miércoles, 21 de septiembre de 2011


Mis nietos y yo
Alma infantil en Finados

En un día de Finados, un grupo de nietos míos miraban abobados las jugosas viandas: dulces y frutas que estaban ordenados coquetamente en el altar de ofrendas en honor  de los Difuntos.
Sabían, por indicaciones de sus abuelos, que no podían comer de las viandas ni las frutas antes, porque  los primeros bocados les correspondían a los invitados de honor de ese día: los Santos difuntos. Podrían disponer  de lo que quisieran más tarde, es  decir,  después del rosario dedicado a ellos.
Sin embargo, uno de ellos, Sebastián, no se aguantó las ganas y le pidió permiso a su abuela para paladear un postre. La abuela consentidora,  rompiendo las reglas de la tradición accedió, pero con una condición de que le pidiera públicamente autorización a sus dos bisabuelas encuadradas en sendas  fotografías  apolilladas  puestas en los  extremos del altar. Con la inocencia reflejada en las monedas nuevas de sus dos enormes ojos negros recitó el niño:
Abuelita Ofelia, abuelita Madús (así les llamó, porque no sabe de bisabuelas),  ¿me regalan ese postre que parece estar muy rico?
La respuesta  la dio el silencio, en boca de los espíritus que el niño tomó como permiso.
Abuelita ya me dieron permiso mis abuelitas,  ¿ya oíste? — gritaba muy contento.
Sí, ya te oísoltó la palabra mientras las manos hábiles sangraba el cuello a una gallina  de patio para los pibes  dedicado a los niños.
 Y la marabunta se zampó el dulce ante la mirada espantada  de sus primos.
Pero una de ellas inconforme, disparaba balas con la mirada por aquella profanación.
En esos momentos entraba una tía con un sabroso pan de Pomuch en una bandeja. Antes de sobreponerse ante la inusitada presencia  de tantos  niños, fue interpelada por la empistolada Yésica:
Deja, tía… yo me encargo, y sin darle tiempo de pensar le arrebata la bandeja y que a punto estuvo de tirarla  y se planta airosa ante el altar, diciendo solemnemente:
Abuelita Madús, abuelita Ofelia, gr, gr,gr, um, refunfuñaba les traigo este apetitoso pan, del lugar donde lo hornearon no me acuerdo el nombre, traten de comerlo lo más pronto posible porque si no mis mentecatos primos le pedirán permiso a mi abuela Lilí y ustedes se quedarán sin nada, así que ya lo saben.
Y antes de asentarlo sobre la mesa volteó hacia los niños y les  regaló  una mirada pícara de autosuficiencia y otra, al niño tragón.

Dos soles
Mis dos nietas y su mamá iban junto a mí en el carro con rumbo a la escuela del CENDI  en un momento en que el sol asomaba la nariz  en el oriente. En el camino esparcía su radiante luz que exhalaba   su enorme cara redonda  la cual provocó una exclamación jubilosa de  la más chica, Nuria:
Mamá, mamá mira es un sol.
Escuchamos  distraídos mientras salían   las noticias  del radio.
Seguimos rodando en la carretera y la luz del sol desapareció por causa de las ramas de los árboles que cubrían parte de la carretera y cuando las pasamos se volvió a aparecer y la niña exclamó otra vez resplandeciente como el sol:
Mamá, mira, es otro sol.
La sonrisa se nos escapó de la boca, y yo deseé que el tiempo se detuviere en mí para siempre  para seguir disfrutando  la ingenuidad del alma de los niños como el de mi nieta la que nunca pensé que hablara debido a un problema que trajo de nacimiento. ¡Cuánta dicha es disfrutar a los nietos! Quién lo ha sentido me ha de dar la razón.

 


¡Yooo!

Es en noviembre, el mes de cumpleaños de la familia. Se festeja a la mayoría  de mis nietos incluyendo a una de mis hijas y de pilón, el mío.
Un tiempo de viandas, refrescos, piñatas, dulces y cantos alusivos que en nostálgicos recuerdos no se mueven de la boca de los niños que a cada rato se distraen cantando retazos. Una de ellas, Nuria Itzel, que cumplía años  le preguntó su mamá cómo iba entonar en su día aquella canción de cajón que se interpreta en cada fiesta infantil, esto fue  lo que cantó en su media lengua:
 Un día feliz
niña nació
  llama yooo
                                                                               sea feliz…














TEMBLOR EN MIS RAÍCES
S
egún los prejuicios, sangre fuera del matrimonio es espuria sólo por el hecho de no haber gorgoteado de una fuente natural de una unión legalizada por   las autoridades civiles.  Esa situación de formalidad legal fue mi tormento durante una parte de mi vida. Un apellido solo y maltrecho de orfandad paternal
 Mi estancia en este mundo ha sido producto de la soledad de una mujer que por azares del destino quedó viuda. Juzgarla no me corresponde, al contrario,  mi admiración enorme por haberme permitido el hálito  de la vida.
De cada parte de mi sangre  no me quejo. Del lado paterno fui atendido, si no fue en abundancia sí en lo necesario para atisbar  con decoro la existencia y además el respaldo, a tiempo, de un apellido para enarbolarlo ante una sociedad quisquillosa. Un apellido deseado  y que fue posible  gracias a  una eventualidad que se presentó  cuando estudiaba en la Escuela Normal de Roque, Celaya Gto. Ahí sólo ostentaba los apellidos de mi madre. El director de la escuela, el Prof.. Juan Tejeda Morales, en el llenado de las estadísticas, advirtió este detalle y me mandó llamar para conocer de mi boca el por qué de mi apellido solitario, pero no fueron necesarias las explicaciones, pues él como persona experimentada me ahorró la pena de los pormenores y me prometió:
Ese problema yo lo arreglo, hijo, déjamelo por  mi cuenta me consoló.
Le escribió a mi padre con persuasivas argumentaciones de la necesidad de cederme su apellido para no entorpecer la continuación de mi educación (una mentira piadosa, pues para seguir estudiando no era un impedimento mi situación civil) y la respuesta fue positiva. La angustia que me tenía envuelto en mi niñez  se resolvió de la manera menos imaginada.  Ya podía asentar el apelativo paterno. Sin embargo, algunos conocidos de tiempo atrás me saludan como me conocieron; otros, con el apellido actual.
Antes para que una persona casada pudiera reconocer a un hijo fuera del matrimonio había que conseguir el consentimiento de la esposa. Hoy ya no es necesario, basta con que el padre quiera o lo exija la otra parte.

 De mi madre, ¿qué recibí?, las palabras sobran, pero lo  podría resumir en una palabra: todo. En lo físico, la piel cobriza, el carácter  y parte de los rasgos;  y de mi padre la nariz, pero eso basta para ser reconocido como uno más de los suyos.
En mis diarias correrías de trabajos y mandados una joven llamada  Érika  ha venido a perturbar los recuerdos familiares de mi ascendencia clandestina, en el lugar que sea, me saluda enfáticamente, tío por aquí, tío por acá, y tío por todos lados. Yo me siento aturdido, mareado, incómodo, indeciso de responder al saludo por la diáfana sinceridad de su entrega que le estalla por los poros. Tal parece que conoce los laberintos genéticos familiares desde siempre y le salta el reconocimiento al considerarme como parte también de ella. Actitud  nacida de la sinceridad de un corazón ajena a las mezquindades de una sociedad ofuscada en los convencionalismos, del origen.
De mi persona sólo sé que las dos mitades de  mí me supieron dar lo que me hacía falta para vivir feliz el resto de mis días.



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