miércoles, 25 de mayo de 2011

El torero: Vampiro

EL TORERO VAMPIRO

            A  mediados de mayo concluye la fiesta tradicional de la colonia de Fátima en la ciudad de Calkiní, Camp., una semana después, por lo regular, inicia la, de Tepakán, la última en todo el municipio.
            Tepakán, por excelencia, es un pueblo netamente alfarero. Asimismo es un lugar donde se conservan ciertas costumbres heredadas de los abuelos Ah Canul y que le dan un sello distintivo en relación con los otros pueblos de los alrededores.
            Si vierto esta opinión es por haber sido testigo de un caso singular que, a pesar de tantos años transcurridos, todavía, lo conservo fresco en mi memoria como si hubiera sido ayer.
            Cierto día tuve la urgencia de visitar a un amigo maestro para tratar ciertos asuntos de trabajo. Su casa estaba construida al ras de la calle, no como otras de aquella época, en donde era preciso abrir una reja, atravesar un espacioso patio y alcanzar la puerta de la vivienda.
            Ésta, como dije anteriormente, estaba al parejo con la calle, así que me dispuse a llamar golpeando la puerta con los nudillos de la mano, pero me contuve porque observé  que uno de los postigos de la puerta estaba semiabierto, y se me hizo más fácil llamar desde ahí. Quise gritar, pero no salió de mi boca ningún sonido articulado, una escena me lo impidió: veía desde ahí un cuadro vivo el cual me dejó abobado.
            En el interior de la casa se encontraba una joven mujer  con rasgos indígenas enrollando alrededor de un bastidor un carrete de hilo; pero, esta situación no era lo extraordinario sino su forma de vestir, pues traía descubierto la parte superior del cuerpo exhibiendo a dos pequeñas palomas torcazas que revoloteaban como alas de mariposas a cada paso que daba la mujercita, y se contoneaba con tanta gracia que parecía un ser  venido de otro mundo.
            Apenado y temeroso de ser descubierto, y se me considerara como una persona fisgona, que no es mi fuerte, me alejé de la puerta a la manera de los movimientos de un gato  para aclarar mi voz, provocar una tosesita como aviso y llamé tímidamente para darle tiempo a la adolescente de vestirse para guardar las apariencias, a veces sofocantes, dictadas de manera implícita por una sociedad llena de prejuicios, ¿o acaso no existe la libertad de entrajarse  como uno quiera con tal de sentirse a gusto?
            Yo creo que sí, pues pude descubrir a través de los comentarios de los más ancianos que esa práctica era muy común entre las mujeres mayas quienes no se cohibían  entre la gente suya, salvo si se exhibían ante personas extrañas a su cultura.
            Pues bien, fue en este simpático pueblo de Tepakán donde dio principio esta historia fantasmagórica en un festejo tradicional: una corrida de toros, que debido a sus repercusiones posteriores conmovió y llenó de incredulidad a mucha gente; a pesar de haber transcurrido muchos, pero muchísimos años, todavía, se rememora cuando se acercan las fiestas tradicionales del lugar. A  partir de ese suceso, aunque no en forma continua, durante las ferias anuales muere alguna persona de manera accidental como si pesara sobre esa población cierto maleficio, que en boca de la gente se debiera conjurar.
_Es el alma en  pena del torero que no deja en paz al pueblo, es la causa de tantos muertos_ aseguran los más viejos.
Esta es la historia:
            Era una tarde de mayo de 1954 cuando el sol abrasaba a morir, pero no era un problema suficiente que desanimara la asistencia del público a la corrida de toros. Al contrario, había más animación e incluso se notaba la afluencia de muchos visitantes foráneos atraídos por la noticia, que en esa corrida iba a actuar un torero capitalino, que no era muy común en esa época,  la estrella se llamaba Rosendo Álvarez, originario de la mera capital de la república.
            Poco a poco, pero seguro, se fueron llenando los palcos así como la parte de abajo. Las barandas rebosaban de graciosas muchachas las cuales balanceaban sus bien torneadas pantorrillas al compás de una “Charanga” amenizadora de la fiesta taurina.
            -Palomitas, granizados, saborines, paletas, refrescos naturales- pregonaban a todo pulmón, los vendedores ambulantes.
            Era una algarabía contagiosa, de una emoción indescriptible, de un sentimiento único de fiesta de pueblo. Quien la haya vivido me daría la razón.       
En medio del ruedo, asegurado en un madero de tronco de huano, esperaba el primer toro de la tarde.  El circo ya está repleto de gente ansiosa de sentir el peligro en la arena, el público con sus aplausos y silbidos exigían el inicio de la corrida.
            Por fin, se anuncia el paseíllo de los toreros; vienen en fila de a dos luciendo sus policromos trajes de luces. Adelante, con donaire, encabeza la cuadrilla, Rosendo Álvarez, era delgado y de elevada estatura, relumbra su tez morena, y traía el pelo ensortijado con una coleta natural.
            Mira sonriente al público que ha venido a admirar su arte y lo animan con sus gritos y aplausos.
            Atraviesan el ruedo para alcanzar el burladero de protección, acomodan sus utilerías de trabajo y esperan silenciosos rogándole a Dios, quizá, los protegiera esa tarde del peligro a que se exponías por un mísero sueldo. ¿Acaso la vida tiene precio? Mientras tanto, Rosendo, ensimismado, también viajaba hasta su tierra natal, tal vez recordando a su familia, a su novia o a sus hijos; en fin sólo “El señor” sabía lo que guardaba en la espesura de su pensamiento.
Rosendo, volvió a la realidad cuando escuchó la gritería del público que animaba a sus compañeros de cuadrilla quienes sin ninguna clase de arte lidiaban al primer toro; además, ¿qué pudiera esperarse de los toros de la región si constantemente son paseados en infinidad de ruedos locales y municipales?, nada, no eran aptos para el lucimiento de ningún torero, pues ya conocían el abecedario; siempre le van al cuerpo.
            Apenas sacan al toro, el ruedo se satura de una gran cantidad de personas con intereses diferentes: unos sólo asisten para dar rienda suelta a su morbosidad; otros, para exhibirse y provocar relajo o saludar a los amigos y los menos, para desgañitarse en pregones para ofrecer sus mercancías que les da el sustento diario. No falta el infalible borrachito, que en una singular estampa, alegra el jolgorio bailando una jarana sin ninguna clase de inhibiciones las cuales motivan toda clase de sonrisas entre la gente y que lo animan más a disfrutar a sus anchas lo sabroso del momento.
            A un aviso que nadie oye ni ve, pero que todos intuyen, la gente amontonada en el pórtico del ruedo, en un santiamén, se hacen a un lado para permitir la entrada del segundo toro. Adelante viene, a pie, un vaquero jalando a pulso con una cuerda a un burel ; atrás otros dos, con sendas reatas refrenan el empuje del animal. El público del ruedo ha desaparecido, pero si por alguna circunstancia alguien se queda, entonces, tendrá que protegerse en alguna guardadera, si es que se lo permiten los toreros o como un simio habría de colgarse de alguna baranda para acuñarse entre la gente a como dé diera lugar.
            Este segundo toro, traía el rostro cubierto con un pedazo de pita como una máscara cuya finalidad era evitar cualquier contacto visual con la gente ya que un morlaco con estas características pudiera considerársele como un peligro latente más si no conoce de griterías ni de olor de cristianos.
            Era un astado enorme y musculoso, apodado “El tinieblas”, llamado así por su color tenebroso. Tenía una cornamenta fuerte, grosísima desde la raíz, y se iba extendiendo  hasta cerrarse en una espaciosa curva para levantarse nuevamente al cielo y rematar en dos afilados puntitos de diamante. En el pescuezo se le había ceñido una brillante cinta roja como la sangre; el objetivo era provocar la valentía del torero para quitársela, y si éste lo lograba recibía un premio en efectivo del dueño del toro y posteriormente rematado con el aplauso del público para premiar su arrojo. Quitarle la cinta a un toro con estas características era un milagro. Pocos toreros lo han logrado.
            Don León Montero, un ganadero del vecino poblado de Bécal, había ofrecido al “Tinieblas” en promesa como se acostumbraba en aquella época y reforzaba esa decisión porque de pequeño el animal había desaparecido de los corrales para refundirse en los montes en donde se hizo enorme, huraño y fuerte esquivando todo trato con los seres humanos. Por eso este señor decidió su lidia, ¿para qué mantenerlo vivo? Lo más conveniente sería convertirlo en un sabroso guisado de “chocolomo”. Al “bicho” ya se le había dictado de esta manera, su sentencia de muerte.
            Suena el clarín anunciando: ¡suelten al toro!, ¡suelten al toro...!
            La cuerda que tiene sujeto al toro se tensa, y se afloja el nudo; cae también la máscara. Libre al fin el ciclópeo morlaco levanta la enorme y tozuda cabeza, y de su hocico aflora chorros de espumarajo, bufea, patea, retrocede y restriega  el piso con una de sus patas delanteras; gira el cuerpo en busca de alguien para desahogar su ira  tanto tiempo reprimida. Espera…espera con impaciencia monstruosa. Se percibe un ambiente de tragedia.
            El público impresionado por la figura imponente  del animal se ha tragado la saliva, por un instante, se mantiene callado, parece ser el preludio de una ensordecedora gritería de exigencia para hacer cumplir a los toreros con su deber. Ahora sí, explota, revienta el vocerío, surgen los improperios, avientan desperdicios, objetos contundentes, saborines congelados, lengua de vaca anudados buscando el cuerpo de los toreros; pero éstos aguantan, se parapetan en la guardadera y no salen ni se animan. Además, ¿quién se atrevería a enfrentarse a un tremendo animal que con un solo cabezazo mandaría a cualquiera a la luna?, ¿acaso el público no se había dado cuenta que con su sola presencia transmitía un temor inexplicable? En efecto, no era un miedo como aquel  que se percibe cuando se enfrentan a otras fieras. ¡No! ¡No! y ¡no! Era un pánico especial lo que sentían en esos momentos. Así que se hicieron sordos a propósito. No querían escuchar. Además, no sería la primera ni la última vez que los encarcelaban por miedosos. Aguantaron de todo. Pero, uno de ellos no pensaba igual, amaba su oficio por sobre todas las cosas, y consideraba injusto defraudar a un público que  había ido, en especial,  a verlo torear. Este hombre decidido era, Rosendo Álvarez, un torero único que con esta acción, sin imaginárselo, se despedía del mundo de los vivos. Tomó la capa y  con el desplante propio de un hombre valiente,  se dispuso a jugarse la vida, al fin y al cabo para eso le pagaban.
            -Rosendo, Rosendo, no te aloques, detente, no salgas, esa fiera presagia algo horrible, a éste se le percibe algo diferente, el público siempre ha sido así, no le hagas caso, están locos_ le aconsejaba, Mariano, Canto, y el “Pozole”
            -No, Mariano, mi trabajo es sagrado y debo cumplir, si la muerte me llama ni hablar- diciendo esto, Rosendo salió al encuentro del “Tinieblas”.
Había dicho la verdad, iba en busca de su destino.
            Ja, jai, ja, jai, pinche toro, ven… ven…con tu papito- arremetía Rosendo.
            El gentío aclamaba esa demostración de valor y lo invitaban a continuar.
_Que no me oyes cabrón_ retaba el torero.
            Tum, tum; tum, tum, trepidaba el suelo cuando el “Negro” iba al encuentro del valiente diestro. La emoción y la angustia colgaban en la respiración de los espectadores que, sin consideración alguna, con su actitud, comprometían la integridad física del matador. Los toreros  aunque tuvieran el compromiso de torear, a veces se les debiera considerar cuando se observa  peligrosidad en el animal por  falta de nobleza, pero el público no lo entiende así o no lo quiere reconocer. Ellos exigen sin miramientos y ya.
            El toro pasó limpiamente debajo del capote, había sido esperado con  espléndidas chicuelinas, fueron, uno, dos, tres.. Y verónicas... Llovieron aplausos, dianas, besos volados y tranquilidad.
¡Uf ,uf respiró aliviado el torero. Y yo que pensé que era matrero_ exclamó, Rosendo.
            Rosendo, agradeció el reconocimiento de la gente y solicitó a las autoridades el cambio de tercio y el juez; se lo concedió.
            El matador había demostrado arte y temple, ahora sólo faltaba completar con éxito su faena ya que el burel reunía todas las condiciones requeridas de nobleza y trapío, valía la pena arriesgar un poquito más.
El “Tinieblas” lo observaba no muy de lejos, pero no con esa mirada tierna de niño amoroso que tienen los toros cuando están tranquilos apacentando junto a la manada sino era una mirada endemoniada, paralizante y asesina.
            El torero sabía que así miran los toros cuando se enfrentan de un tú  a  tú en el ruedo.
            Confiado, Rosendo, inclina un segundo la cabeza para acomodar la espada que sostiene la muleta; ese instante fue suficiente para que el “Negro” en forma relampagueante aprovechara el descuido y encarrerado embistiera mortalmente al diestro, sin darle tiempo de nada, ni siquiera para defenderse con la muleta. Fue empitonado con una penetración de carne silenciosa, sorda,  y levantado en vilo para ser zarandeado como si fuera un muñeco de trapo para quedar ensartado grotescamente en una de las gigantescas cornamentas.
            El público guardó un silencio sepulcral, mientras, la cuadrilla de toreros, olvidándose por un instante del temor que los había embargado desde un principio, reaccionaron y se lanzaron en defensa del compañero herido.
            -Jei, toro, jei toro! ¡Jei toro!- le gritaban despavoridos para que éste bajara la cabeza y pudiera desatorarse, Rosendo. Pero, el “Tinieblas” se paseaba o trotaba en el círculo interno del ruedo muy ufano luciendo en su cornadura a su primera y última víctima. Quienes fueron testigos de esta escena nunca lo podrán olvidar, era en verdad un espectáculo espeluznante.
            Jei, toro; jei, toro, cabrón, detente, baja la cabeza -insistían los amigos toreros.
            Finalmente la fiera aceptó el acoso y bajó la testa, desatorándose el cuerpo de Rosendo que cayó pesadamente en el duro suelo.,
            A toda prisa entraron los vaqueros y con la fortuna que se necesitaba en esos momentos, lo lazaron con precisión y se lo llevaron al lugar de donde nunca lo debieron haber sacado. Esa tarde no hubo “chocolomo” , ¿acaso  habría personas que desearían saborear carne de toro asesino?, yo creo que no.
            En el piso se desangraba el héroe; tendido cuán largo era, débil, moribundo, pero con los suficientes arrestos, todavía, para levantar un brazo y saludar a ese público desconsiderado, o quizá para despedirse por última vez. Tal vez lamentaba en sus adentros, no haber cumplido como era su deseo.
            Con la urgencia requerida en esos instantes, el cuerpo del torero fue levantado para llevarlo al Centro de Salud de Calkiní.
            Solicitaron el servicio del dueño del “X´toloc” (primer vehículo “Ford” traído a Calkiní por el Sr. Antonio Flores), pero se negó, justificándose con razones tontas que no vale la pena comentar. Los favores debieran cumplirse siempre como en ese caso, sin miramientos y sin fijarse en circunstancias ni destinatarios. Pero, no faltó un buen samaritano que proporcionara esa ayuda urgente, era un amigo conocido como  “Monino” Fuentes, avecindado en ese entonces en la ciudad de Campeche, se ofreció a trasladar al torero caído, pero fue en vano su auxilio pues atravesando las vías del ferrocarril falleció, Rosendo Álvarez, en brazos de otro extinto personaje, muy apreciado en Calkiní por haber patrocinado al equipo de béisbol “El Narciso Negro ” (equipo de imborrables recuerdos) cuando éstos estaban en su apogeo, el “Chino Interián”.
            No hubo necesidad de llevar al ya, exánime cuerpo del torero al Centro de Salud, así que lo trasladaron directamente al Palacio Municipal, y en uno de sus galerones, que servía de aula de la primera secundaria, fue depositado sobre una banca de asiento de varillas de madera. Ahí permaneció durante  toda la noche sin más compañía esporádica que la  proporcionada por los infalibles curiosos y de los borrachines de velorios. De los familiares del difunto no se sabía nada porque la comunicación en esa época era deficiente  Pasó cierto tiempo cuando les llegó la información de la tragedia.
            Durante la noche, Rosendo, se fue desangrando gota a gota hasta formar en el piso  un escalofriante charco de líquido rojo, espeso y pegajoso.
            Algunos testigos cuentan que se escuchó a media noche el estremecedor chillido del Chi´ha´huat (insecto anunciador de acontecimientos funestos) en todo el pueblo presagiando toda clase de eventualidades funestas a raíz de ese deceso, y así sucedió.
            A Rosendo Álvarez lo inhumaron en el campo santo de Calkiní y fue acompañado en su última morada, sin más cortejo que sus amigos toreros y ciertos borrachines que lo encontraron en el trayecto.
            Una vez transcurridos los tres años reglamentarios para la exhumación de un cadáver se presentaron, al fin, los padres de Rosendo Álvarez para reclamar sus restos mortales y llevárselos a la ciudad de México, de donde era originario.
            Don “Chel” Canul, el sepulturero los atendió. Éste los guió hasta el lugar en donde descansaba el desafortunado hijo.
            El enterrador destapó la bóveda y jaló  el ataúd, no con cierta facilidad, hasta depositarlo en el piso de concreto. Con una brocha le quitó todo el polvo y telarañas. Empezó a desclavarlo. La familia observaba con solemnidad el momento que tanto esperaban para volver a ver lo que restaba del querido hijo. De aquel vástago que nunca logró su sueño más deseado: torear en la monumental, “Plaza México”.
            No podían disimular la ansiedad que los consumía y con la mirada apresuraban al sepulturero a aligerar su tarea. Pero éste acostumbrado a estos menesteres se tomaba su tiempo con parsimonia la cual aumentaba la desesperación de los presentes. Por fin, se había arrancado el último clavo de la tapa del féretro. Había llegado el momento tan esperado por los padres del muchacho. Solamente había que levantar la cubierta y listo. Pero, don “Chel”, un sádico consuetunidario, sin decir nada, desapareció para zamparse un trago de ron.

            El padre del muchacho, con los nervios crispados, no esperó más, y, tomando el sacaclavos levantó la tapa de la caja mortuoria.
            ¡Dios Santo!. Esto fue lo que la familia vio.
            Un rostro conservado y fresco, pelo y barba crecidas, uñas puntiagudas, un rostro dibujando una sonrisa, y una boca entreabierta que mostraban unos brillantes y afilados colmillos que a contraluz  semejaban los de un vampiro. Era un cuadro espeluznante, aterrador.
            No esperaron más, se olvidaron que eran padres de aquel infortunado hijo y sin decir adiós, desaparecieron para siempre, olvidándose de aquel ser querido quien quiso convertirse en torero de cartel, pero lo único que obtuvo fue la muerte, y en un lugar lejano al suyo. Mala suerte, Rosendo Álvarez.
             El terror cundió en el pueblo y lugares circunvecinos y fue tanto el miedo que causó que durante mucho tiempo no se hablaba de otra cosa que no fuera del torero vampiro. No se veía a persona alguna deambular a altas horas de la noche por el temor de encontrarse con el  vampiro humano y ser presa de él. La verdad es que nunca supe de alguna persona que fuera víctima del quiróptero cuadrumano, pero algunos tipos cuentan que sí los hubo y fueron desangrados horriblemente quedando como el papel.
             Amigo lector, todo relato misterioso debiera tener una explicación lógica, sin embargo, el pueblo prefiere seguir conservando el encanto de lo inexplicable como parte de su idiosincrasia para vivir gozándolo y recreándolo. Son más afectos a lo misterioso que a las historias reales sin ninguna clase de fantasía.
Es por eso, que debemos dejarlos seguir viviendo en su mundo de ilusiones fantasmagóricas proporcionándoles más y más relatos enigmáticos, pero de la región nuestra para reforzar nuestra patrimonio cultural.

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