LA ESTACIÓN VIEJA
La calle 22 que divide a la ciudad de Calkiní, casi por la mitad, en épocas pasadas la recorría en toda su extensión el corcoveante ferrocarril de vapor de vía angosta en bamboleos frenéticos que daban la sensación de volcarse, que las hubo muchas, pero sin consecuencias graves en la mayoría de las veces.
En esa misma calle, entre la 22 “A” y la “22” se encontraba ubicada la estación vieja llamada así porque ya había dejado de funcionar al desecharse las máquinas de vapor que habían sido remplazadas por otras de mejor eficacia como lo son los trenes diesel de vía ancha. Sin embargo, prontamente la estación actual ha vuelto ha quedar sola debido a la mala administración de los accionistas que no pudieron avanzar de acuerdo con la exigencia de la modernidad, a diferencia de otros lugares de la república y del mundo que sí han sabido explotar con éxito esta clase de transporte para beneplácito de los usuarios.
De ese edificio del que se le habla era una estación de techo enlaminado y circundada por una calzada de piedras labradas. Contaba además, con una sombría sala de espera con su taquilla de venta de boletos a cargo del Sr. Peniche y una bodega atiborrada, siempre, de fibras de henequén, rollos encimados de huano para la hechura de sombreros, maíz y abarrotes.
En su parte lateral derecha se conserva aún quien sabe por cuánto tiempo más una calzada, cubierta la mitad de piedras labradas y la otra parte, ya desaparecida, de material blanco con cenefa metálica en el borde, que se usaba como andén del ferrocarril y paralela a ella, atravesando la carretera, se había edificado un depósito cilíndrico de agua abastecida por un pozo el cual funcionaba con energía eólica (una veleta) que juntas alimentaban al tren de vapor en su sediento peregrinar por los montes del mayab en los albores de las primeras máquinas de fuerza de vapor inventadas por el hombre. Posteriormente en un programa de asistencia social el gobierno estatal construyó, anexo a estos carcomidos símbolos de la existencia de una estación de ferrocarril, unos lavaderos comunales que no funcionaron para los objetivos con que fueron planeados sino para otros, que sonrojaría a cualquiera.
En sustitución de esas reliquias fue creado un mercado ejidal con el propósito de brindarle al campesino un espacio para expender sus productos agrícolas con la idea de mejorar los precios que los ofrecidos en el mercado municipal, pero éstos ganados por su dejadez ancestral, prefirieron, para su comodidad, traspasárselo a intereses particulares para beneficiarse sin pegar un solo golpe en una construcción que no les costó ni un solo centavo.
En el lado izquierdo (calle 22 “A”) frente a la vivienda del Sr. Norberto Carvajal Caamal, mejor conocido como “Rinkis” se estacionaban los tranvías (una especie de transporte jalado por caballos) que viajaban a los poblados de Nunkiní y lugares aledaños. Y por las noches estas planas se convertían en motivo de distracción para todos los niños del pueblo que los utilizaban para recorrerlos por las vías e intentaban abordarlos cuando estaban en movimiento exponiéndose al peligro de algún accidente.
Estos recuerdos sólo se conservan tatuados en la memoria de los más viejos románticos que tuvieron la oportunidad de deambular en los alrededores así como en las entrañas de la estación ya sea como trabajadores o como simples espectadores en la diaria rutina comercial y social de esa pequeña ciudad; y aquellos favorecidos por el tiempo y la salud, continúan adoloridos en la nostalgia de cómo aquel viejo inmueble y los corrales de la estación, donde se apacentaban a los animales que se transportaban y que necesitaban descanso en espera de los matanceros, se han ido transformando poco a poco en escuelas de educación, primeramente anfitriona del Colegio Superior de Calkiní y de los primeros maestros rurales y luego convertirse en el alma máter de la educación superior en la carrera de la docencia albergando a todas las normales de la ciudad. .
En fin, la estación era una pintura regional de la vida cotidiana de un pueblo, y una dínamo que impulsaba la de por sí precaria economía de Calkiní. Por eso la llegada del tren era una fiesta de pueblo por una razón: traía en su vientre un caudal de oportunidades de trabajo para la sociedad en general dedicada, en muchos de los casos, a trabajos inseguros.
Entre este cuadro pintoresco de movimiento humano en derredor de la estación descollaba la figura peculiar de don Pedro Sosa cuyo trabajo era surtir a domicilio los encargos solicitados por su variada clientela, pero en una carreta de caballos y uniformado. Era el adelanto del Express universal.
“Mi vieja y cansada estación del ferrocarril de vapor de vía angosta que te mantuviste sola durante algún tiempo sin objetivo alguno, fuiste amiga múltiple del tren brujo, de los curiosos habituales, de los pregoneros ambulantes con las manos ávidas en busca de clientes ya sea por las ventanillas o dentro de los vagones, del buen don Cris Bolívar con su exquisita cochinita y su horchata inigualable, y qué decir del chaparro don Chemas el de los refrescos de sabores gasificados y de aquellos tus niños cargadores que se peleaban los clientes y que acongojaban el alma por el trabajo desempeñado como consecuencia de la necesidad, y de tus cargadores maromeros y equilibristas, aquéllos del” leguaje florido” como Chilaya, los hermanos Pacab, Adalio y en especial del inolvidable Luis Medina, pero no por su lenguaje sino por la fuerza que tenía a pesar de su figura enclenque, todos estos enfilados como hormigas, cubierta parte de la cabeza y la espalda con una bolsa de harina, cargaban sobre el lomo voluminosos productos atravesando una delgada tabla elástica sobrepuesta entre el andén y el vagón. Aunque la faena era exhaustiva no descansaban hasta terminar con el desembarque de dos o tres vagones.
En fin, tú le diste sentido a Calkiní en su desarrollo y a mi persona por las vivencias experimentadas en tu regazo de un niño suelto que anduvo por todos tus rincones sin reparos ni preocupaciones de nada, sin pensar en el mañana que en esa época no era tan promisorio para muchos por la condiciones estériles de vida de la familia así que el juego era el escape a la premeditaciones en el estudio.
Calkiní, mi antigua ínsula en el ayer que despertabas de alegría de tu monótono letargo con la presencia del tren de vapor en aquella vieja estación, te aseguro que ésta amiga mía, que fue el archivo de mi infancia condensada de inefables recuerdos, no la borraré nunca de mi memoria, salvo la muerte.
UNA LUCECITA MISTERIOSA .
La calle 22 que atraviesa por la mitad a la ciudad de Calkiní, camino antiguo del ferrocarril de vapor, por toda esa exvía de Tepakán a Kilakán o viceversa aconteció esta historia que les voy a contar, así que aguza los sentidos, mi único lector, y prepárate para viajar retrospectivamente en el tiempo en compañía de este romántico, hijo de Calkiní.
Ya se había convertido en una costumbre para los vecinos de aquel rumbo que por las noches, después de una pertinaz llovizna, se apareciera en el horizonte de la vía regularmente por el rumbo de Tepakán, una lucecita misteriosa roja y chispeante como una estrella de media noche, a veces en estado somnoliento o en danza epiléptica cuando estaba molesta, y no dejaba de transitar en un ir y venir por las vías del ferrocarril a un paso lento que pareciera poder ser tomada sólo con estirar las manos para poder descifrar el misterio de su sustancia.
Era un evento extraño, completamente insólito. Inconcebible. Nadie lograba explicarse, a pesar de mil conjeturas, cuál era el motivo de su necia presencia. No faltaron individuos algunos que instados por la fuerza de la curiosidad se envalentonaran para develar aquel misterio que tenía en jaque a la gente noctámbula, pero cuando se lograba ubicarla se difuminaba, se perdía en la noche y se volvía a presentar en sentido diferente. Era en verdad una lucecita burlona, terca, meciéndose siempre, balanceándose lánguidamente en el aire, mezclándose en la visión de aquel que tenía la mala suerte de encontrarse en su camino como jugando a las escondidas, como si fuera movida por hilos invisibles en manos de traviesos espíritus malignos.
Sin embargo, como sucede siempre, no faltaron las inferencias de gente entendida en esa clase de fenómenos enigmáticos, como aquellas vertidas por personas atadas a viejos moldes culturales ( los supersticiosos), que afirmaban que pudiera tratarse del alma en pena de algún garrotero del ferrocarril muerto tal vez en un accidente, o quizá que la tal lucecita en su obsesiva expedición, señalaba anhelante, según las creencias de esa época, un lugar en donde pudiera ocultarse algún tesoro y que sólo bastaba fijarse en donde se posaba para hacerse rico en un dos por tres. Otras versiones, como las explicadas por habitantes del barrio de Kilakán, afirmaban que se trataba del “Hich Cal” (un ahorcado) quien paseaba su alma por toda la vía del ferrocarril; pero los más enterados en materia científica opinaban diferente y aseguraban que se trataba de los llamados “Fuegos fatuos” consistentes en el reflejo de luces fosforescentes producidas por osamentas ya sean humanas o de animales después de haberse lavado con la lluvia. He ahí el motivo de su presencia después de la caída del agua. Esa teoría pudiera ser la más razonable, pues era una costumbre que el ferrocarril de vapor que durante su tambaleante recorrido atropellaba a los animales sueltos (época en que no se a acostumbraba a encerrar a las reses en sus corrales) quedando sus huesos esparcidos a todo lo largo de la vía provocando un centelleo intenso por diferentes puntos produciéndose de esa forma aquel tenso fenómeno que asolaba a los noctivagos.
Sin embargo, el vulgo en lugar de darle crédito a una respuesta científica prefería mejor razonamientos más fantasiosos o sobrenaturales con la finalidad de satisfacer su insaciable morbosidad con sucesos de naturalaza cautivadora.
Estimado amigo, si el miedo no te gana y quieres probar la veracidad de este relato, aprovecha algún espacio de tu tiempo y agazápate en cualquier rincón de aquella vía, te aconsejo la esquina de la tienda Las quince letras, y espera la oportunidad para testificar la llegada de esa lucecita noctámbula y enigmática, preferentemente después de una lluvia, y la podrás observar en toda su plenitud; sí, a esa radiante llamita que posee el don de la ubicuidad, es decir, de estar al mismo tiempo en dos lugares distintos. Acércate y pregúntale, ahora sí, la verdadera causa de su empecinada permanencia en ese lugar, de ese tramo de vía de inolvidables recuerdos de la infancia de este nostálgico amante de los sucesos del ayer.
Anímate, la calle 22 reconocerá tu valentía ya que podrás platicar en voz propia a las generaciones actuales y venideras sobre aquellos sucesos misteriosos que mantenían ingenuamente en suspenso a los abuelos. Yo desde niño y actualmente la sigo viendo, aunque ya no me causa asombro, pues ya me he acostumbrado a ella; si, amigo, ya estoy familiarizado con esa luminiscencia coqueta que todavía sobrevive en el corazón de los abuelos, y que persiste en su actitud de seguir exhibiéndose muy oronda en toda la vía antigua por donde transitaba aquel “Tren Brujo,” (se le llamaba así por su horario pasado de la media noche) aquí en Calkiní, mi lucecita que no me deja en paz solamente para recordarme que todavía respiro el aire de la tierra en que nací.
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