sábado, 13 de agosto de 2011

CRÓNICA ANUNCIADA DE LA MUERTE DE MI PRÓSTATA.


CRÓNICA ANUNCIADA DE LA MUERTE DE MI PRÓSTATA.

Después de haberlo pensado mucho tiempo, al fin me decidí a la extirpación de una glándula, luchadora enmascarada, que día a día con sus tensos brazos comprimía más y más  a mi cansada  uretra, conductora del orín.
 A mil recursos  había recurrido: a brebajes infalibles según los médicos empíricos, la charlatanería demagógica  de los medios de comunicación, medicinas de primer nivel autorizado por médicos especialistas, pero nadie le logró aflojar las tuercas que iban cerrando más. Se empecinaba en molestarme al no permitirme evacuar de un solo tirón mis fluidos orinales de tal modo que me impedía disfrutar de los viajes largos para distraer a los sentidos, hasta que decidí aniquilarla con una cirugía, la única solución. Se me había detectado entre los tres tipos de enfermedades prostáticos el nominado, Hiperplasia prostática benigna. Quedé bajo  las alas protectoras del urólogo, Eliseo Uriel Colín García.
21 y 22 de julio de 2011
Después de un desayuno frugal me fui a la terminal a tomar el autobús directo a que me llevase a la ciudad de Mérida sin la empalagosa compañía de nadie porque en estos casos no me gustan que se conduelan de mí ante una enfermedad evidente como la mía. Hubiera deseado estar sólo hasta el final, pero no fue posible pues giran en mi alrededor como lucecitas ante el resplandor de una bombillas eléctrica mil almas que me aprecian y me aman y que nunca  dejarán de revolotear junto a mí mientras viva.
No pude conseguir boleto en ventanilla y me tuve que conformar con el que conseguí con el vendedor ambulante con la creencia de haber asegurado un asiento en el camión.
Se sentó a mi lado una compañera jubilada y con la confianza que me da el haber sido de la misma generación de estudios me puse a platicar  amenamente con ella.
— ¿Cómo sigue de salud tu marido, Librada? Me cuentan que lo operaron de un pie.
—No fue de un pie, sino de los dedos, pero esa operación ya pasó a la historia, hoy es otra enfermedad y creo que peor, según las observaciones de los médicos.
—A ver cuéntame.
Tomó aliento, se recompuso el vestido hasta las rodillas y se acomodó en la butaca de asentaderas blandas.
—Padece desde hace tiempo de diabetes, pero no se cuida. Se ha metido en la política que trae mil problemas y que descomponen el equilibrio mental que en su caso no le beneficia. Desde hace muchos años tiene un cargo en la profeca en donde no le faltan los problemas, pues ese es el servicio que se ofrece: resolver dificultades. Ahí se quejó  un inconforme sobre el pago  excesivo de un servicio que no aceptó de ninguna manera. El funcionario le explicó los trámites que había realizado, pero no fue del agrado del demandante y se trenzaron en una guerra verbal. Las consecuencias fueron terribles, se le subió el azúcar excesivamente, se le nubló la vista y se le empezó a engarruñar el cuerpo y el rostro de manera que fuimos a parar hasta la Clínica Mérida y quién sabe como vayamos a terminar.
 Entre sus manos traía el periódico Tribuna, mercenario de los enquistados en el poder que pagan para no ser golpeados en su administración pública, que le había solicitado el enfermo para no interrumpir sus sueños de grandeza política.
De repente se asoma el camión y me invita a tomarlo de prisa.
Como traía un boleto comprado, desde temprana hora,  creí que no era necesario tanto apuro así que esperé al último como es mi costumbre. Luego me iba a arrepentir pues formé parte de un grupo de viajeros que se tuvieron que conformar con el viaje estando de  pie. En el grupo iba un padre joven con un hijo como de cuatro años que se agachaba o sentaba en el piso para disminuir el sufrimiento mientras el papá lo sostenía con las entrepiernas.
El viaje no duró tanto tiempo y llegamos a la blanca ciudad. Tomé un urbano y decidí visitar la librería Dante para conseguir un libro que me entretuviera mientras llegara el momento de mi sacrificio. Un libro que pertenecía al género de novela Histórica: Furia azteca que en una de sus acciones describe el uso de una herramienta rudimentaria para el desbloqueo de la uretra a un enfermo español que se retorcía de dolor;  pero era acción en carne viva pues aún no se soñaba con el advenimiento de la anestesia; era una verdadera coincidencia con mi caso.
La espera para mi ingreso a la clínica  fue muy breve. Me atendieron bien y con prontitud, así como a mí me gusta. Me invitaron a firmar cuatro documentos de consentimiento y autorización quirúrgica. Los leí ávidamente  y me di cuenta de la enorme responsabilidad que conlleva a los actores en un evento de esta índole de por sí peligroso.
Puedo asegurar que, desde algún tiempo, ya me había mentalizado positivamente con el apoyo de amigos y pacientes casuales encontrados en el consultorio que me comentaban que era una operación sencilla y no aparatosa como cuentan los Pinochos. De modo que me encontraba en un estado anímico muy tranquilo y fortalecido como si fuera a una excursión en el bajío que es mi tierra favorita para pasear.
Una enfermera muy atenciosa  de piel dorada y cara risueña, me invitó a vestirme  con un traje muy mono: una bata de color azul rey con una abertura detrás y dos cintas para amarrarla, me dijo que me desvistiera por completo, pero el pudor ante una dama me ganó y sólo  me quedé  con la ropa interior. Me pinchó la mano izquierda, buscándome la vena para introducirme a través de un tubo un líquido que no supe para qué servía. Luego que salió me animé a quitarme la ropa interior.
Más tarde cuando ya se acercaba el momento cero, entró una enfermera chaparrita  y morena que   me encapuchó ambos pies y me puso un gorro en la cabeza cuajándose de azul todo mi vestuario, me imagino que eran medidas preventivas  para evitar alguna infección en el momento de la cirugía. Parecía un muñeco de caricatura que tanto gusta a los niños.
A las 16:00 fui llamado al cadalso para lo que siempre  había temido.
—Ha llegado la hora Andrés, ¿estás listo?— me preguntó el especialista.
—Ya estoy listo.
— ¿Y tu familia?
—Viene más tarde.
Sólo me había visitado, en tres ocasiones, mi hijo Omar ya que vivía en la ciudad. Las demás ya se habían organizado en Calkiní para atender la casa, la tienda y asistir a un evento de premiación en la ciudad de Campeche. Aunque reitero me hubiera gustado estar solo en la operación, me considero un lobo solitario cuando estoy envuelto en mis preocupaciones e incertidumbres.
—De esta manera no podemos proceder, las reglas estipulan que en el momento del viaje a la sala de operaciones debe estar presente una persona junto al paciente no importa que no sea algún familiar así que es mejor esperar, mientras tanto trabajaremos con el siguiente paciente— sentenció el médico y cerró la puerta y se fue con una sonrisa abierta que es una de sus cualidades innatas.
               No me preocupé en lo absoluto, sólo se estaba retardando mi aparente suplicio. No tardó el galeno y me trajo  en una canasta de fibras sintéticas estas palabras:
—Andrés, vamos no esperaremos a nadie.
Nunca supe lo que había sucedido con el otro enfermo para que hayan regresado por mí.
               Me subieron en un trenecito en posición supina (boca arriba) y arrancó la maquinita. En el momento de mi partida se asomó una de mis hijas, Guadalupe y la vivaracha de mi nieta Camila la de los dos ojos enormes como soles enternecidos por el sol del verano del mayab  y mirada de resistol (cuando fija la mirada en uno no la quiere despegar) en compañía de mi yerno Ulises. Mi esposa se retrasó en la compra de no sé qué cosa y no vio el momento de mi fuga.
               Recorrí un largo espacio, atravesé una puerta de vidrios transparentes que fue cerrada detrás de mí  para evitar intromisiones indiscretas y perjudiciales, y enfrente de unas escaleras se abrió la cámara del  sentenciado a muerte presentada en una obra de un solo acto: la extirpación de mi próstata. ¡Sí señor!
               Entré a la cámara de los juzgados y me subieron en una camilla plana forrada de piel sintética de color negro lúgubre, mientras los otros actores se afanaban en preparar el escenario y los instrumentos básicos para la operación. Uno de ellos  apellidado Chan con un cubre boca se le veía muy activo. Me levantó las piernas en una posición más alta que el plano en que estaba acostado y las acomodó en sendos estribos. Luego el anestesiólogo me instruyó sobre la posición en que debía acomodarme y me enrollé como si fuera un hombre de goma formando un círculo perfecto, es decir en posición fetal. Luego vino el acto crucial del matador de hombres, (el anestesista) clavar la jeringa para inocular una sustancia que paraliza medio cuerpo, de la cintura para abajo. Después de varios intentos se vació el líquido entumeciéndome  las extremidades inferiores. Ya se había completado el bloqueo espinal. Sentí que mis muslos y piernas se convertían en una autopista congestionada de estrellas eléctricas que brincaban alegres y enfiladas que recorrían los cuatro carriles de mi carne muerta y que en un silbatazo de un agente de tránsito todos se detuvieron en un santiamén. En vano intenté mover las piernas, era imposible estaban completamente dormidas en un sueño eterno de esperanzas gracias a la genialidad de la medicina para operar sin dolor, no como aquel pobre personaje de la novela.
—Doctor, quise presumir de sabiduría, mi cerebro ya entumeció mis extremidades.
—No, señor, el mandón es la columna vertebral, no el cerebro, por eso cuando alguna persona, por accidente, se le quiebra la columna queda inválido de por vida.
Eso me pasa por jactancia, pensé dentro de mí.
El ambiente era familiar, chanceaban de sus cosas de trabajo, de alguna guapa muchacha tabasqueña de cautivantes formas que quiso pedir prestado una escalera a uno del equipo y que no pudo negarse porque estaba a la vista. La radio sonaba y sonaba ante la indiferencia de los presentes mientras  yo, la verdad, disfrutaba el momento. El miedo ya se me había ido a pasear a China, desde un principio, gracias a la luz dorada que da la energía positiva.
Se abre la puerta y entra el cirujano.
— ¿Ya está listo todo?— preguntó
Asintieron de buen modo. Y comienza la jerigonza que apenas pude ver, pero intuí de qué se trataba, pues había leído algo acerca de esa operación.
Una canción de Roberto Carlos marcó el silbatazo de inicio de la operación.
Se le llama a esa cirugía resección transuretral (RTUP). El cirujano introdujo en el canal de mi garrancha un instrumento delgado llamado resectoscopio, empleando un instrumento de cabeza  cortante para rayar el exceso de tejido prostático, después fue cauterizada la parte trabajada, por eso percibí olor a carne quemada. Antes de concluir el trabajo, el galeno instaló dentro de mi uretra un tubo de plástico que por su grosor, sí no estuviera anestesiado mis aullidos hubieran llegado hasta Plutón.
—Listo don Andrés, ya eres un bombero profesional— me dijo el médico, sonriendo.
 Luego salió y fue al encuentro de mis hijos (algunos) que esperaban muy atento y les dijo:
—En este frasco transparente se encuentra parte de su padre, llévenla al laboratorio para analizar. A  simple vista no aparenta nada maligno, pero para mayor seguridad hay que hacerle la biopsia, no se pierde nada.
Mientras  adentro el resto del equipo del doctor, me levantaron y me traspasaron en el trenecito y me devolvieron al cuarto número dos.
Una chaparrita morena preparó el escenario para mi recuperación. En uno de los tubos de varias salidas  fue conectado otro, para drenar las vías urinarias por medio de agua mezclada, quizá, de alguna solución para restaurar pronto mi herida prostática.  Fueron diez botellas que circularon en mí durante toda la noche y parte de la mañana. Fue una noche en duermevela tormentosa pues debía mantenerme completamente inerte para no lastimar nada de mis partes. La huella de mi silueta quedó marcada en la cama. Me sirvieron mi primera comida consistente en un yogur, una gelatina y un flan, eso fue todo. Me volví a acostar y me arropé en mis pensamientos que fluían por todos lados. Y una idea saltó de repente que me había obsesionado desde antes,  pensando en los futuros resultados positivos o negativos de la operación que la convertí en pregunta en una de mis consultas con el doctor Eliseo:
—Después de la operación, ¿perderé mis facultades para mi actividad sexual, doctor?
—Claro que no, quedarás mejor que antes, lo demás es un mito sin sustento.
Campanas jubilosas repiquetearon sonoramente en mi corazón enternecido por la respuesta plena de esperanza para continuar en los más bellos y emotivos actos del amor secular.
 Me calmé y esa noche  pude conciliar, en parte,  el sueño.
A la mañana siguiente me di un baño para estar listo para la despedida y el ineludible estorbo de arrastrar a cuestas la maldita cola de plástico, aunque para disimular mi condición de enfermo la encerré en una bolsa roja de plástico (Andrea), pero en casa la traía siempre en una mano y fueron cinco días de martirio en andar con esa cola de plástico que me insertaron por donde fluían  restos de sangre o pequeños coágulos mezclados con el orín que se paseaban y se acomodaban en una bolsa de plástico de Foley.
Al fin, llegó  Fina por mí y nos  regresamos a Calkiní. La sonda se me quitará el miércoles 27 y asimismo conoceré el resultado de la biopsia. No creo en la fatalidad,  y reitero,  poseo una energía positiva encerrada en un aura de luz dorada que ilumina mi camino para seguir adelante por la vida sin tropiezos, sin vacilaciones ni miedos. Así sea.
A las 11:00 del 27 de julio me fue extraído el catéter sin complicaciones. La enfermera me pidió que tomara un litro de agua y cuando sintiera ganas de orinar le hablara.
Después de un rato le comuniqué que ya era tiempo, la sensación de drenar mis líquidos me estaba ganando.
—Entre al baño y bájese el short hasta los tobillos y péguese al inodoro—me aconsejó—, no tenga miedo si sangra es normal.
Antes me habían platicado que la extracción del catéter se hacía de un tirón y para evitar resistencia del paciente, la enfermera lo distraía a uno con palabras melosas  y zas… afuera.
De modo que estaba muy atento a las acciones y no sucedió como me habían contado.
Desconectó la manguera que surtía a la bolsa receptora de orín y a través del orificio ya destapado,  con una jeringa, sin la aguja, absorbió en dos ocasiones el agua acumulada en mis adentros como una técnica para desaguarlo y contrarrestar alguna adherencia a la hora de halar el tubo de plástico.
Luego con una pericia extraordinaria fue extrayendo poco a poco, sin dificultad ni dolor parte del tubo introducido en mis partes. Y salió la culebra de cascabel con dos narices en la cabeza que  medía como una cuarta y dos dedos. Un ofidio de cascabel que mientras estaba dentro de mí, que en algún  movimiento brusco e inconsciente  me mordía arteramente mis partes llagadas, provocándome un dolor intenso que me hacía ver a mi tatarabuela y a unos  demonios del infierno enfilados en un llano que se burlaban  de mi dolor.
 Inmediatamente vino el vaciado de mi vejiga como si fuera un torrente de luz y agua ambarina, aflorando en mi rostro una enorme satisfacción de libertad y alegría, arrastrando en su camino un poco de sangre y algunas pizcas de coágulos.
—Ya está listo para una nueva vida, don—así me llamaban.
 La biopsia no dio resultados malignos.  La vida sigue su camino y la he valorado significativamente en toda su esencia y justa medida y que sólo la pueden percibir los poetas y  las personas que han enfermado y recuperado la salud. La vida para mí es ahora diferente inconmensurable y  bella, ¿hasta cuándo me fui a dar cuenta?











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