete un borrachín y quiere pareja a la fuerza a quien la esculpe torpemente con sus tiesos dedos, se lo llevan por la poli porque así lo dispusieron los anfitriones. Regresa la grande y la vuelvo a observar, se parece a un electricista de Calkiní. Oh Dios, miro abajo y veo platos, vasos y botellas de plástico regados al por mayor. Cabelleras blancas, jaspeadas y negras asoman como tapitas en el montón, vistos desde arriba. Una petacona me llama la atención y me acuso de lujurioso, ¿y a mi edad? ¿y mis principios morales qué? Me justifico, soy hombre y la naturaleza exige. Quiero perder la mirada en los galimatías de mi entorno, pero me gana la presencia de un gallito coronado con una incipiente carúncula de copete que se esmera en hacerme guiños y cabeceos vertiginosos al estilo de un boxeador, no le entiendo su mensaje. Le dirijo la palabra a la señora que me imagino a una efigie sagrada, como las estelas pintadas en Bonampak: — ¿Por qué no viene acompañada? —A él no le gusta el baile como a mí. La sigo observando, aprovechando la plática. Calza sandalias que no atino a definir el color porque anda embadurnada de polvo de pueblo. Suena otra vez la música, ahora las tres faldas se levantan, ¡ah¡ la tercera es naranja y forman un círculo para bailar. Para sentirle más gusto al baile se aprietan los labios en una línea fina. Yo me quedo solo para seguir describiendo con la mente, y sintiendo los mordisco de las zancudas que ya empezaban a salir del hierbal y oler todo lo que está en mi alrededor: un gallinero abandonado, un chiquero sin marranos, un niño escarbándose los huecos de la nariz, un señor que me asusta con unas cerveza que me ofrece de sorpresa y pega en mi piel de tercera edad. Ya vienen de vuelta. —Él tiene mucho dinero, ganado y abejas— me dice la de gris. La aguanto. — Todo el pueblo lo sabe— me reafirma, y yo también lo sé sin que lo sepa ella, la de gris. —Setenta y siete años— me informa de nuevo la que me había dicho que tiene 74 años. —Mis nueras no me visitan casi nunca, desde que se casaron. Me imagino que por mi vestuario, les da vergüenza, y me miran de abajo para arriba y de arriba para abajo, pero no me importa porque mis hijos si vienen a casa a comer con nosotros. La veo entristecida, un farolito en una noche solitaria, no sé si es por los efectos de la cerveza, le vi beber como cuatro y con qué gusto. Ya me estaba animando, pero me contuve porque tenía que manejar y el alcohol no es buena consejera. Tiene una piel como el color del durazno o la calabaza seca, pocas arrugas y una mirada plena de grandiosidad patriótica. Una cabellera cana, brillante (a pesar de los años) y alisada pulcramente en la mollera que remata en la nuca en un moño inflado y asegurada con una peineta roja de esas que venden los quincalleros en las esquinas. Viste una indumentaria con anchas cenefas policromas en el cuello y en los bajos del cual se asoma ufano un fustán que irradia blancura virginal. —Él no viene porque ya no oye, prefiere estar en casa para cuidar a los animalitos de casta. Yo prefiero el baile— insiste. Tiene nariz aguileña y la frente amplia y saltona. Los dientes una mina de plata y oro y la garganta enroscada con tres gruesas soguillas repetidas varias veces que hacen nueve, y el rebozo ceñida en la cintura lo que no es normal en una señora de edad. Se me olvidó preguntarle cómo se llamaba, algún día. —Me voy— nos dice— y no dejen de asistir a la boda de mi hija que es la próxima semana. Me saludan a mi hijo Ósgar y al hijo de él, maestro. —El bautizo terminará hasta las doce de la noche— cuenta la de gris— por eso no regreso con ustedes. Nomás que quieran quedarse. Nos retiramos. El modo de vivir del mexicano es libre, con que sea feliz basta, aunque tenga que lidiar con el ácido del qué dirán. Fue una vista casual a Santa Cruz Pueblo en donde no me imaginé encontrar a la abuelita de mi yerno a quien no conocía muy bien. De vuelta a casa, en el basurero me saludaron unos zopilotes viudos y la de naranja me exhortó: —Maneja con cuidado— como si hubiera gastado un cartón de cervezas, le respondí con un mohín sedentario. 11 de marzo de 2013.

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