sábado, 13 de agosto de 2011

LOS ALUXITOS



Amigo lector cuando eras niño quizá hayas oído, alguna vez, conversar a los abuelos y de gente amiga historias  de fantasmas relacionados con ciertos seres en miniatura — así como los muñequitos de tus juegos infantiles — que por sus travesuras y maldades causaban  el miedo entre la gente de aquella época, salvo si cumplían al pie de la letra con los caprichos de esos efrites mal intencionados (genios malosos mencionados en los cuentos de “Las mil y una noches”) que para mantenerlos quietecitos era necesario ofrecerles de comer y beber.  Estos pequeños chockys se les conocen como aluxitos.
A pesar de sus diabluras gozaban de cierta simpatía entre los campesinos quienes aseguraban que era posible  convivir en armonía con ellos, pues al fin y al cabo eran niños, aunque  en cuerpos de personas grandes, pero que se les podía endulzar sí se les buscaba la vuelta.  En sus  juegos y locuras preferían a los niños  y los buscaban a como diera lugar, causando por supuesto, la angustia de los papás porque sabían que cuando un niño desaparecía era por causa de estos enanitos juguetones.
En mi niñez, en la era en que nos comunicábamos con tunkules y señales de humo, época en que aún se comían  tortillas hechas a mano, aún se conservaban intactas las tradiciones que  eran el alimento de la imaginación infantil, en especial, aquellas historias sobre hechos sobrenaturales e inexplicables que surgían en lluvias torrenciales de la boca desdentada de los viejos sabuesos quienes nos  llenaban de alucinaciones a nuestras mentes y vivíamos cautivados cuando por las noches nos las pasábamos en  duermevela con esas agradables charlas llenas de  colorido y terror, preferentemente, el tema de los aluxitos. Los niños más sensibles no querían irse a dormir por miedo y los que no pertenecían a la familia y que venían de lejos también a disfrutar de esas imaginaciones tenían problemas para regresar a sus casas a menos que los acompañara una persona mayor, pues sus cabecitas ya estaban a punto de reventar de miedo por tantos relatos de espantos escuchados o preferían quedarse en la casa del amigo.
De modo que si  no tuviste la fortuna de disfrutar  estos excitantes relatos porque te haya tocado vivir   otra era en donde las tradiciones de los viejos, desgraciadamente,  se han ido perdiendo  por causa de los medios de  comunicación  masiva como la enajenante televisión, no te desanimes y aprovecha esta oportunidad que te ofrezco para que viajes junto a mí y  en radiografía descriptiva al mundo de locuras y ensueños en donde estos simpáticos señoritos burlones son actores principales. 
Las personas que conocen a estos diablillos aseguran que tienen el rostro de un niño y de apariencia ingenua, ¿ingenua? quién sabe porque son sinvergüenzas ya que acostumbran a presentarse  en cueros, es decir, completamente desnudos en lugares en donde no son invitados. Por su tamaño se parecen a aquellos diminutos habitantes de la isla de Líliput en la novela: “Los viajes de Gulliver” de Jonathan Swift”.
A pesar de su naturaleza microscópica les gusta causar maldades de todos calibres, y no se les conmueve el corazón cuando ven sufrir a sus víctimas dañados por sus crueldades. Son malos de por sí. Pero a veces se portan muy bien con los campesinos pues los ayudan expulsar a los ladrones que se meten en sus terrenos para llevarse el fruto de su trabajo. Los asustan tirándoles piedras, les chiflan por todos lados, les gritan con palabras que no se entienden pero que parecen insultos, en fin, al verse acorralado sale corriendo pues ya comprendió que ese lugar tiene dueños invisibles y sí se aferra a su objetivo ya sabe a lo que le tira.
Acostumbran a aparecerse a mediodía cuando el sol está en el centro del cielo (cenit), en los cerros conocidos como cuyos (lugar donde se encuentran vestigios arqueológicos), en sombríos solares abandonados, en cuevas o en chultunes (orificios en el subsuelo en forma de cántaro).
Viajan en  un medio de transporte fantástico y original que son los remolinos, así lo cuentan los antepasados, que en su alrededor arrastran en giros acelerados  basura, papeles, hojas secas y vientos malos” para la salud. Estos embudos de aire, por lo regular, se forman en medio de los solares y cuando se dirigen directamente a las viviendas, las viejas gritan asustadas:
__ ¡Je ku tal le X’ mozón i’k! akananesh palalesh que en español  significa: ¡Ahí viene el viento malo! ¡Niños, corran y entren rápidamente a casa! ¡Ya se acerca el remolino!  ¡Entren  si no quieren enfermarse! Sí los rapazuelos no hacen caso de estas advertencias, los meten a casa y les recetan   jiladas explosivas de cintarazos.
La gente antigua creía que estas tolvaneras eran transmisoras de diversas clases de enfermedades tales como la calentura, el dolor de cabeza, la diarrea, los desmayos, la locura, etc. Cuando los mayores se descuidaban y los niños eran envueltos en la turbulencia del remolino con seguridad adquirían alguna enfermedad de las ya mencionadas. De nada valían los conocimientos de la ciencia médica, pues estos males sólo podrían ser curados por los hierbateros ( x’ men en lengua maya) que aún tienen  el secreto para  alejar a los malos espíritus que son  reencarnaciones de los aluxitos.
Estos  ratoncitos se apoderan de los terrenos sin permiso  del dueño,  y éste tendrá que pagar su impuesto predial que consiste en comidas y bebidas especiales enmarcadas en una ceremonia bajo la guía de un curandero, pero si no cumple, entonces,  se le castiga con enfermedades. Este ritual se le conoce en la región como han li  kool y saakab respectivamente; esta estrategia será el remedio certero que librará de los malos vientos a la familia. Nada más que esta práctica se deberá repetir anualmente, sin interrupción alguna. Cualquier fallo ocasionaría peores males, por ello será necesario seguir consintiendo a estos diablillos hasta dejarlos  contentos y decidan en abandonar el predio por cuenta propia y vayan en busca de otros mejores lugares para causar  más dolores de cabeza. Cuando entran estas langostas espirituales nadie los detiene en sus maldades.
Los campesinos conocen perfectamente el carácter de estas criaturas, por eso no se atreven a enfrentarlos, prefieren estar de su lado tratándolos con cuidado.
Cuando el labrador permanece por bastante tiempo en el monte, se prepara de antemano para recibir a estos pequeños duendecillos. Les llevan cigarros porque sabe que son fumadores y  antes de acostarse a dormir deja en los rincones y en el suelo  cigarrillos para evitar que le molesten sus sueños. Cuando amanece, aunque usted no lo crea, aparecen desparramados por todos lados del jacal los cabos de cigarros; esta acción habrá sido  una prueba evidente de que los geniecillos estuvieron ahí.  El campesino, que ya no existen,  sonreirá de satisfacción porque sabe que no será molestado durante el tiempo en que dure su estancia en el campo…, desde luego, mientras no se le acabe el tabaco.
Así pues mi estimado lector, esas fueron las características físicas y morales de los aluxitos y con base en ellas te voy a contar la seductora historia de un caso muy comentado  en mi época en donde un niño fue robado por estos incorregibles chockys americanos.
Cuando viene a mi mente estos recuerdos de mi  niñez se me enchina todo el pellejo, que ahora tengo más de la cuenta,  debido a la agitación que ocasionó este evento en un pueblo muy cerquita  de aquí en donde todos se conocían; un pueblo  lleno de supersticiones y de duda a los saberes de la ciencia. La gente prefería  seguir viviendo con las creencias de sus antepasados de que todo aquello que no se puede explicar tiene mejor respuesta en lo increíble y eso les gustaba para seguir caminando en este mundo de encantamiento y de ilusiones.
¿Ya estás listo? Entonces, acomódate en tu banquillo, silla de paleta o el mismo suelo y disfruta esta  historia.
Sin que sus padres se dieran cuenta aquel niño salió  de la casa  y se fue al monte a leñar porque ese día su padre enfermó y no había dinero para comprar alimentos. Nunca había ido solo, siempre iba en compañía de su papá, pero en esta ocasión prefirió bastarse asimismo, pues ya se consideraba un hombrecito hecho y derecho. Fue un viaje sin regreso, pues se  perdió en la espesura del monte del mayab.
Amigos, padres y parientes se dieron a la tarea de buscarlo, pero no encontraron la menor pista de su presencia, no obstante, que entre los que apoyaban en la búsqueda había excelentes exploradores que conocían al dedillo todos los rincones del bosque. Pero el niño se había desvanecido por completo, parecía que se lo habían llevado los marcianos sí es que existen como lo sugiere Ray Bradbury en Crónicas marcianas.
Hubo llantos a mares, desmayos, regaños a sí mismos, desesperanza, letanías de recriminaciones entre todos y una que otras locuras de parte de los familiares. Se recurrió a los adivina suertes, a todo tipo de hechizos, barajas, sastunes que les permitieran conjurar la desventura, a las gitanas que leían la mano, pero todo fue en vano. “Blas”, que así se llamaba el mozalbete, no se asomaba por ningún lado. Como era natural los padres no se dieron  por vencido y menos se resignaban a perder al hijo amado, el primogénito y único hijo. Así que la pérdida  de aquel niño era una verdadera tragedia para la familia de “Blas” que estuvo ausente durante cinco meses, sí cinco meses…Cuando recuerdo aquel triste episodio de pueblo, me remito a la historia  de lo que habrá sufrido Abraham (narrado en Génesis de la biblia) cuando su Dios para ponerlo a prueba acerca de su amor hacia él le ordenó sacrificar en hecatombe a su único hijo, Isaac, que les llegó cuando ya eran demasiados viejos él y su mujer.
En el aniversario de su desaparición ya se le consideraba muerto. La familia  dispuso en su honor una serie de rosarios fúnebres para recordarlo. Mientras más entretenidos estaban se apareció intempestivamente “Blas” como si hubiera brotado del aire, como sí hubiera salido a dar un simple paseo de pocas horas. Así  lo demostraba en sus gestos y actos. Venía contento y su semblante todo coloreado por el calor del sol y  la buena vida. Llegaba el hombrecito convertido a semejanza de un cochinito cebado. Conversaba con claridad y de corrido que no era su estilo,  y con una sabiduría de hombre grande. Tal parece que se le había adelantado la edad.
Después de la alegría causada por su milagrosa presencia se le amontonaron cientos de preguntas que el niño no atinaba a responder. Era la casa una torre de Babel en donde nadie se entendía. Se le tuvo que llamar la atención a los asistentes para que callaran y preguntaran en orden para que el resucitado les contara a cada metiche  sus interrogaciones.
“Cuando me di cuenta — comenzó a narrar — que me había perdido me ganó la desesperación y me puse a llorar. Quise calmarme poniendo en orden mis sentidos, pero no pude. Perdí por completo la orientación por eso no supe regresar a casa. No sé cuánto tiempo haya transcurrido. Cuando más angustiado estaba aparecieron frente mí no sé de dónde unos niñitos desnudos que me consolaron y me invitaron a jugar en sus casas para distraerme. En un principio me resistí pues nunca los había visto, pero era tanta su insistencia y simpatía que  me convencieron para acompañarlos a su ciudad.
Era una tierra llena de preciosas pirámides con escaleras por algunos lados que no dudé en subirlas, ahí arriba pude ver repartidas en la lejanía casas con techos de huano; bajé y me llevaron a ver donde se abastecían de agua y vi  un tremendo hoyo y en el fondo, un cenote de aguas verdes y en la orilla un grupo de viejos con el pelo largo, sucio y seca de sangre que se preparaban para aventar al foso a una joven hermosa de huipil blanco y llena de collares de concha de jade y oro. Me asusté y me contentaron al explicarme que era una costumbre religiosa para pedirles a sus dioses la gracia de mejores dones para que la tierra no dejara de producir el alimento maya que es el maíz. Luego me invitaron a jugar en un campo de pelota, pero no como el que conocemos. Era un campo rectangular en cuyos  extremos se habían instalados en las paredes unos aros de piedra caliza en donde se debían meter una pelota maciza parecida al hule, pero sin usar las manos, sino con las caderas, los muslos, los antebrazos o cualquier parte del cuerpo. Se protegían las partes más delicadas con forros especiales  repletas de algodón para amortiguar los golpes de la pelota. Por la noche con la ayuda de una antorcha continuamos con el paseo y me llevaron hasta un edificio construido sobre  un cerro. Entramos y subimos la escalera de caracol hasta donde estaban unos viejecitos de escasas barbas que manejaban un aparato de madera semejante a una araña que movían por todos lados en dirección al cielo. Me explicaron que con ese instrumento los sabios podrían pronosticar los tiempos exactos de la venida de las lluvias para el cultivo de sus plantas. Luego nos fuimos a dormir en casa de las Viejas que así le llamaban a un  edificio que le construyó un rey enano a su madre en recompensa por haberle ayudado a derrotar  a otro soberano que no quería dejar el trono, pero que fue vencido en una serie de apuestas.
Al otro día vi a unos señores de calzones que labraban en piedras largas fijadas en el suelo unos símbolos que no pude entender. Los aluxitos me explicaron que escribían los hechos más importantes de sus gobernantes para darlos a conocer en el  futuro de la humanidad.
De tanto ver cosas inexplicable para mí, creo que se me nubló el entendimiento que hasta olvidé por completo  el problema en que había caído. El tiempo pasó sin darme cuenta, no sé cuánto haya sido, pues en ese lugar los días son horas, las horas, minutos, y los minutos, nada. Por eso me causa mucha extrañeza su sufrimiento pues —sí no me equivoco—  estuve fuera de casa unas pocas  horas.
     ¡Eso crees tú recabrón! ¡Han pasado cinco…cinco meses  que nos hiciste sufrir— le interrumpieron en coro todos los presentes y continuó:
—Jugué y paseé mucho hasta que me fastidié y cuando lo notaron mis amigos intentaron variarme  la diversión. Les manifesté que no era esa la causa sino que quería regresar a mi casa y no se negaron, pues creo que también ya los había cansado. Antes de despedirnos me prometieron, si yo lo deseaba, que podrían regresar por mí para enseñarme el avance  de la ciencia y la cultura de su pueblo o algún oficio que me permitiera vivir desahogadamente para ayudar a mis papás. De la misma manrera me aseguraron que me podrían convertir en un excelente hierbatero para curar toda clase de enfermedades misteriosas o me obsequiarían  el secreto de la eterna juventud o la valentía y el arte para ser un gran torero de cartel, no del montón. En fin, se comprometieron a muchas cosas, luego me encaminaron directo hasta la puerta de la casa nada más que ustedes no los pudieron ver, sólo los niños como yo, así son ellos. Fue de esta forma como pude sobrevivir, si debo decirlo así, y regresar en tan corto tiempo contento y lleno de salud gracias a la ayuda de esos buenos liliputienses”.
El público presente se sumió en un profundo silencio ni el zumbido de moscas se escuchaba; la historia fantástica le había mordido el alma de la incredulidad.
Más de pronto se rompió el éxtasis cuando una niña gritó de repente:
     ¡Miren! ¡Miren! ¡Ahí están! ¡Ahí están los aluxitos! ¡Nos están oyendo! Todos siguieron la dirección del dedo de la niña, pero no vieron nada, sólo nada en donde no hay, nada…
Se fueron retirando aturdidos por la historia contada y en cadena la esparcieron en todo el municipio.
A los padres  no les quedó más remedio que celebrar en su solar el rito sagrado de los aluxes, pues en realidad se olvidaron de su cumplimiento en ese año y las consecuencias fue el rapto de Blas.
Así pues, mi estimado lector, estas creencias, de por sí emocionantes ya se están olvidando o mejor dicho ya no se platican en el presente siglo; a veces ni los abuelos se preocupan por conservar la llama del imaginario infantil, ni tampoco la fomentan, ya sea por desgano o por la falta de interés de los nietos, provocado por el enemigo número uno que es la televisión que enajena la voluntad de los chiquillos. Es una lástima ya que nuestra tierra es rica en tradiciones que no se podrán conservar, y que conforman nuestra identidad local, estatal y nacional; ya pasado el tiempo no quedará rastro de nada, y para nuestra desgracia heredaremos en su lugar una serie de prácticas importadas y con olor a basura podrida.
Yo, sin embargo, sigo creyendo y  fomentando, siempre, entre la gente que estimo todas aquellas historias obsequiadas por los abuelos las cuales me trasladan a otros mundos y me recuerdan mi niñez.
Yo sí creo en los aluxes, ¿y tú, mi amigo lector?

Esta otra historia es corta, pero te va  gustar.
En mi infancia tenía un amigo llamado Luis Aké que juntos practicábamos el beisbol en el barrio nuestro. Por motivos de estudio me alejé de él y no regresé hasta que no obtuve la carrera que me da para vivir: la carrera de maestro.
Ya pasados los años, un día se presenta ante mí el padre de Luis que me ofrecía en venta  su casa. Le aclaré que por ser nuevo en el oficio no ganaba lo suficiente para comprársela y me dio la solución:
     No se preocupe “Profe” veo que tiene una bicicleta y una televisión, se las cambio por mi casa, ¿qué le parece?
No lo pensé dos veces y acepté. Pero antes quise saber los motivos de aquella decisión, pues la casa tenía mucho más valor económico y me contestó:
     Se lo voy a decir, pero no vale arrepentirse del trato que hicimos, ¿de acuerdo?
     De acuerdo — y prosiguió.
     Como se habrá dado cuenta ya mi hijo varón Luis ya no vive. Se lo llevaron los aluxes.
     ¿Los aluxes? ¿Cómo está eso? ¡Cuénteme!
     Pues verá profesor, cada año le ofrecíamos un janlikol al terreno que ya habitaban los aluxitos, pero fallamos una vez y ya ve que nos pasó se nos murió Luis. Por más que luchamos para salvarlo, llevándolo muchas veces con el doctor, pero no sanó. Cuando nos acordamos que era obra de los dueños de la tierra ya no hubo remedio.
Por eso es que decidimos vender la casa, los recuerdos nos matan y no quisimos sufrir de lo mismo con los hijos más chicos. Esa es la razón de la venta de mi terreno; una lágrima furtiva saltó de sus cansados ojos que limpió con el dorso de la mano, con la única mano que tenía; la otra, la perdió reventando voladores en un gremio.
Cuando ocupamos la casa seguimos con los consejos del viejo vendedor y le ofrecíamos a los aluxes  abundantes comidas y bebidas, pero un año fallamos y esperábamos el castigo a nuestro descuido, pero no pasó nada, los aluxitos se habían cambiado de casa. Lo supe cuando el vecino me conversó que sus niños veían seguido a unos niños que los invitaban a jugar. Así que mi pobre vecino ya sabía del compromiso contraído y qué debía hacer para que sus hijos no se enfermaran…

Y aún hay más historias de…
A mi nieta Jade le cayó una enfermedad que la puso al borde de la muerte. Se le presentaba exactamente al mediodía una temperatura fuera de lo normal en la planta de los pies y las palmas de las manos y una diarrea intermitente. Había sido tratada por pediatras de la ciudad de Mérida  y ninguno  pudo sanarla. La abuela creyente en enfermedades misteriosas de este tipo aseguró que no era trabajo de doctores, sino de yerbateros. La sugerencia no cayó en saco roto y se acudió con un hechicero  en la ciudad de Hecelchakán, quien le devolvió la salud íntegramente con sus brebajes y las famosas limpias de ruda en golpeteos   por todo el cuerpo de la niña para combatir a los duendecillos. Mi niña sanó.
Después la mamá, atando cabos se dio cuenta que cuando la niña salía a jugar en el patio de la casa se ponía a conversar consigo misma, pero como es la costumbre de los niños no le dio importancia.
Pero a veces se dirigía a ella y le decía:
     Mamá bebé, bebe´…
     Sí hija, bebé le contestaba sólo por decir algo.
La verdad, era que la niña en realidad sí veía a esos aluxitos y vivían junto a ella.
En el patio del vecino había unos cuyos.

Andrés Jesús González Kantún
Calkiní, Campeche, 11 de febrero de 2011.




No hay comentarios:

Publicar un comentario