domingo, 11 de septiembre de 2011

Lo que me faltaba por contar



LO QUE ME FALTABA POR CONTAR…
Andrés Jesús González Kantún

A los quince años de edad viajé a la ciudad de Celaya Guanajuato, la tierra de las cajetas,  para continuar mis estudios como maestro normalista por haber fracasado en dos intentos por estudiar en la normal de Hecelchacán, Campeche, alma máter en educación en el Camino Real y de otros lugares y un medio para aspirar a mejores niveles de vida. El pase no era automático, había que aprobar  un examen de admisión semejante a la prueba Enlace coco de los alumnos de hoy, pero para mí fortuna logré aprobarlo y lo celebré como un buen aldeano mandándoles a mis familiares una fotografía jineteando un caballito de madera. ¡Dios, que cursi! Cuando rememoro esa victoria del talento   se me llenan de buganvilias rojas los cachetes, ya desinflados por Cronos, aquel ser mitológico y democrático que no sabe perdonar a nadie cuando se trata de la existencia.
Me acomodé en la escuela  y exploré sus alrededores y descubrí en el jardín de un maestro de educación física una fruta  de aterciopelada  piel que saboreé  por primera vez y  desde ese tiempo ha formado parte  del coctel  de mis frutas predilectas: el durazno. Mi madre para estar cerca de mí aprovechó  las múltiples invitaciones de un tío   y viajó a la ciudad de México  para quedarse cerca de mí mientras terminaba mi carrera profesional de cuatro años.
Tan lejos de mi suelo nativo, pero tan cerca del regazo original que es mi madre. La visitaba continuamente en una incómoda y arriesgada aventura: los famosos aventones, que hoy ningún chofer se atreve a ofrecer por el cambio de la vida ya deshumanizada por la pobreza. En mis locas travesuras, tuve la suerte de contar con choferes que me  permitían acompañarlos como copiloto en sus extenuantes viajes, pero siempre con una enérgica consigna: no dormirse en el camino.
En cierta ocasión conocí la ciudad de Pachuca de manera casual. En San Juan del Río Qro. ,  hasta donde había llegado en mi recorrido gratuito, se detuvo el chofer de un tráiler que me invitó a subir y me advirtió que se dirigía  a la capital, pero  tenía que pasar antes por Pachuca, que era un rodeo enorme. No lo pensé dos veces y me encaminé a la casa de los “Tusos” a una aventura nueva a mis  16 años con dos meses encima y yo tan lejos de mi añorada tierra. Esa noche fue mi compañero de infortunio  el frío ártico encasquetado en un gélido viento que secaba el pellejo enroscándolo  en un pergamino de momia egipcia. El conductor en su cabina, calientito mientras yo debajo del camión con una sabanita que me prestó el conductor para engañar a mi entumecido cuerpo. Esa noche hidalguense y de pulque de mil colores y sabores artesanales que se consumían cerca de ahí, me permitió repasar de pe a pa mis alegrías y mis desventuras. A temprana hora continuamos con el recorrido en esa sierra encabritada  llena de subidas y bajadas,  de barrancas y curvas en un vértigo intenso y continuo que arrugaría el ánimo de cualquier hombre que presuma de valentía.   Bueno, a esa edad no se le da importancia al peligro, esa sensación de miedo llega en el Otoño del patriarca. Las palabras para distraer al trailero se me gastaron en la cortedad de mis años, y en el cofre de mi timidez no hubo ninguna más de reserva, sólo hallé cansancio, por la mala noche invernal y caí vencido por Morfeo. Error grave pues el sueño se contagia y el conductor estuvo a punto de salirse  de la carretera, por fortuna fue en un terreno llano, que escasean en esos entornos, que sí hubiera sido en la zona escabrosa otra historia sería la mía y nunca hubiera tenido el gusto inédito de conversar con usted mis experiencias juveniles.
Pasado el tiempo conocí los maravillosos prismas basálticos de Huasca, un capricho extraordinario  de la naturaleza;  y el pueblo de Real del Monte con remembranzas arquitectónicas, sus artesanías en oro y plata y su cocina todo esto de ascendencia inglesa y que alborotan los sentidos.  
Cuando llegaba a mi destino, la ciudad de los palacios, me botaban en cualquier lugar y yo me las arreglaba para llegar hasta la casa del tío, recorriendo distancias insospechadas y atravesando lugares que en esa época eran peligrosas, pero no tanto como ahora: Tepito, La Merced, El Carmen en donde  asentaban sus dominios— como hasta hoy— las mujeres que practican el rito más excitante y antiguo del mundo. El paso por ese lugar sí uno se descuida hasta lo pueden desvestir, Circunvalaciones y finalmente,  Candelaria de los Patos que era mi destino final.
 De recién ingresado en la escuela, en un viaje relámpago a México, me detuvieron en el Zócalo o Plaza de la Constitución, dos judiciales por la facha en que iba: los estudiantes más viejos de mi escuela me habían rapado la cabeza y me la habían convertido  en una bola de billar tan pulido como la sonrisa de una luna en un plenilunio de octubre como pago   de mi ingreso a la escuela, que así era la costumbre, y sí no hubiera sido por  mi credencial  de estudiante le hubiera hecho compañía a los huéspedes de Lecumberri.
 Y en otro viaje (1968) a México, iba caminando distraídamente por la Alameda central, cuando vi un movimiento militar por sus alrededores, nunca me imaginé que cerca de ahí,  en Tlatelolco, ese día,  se iba a cometer una de los genocidios más vergonzosos de estudiantes  preparatorianos  y universitarios que  pedían democracia y libertad de expresión por la manera autoritaria en que se  gobernaba al país en ese entonces. El presidente Gustavo Díaz Ordaz, siniestro personaje del partido más antiguo de México, dio la orden de ataque,  bajo la mano ejecutoria y asesina del tenebroso  Luis Echeverría Álvarez. Murieron cientos de estudiantes y personas que por casualidad descansaban en ese espacio histórico.  Para mi buena suerte, esa vez,  no entré a esa zona llamada también como Plaza de las tres culturas, para leer mis tradicionales revistas de Selecciones.
Otras veces, con el dinero ahorrado en la escuela, me daba mis escapaditas para conocer los lugares más singulares de la ciudad de México: el Auditorio Nacional (en ese espacio de participación artística internacional, últimamente, un ocho de septiembre de 2010 como maestro jubilado participé en un grupo de canto en el 4° Festival Nacional Cancionissste en representación de la Región Sureste. Lo único triste para nosotros es que no cobramos por nuestra  actuación); el teatro Burlesque, era un atractivo para los enfermos  de temas eróticos; el teatro Blanquita que aún funciona,  conocí a los artistas de moda de aquella época: Alberto Vázquez, a los tríos de moda, Enrique Guzmán, Angélica María, Julissa, José José, José Alfredo Jiménez; visité también  los sitios turísticos como  el Castillo de Chapultepec, sede de gobiernos anteriores; la Villa de Guadalupe cuando aún se adoraba a la Virgen en una iglesia semejante a la torre de Pisa por su inclinación; la catedral Metropolitana construida sobre  las ruinas del Templo mayor mexica para erradicarles sus creencias politeístas; la Torre Latinoamericana en donde se admira a toda la ciudad de México sumergida en el aliento cristalino de sus dos volcanes inmemoriales: el Popocatépetl y el Itztlacíhuatl; el Museo de cera en la exhibición de personajes célebres como un piloto aviador famoso que no recuerdo su nombre y  Pedro Infante, inolvidables; Xochimilco cuando sus aguas aún eran limpias y perfumadas por las chinampas plenas de verduras y flores; el Museo de Antropología e Historia, hoy guardián del libro histórico de cantos y tradiciones de los abuelos: Los Cantares de Dzitbalché; el mercado de la Merced, un Tlaltelolco prehispánico que causó la admiración de los españoles por la infinita variedad de sus mercancías traídos en canoas por diferentes poblados circunvecinos y de otros lugares lejanos; Tepito, cuando aún refulgía la honradez y la seguridad (nombre que se originó de la plática entre dos policías que se ponían de  para protegerse del peligro: cuando estés en peligro me pitas, y cuando yo lo esté te pito);  el Zócalo, guardián de mil historias desconocidas, desde la toma de la gran Tenochtitlán hasta nuestros días; Garibaldi, sede de Mariachis y galería de efigies de los cantores más emblemáticos de México: Pedro Infante, Jorge Negrete, José Alfredo Jiménez y su mercado de comida tradicional con sus molestosos pregoneros y músicos ambulantes:  la olorosa birria, pancita  y sus huaraches ya extendidos en otros estados, etc.
Los aventones, que ya eran una especialidad para mí, no sólo consideraba como destino la ciudad de México, sino que se extendían más allá de otros estados. Conocí la mayor parte de Guanajuato; la feria de San Marcos en Aguascalientes con sus peleas de gallo; Jerez, Zacatecas que a una invitación de un compañero, originario de ese lugar Sergio Mayorga, corrimos juntos una loca aventura en un mes de diciembre que por causa del intensísimo frío, más que el de Pachuca, sólo estuve dos día de los quince planeados, no obstante, que por las noches me dotaron por la mamá tres cobijas que al no aplacarme el frío me encendieron un anafre. No aguanté  y me regresé a la escuela, atravesando a fuerzas la capital zacatecana de calles empedradas de subidas y de toboganes. Un regreso, ahora sí en un camión de pasaje con un préstamo económico que nunca le devolví a mi migo salvo y menos un abrigo verde que utilicé mientras él regresaba de sus vacaciones a la escuela, aunque logré conocer algunas tradiciones que no se practican en nuestra tierra por ejemplo el acompañamiento común de llevar a los difuntos a su última morada con una banda musical, la práctica extendida de poseer  en todos los hogares  un jardincito que se cuida con esmero y un amor maternal y en medio de esas flores algunas pajareras  colgadas en los lugares más coquetos. La leche caliente y los panes infalibles y los frijoles bayos en cocimiento, contrayendo y dilatando los lóbulos de la nariz que no se cansan de saborear los exquisitos olores que  despiden  los recipientes de barro en una mañana de desayuno frugal; un comedorcito, paraíso de la glotonería y una mujer recatada limpia que se movía como pez en el agua en sus quehaceres domésticos con sus  crenchas cenizas y un mandil azul cielo y  comprometida por las leyes de la urbanidad en la atención  de un paseante en la orfandad de una tierra alejada que  sólo había llegado a causar molestias y más molestias.
Ahí tuve la gracia de conocer la casa de uno de los poetas más representativos de ese pedazo de tierra bendita: Ramón López Velarde que cantó, “Yo que sólo canté de la exquisita/partitura del íntimo decoro/ alzo hoy la voz a la mitad del foro/a la manera…”
En algunos diciembres o fiestas  de mi barrio, en mayo, me aventuraba a más peligros y lograba llegar a mi destino de mil maneras, aunque con la vergüenza desparramada en pedazos por  todo el trayecto. En una ocasión viajé en la cajuela de un autobús en donde se guarda el equipaje, con un amigo becaleño (Víctor Farfán Canto). Los choferes ya en  pleito con su conciencia se humanizaron y decidieron, como buenos samaritanos, en permitirnos a ocupar los asientos destinados para ellos.
Inconsciente de mis actos de juventud nunca quise entender el problema que le causaba a mi hermano mayor  en mis viajes intempestivos, pues lo comprometía a sufragarme  el pasaje de vuelta a la escuela. El mismo problema le causaba a mi madre adorada cuando viajaba a México. ¡Qué locuras de la adolescencia, provocadas por amores huidizos y de amores eternos (mi esposa), y por la nostalgia a la tierra madre que me concibió en su bienaventurado suelo! Aún no terminaba  de hacer chuchu´(mamar).
Bueno basta de romanticismos y pesares y de una vez abordaré el tema que aquí me aqueja y que hace tiempo quería contarles, empero,  lo espinoso del asunto  bien vale la pena compartirlo para obtener lecciones didácticas que encaminen a los jóvenes inconscientes a escoger entre el remolino de la vida el camino correcto para vivir mejor en salud y armonía familiar.
 El problema de las drogas ha existido siempre en el México desde hace mucho tiempo, aunque con mayor discreción que ahora, pues lo gobiernos tricolores de esa época sabían acallar las conciencias por obvias conveniencias. Hoy, un partido celeste en el gobierno, para quedar bien con el pueblo, se aventuró a una batalla sin cuartel, sin tiempo ni gloria, contra el crimen organizado conformado por las mafias de las drogas que carcomen la salud de los jóvenes, pero no  ha logrado vencerlos porque ya se han enraizado en todas las capas sociales y aún en la esfera de los que mandan en el gobierno a través de redes de complicidades indestructibles.  Hoy aquel partido político del pleistoceno   quiere regresar al poder y ya veremos si podrá cambiar el panorama de inseguridad y de salud que tanta falta le hace al pueblo mexicano.
En esos tiempos se consumía algunas variedades de estupefacientes  como el LSD, pero se comerciaba más la hierba maldita: la mariguana (cannabis sativa).
En un viaje a la ciudad de México para visitar a mi madre, me encontré con un amigo del mismo condominio que me convidó a subir con otros  a la azotea del edificio para conversar. Acepté la invitación y los seguí por las escaleras de caracol que dan a la azotea, que servía también  como tendedero de ropa. Se sentaron en círculo apache y uno de ellos sacó una cajetilla de cigarros, no me acuerdo de la marca, y extrajo uno que fue destripado de sus entrañas y lo retacaron de una yerba seca recogido de un trapo que uno de ellos traía guardado en el pantalón. Se lo fueron pasando uno tras otro  y cuando llegó mi turno no lo acepté ni tampoco me obligaron a fumar las “tres” que en el gaje del vicio es el cachito de cigarro que queda para darle la última chupadita. Ya intuía desde antes de qué asunto se trataba y si no me animé, aunque me ganaba la curiosidad, fue porque existía la vasta creencia popular que quien lo probara por primera  se quedaba  atrapado en el vicio para siempre. “Una verdadero mito”, asegurarían los expertos en salud.  Lo que nunca olvidé fue el olor penetrante del humo que en  volutas caprichosas  jugaban en derredor de las ropas por secar. Pero lo que no  sabía  era que en ese momento me había estaba convirtiendo en un fumador indirecto o pasivo.
Por fin, terminé mi carrera docente y me mandaron a la escuela secundaria técnica agropecuaria de Entabladero, Veracruz. Después de un año de aprendizaje en el trabajo,  me transfirieron a la tierra de las jícamas, Maxcanú, Yucatan. Fue en este lugar, de inolvidables recuerdos de efímeros amoríos juveniles y locuras inconscientes,   viví una experiencia  debido a mi curiosidad insatisfecha acerca de lo que contaban que producía los estupefacientes. Una experiencia que jamás olvidaré.
La amistad creada ahí fue una cadena interminable. El deporte y la música fueron mis cómplices, y mis alumnos mis guardaespaldas. Motivo que originó que me inculparan como autor intelectual de una rebelión de padres de familia para expulsar al director de la escuela. Sin mediar los argumentos de defensa me mandaron a mi tierra como castigo. Aunque parezca mentira opuse resistencia porque ya tenía casa en aquel lugar que me había costado mucho sacrificio. Pero la sentencia traía implícita una amenaza. Ahora es tu tierra, pero mañana… quién sabe.
En un día caluroso, un grupo de amigos nos encaminamos hasta las vías del ferrocarril, un lugar discreto para conversar de cosas prohibidas, en donde fui testigo de un caso triste por causa de la mariguana que le pegó fuerte en las asentaderas a un amigo, asentaderas que las usaba  como cabeza.
Sus ojos, dos colorados soles pintados aparentemente por el calor producido por la quema  de los montes en las tardes de abril; el  rostro desencajado en  mil antifaces  que caracterizaban fulgores, sonrisas, desencanto por la vida, y saltando   de su boca gozosa torrenciales palabras de ficticias creencias de hombre invulnerable que sentía en esos momentos y que aturdían  el alma de los que estábamos junto a él que en voz de micrófono anunciaba:
—Yo soy Supermán! ¡Yo soy Supermán! ¡Admiren mi fuerza!
Con esos aullidos  cargadas de falsas  alegrías y  sin previo aviso, se interpuso en el camino del ferrocarril  que en esos momentos venía resoplando con sus mil cargas de pesares e ilusiones, sostenidas en sus ciempiés de acero mortal, iba rumbo a la ciudad de Mérida.
 Y aquél perdido para siempre en su mar de confusiones y orfandad, terminó despedazado en mil trozos informes revueltos de pellejo, sangre dolor y agonía instantáneas. Lo vi descuartizado en los cascos de la máquina y yo quedé petrificado con estos ojos míos del recuerdo, y que a pesar de andar con ese grupito de incipientes buscadores de emociones nuevas no me manché el plumaje, claro por el momento, en esos ajetreos locos de juventud en rebeldía por la costumbres  de una sociedad paralizada en la monotonía y los prejuicios.
Ya instalado en la montura de esta tierra de mis amores, el destino casi configurado por la computadora de la vida, destaparía a esa insana iguana  de la insatisfacción que venía picando mi testaruda curiosidad, desde mucho tiempo atrás.
Una tarde de mayo en que me disponía a bañarme en aquel enorme y oscuro cuarto de una vieja casona colonial,   llegaron repentinamente  aquellos desequilibrados amigos de la  juventud, llevando en sus manos, uno de ellos, un frasco transparente de líquido translúcido envuelto en un pañuelo para disfrazar  actividades ilícitas de aprendices provincianos a consumidores de enervantes.
Empinaban aquel frasco sobre un pañuelo  del cual salía un líquido volátil que se  apuraban a inhalarlo con deleite cuyas consecuencias no se hicieron esperar, convirtiendo a los comediantes en personas infames, idiotas y con actitudes  vergonzantes.
Uno de ellos, maldita sea, mi compañero de cuarto, Alfredo Itz López de Dzindzantún, Yucatán, se apresuró a invitarme.  Aquel líquido, bicho multicéfalo, de veneno voraz adormecido en mí conciencia desde milenios, despertó inquieto y parpadeante y quiso probar lo que nunca había probado.
Sobre un pañuelo vaciaron unas cuantas gotas perversas de aquel brebaje etéreo  que me apuraron a inhalar porque según ellos se vaporizaba rápidamente y además costaba una fortuna, pero no fraguó en mi cerebro en el primer intento. Se miraron entre sí y me cargaron la medida, pero no pasó nada, repitieron la carga y sonrieron con malicia y esperaron las consecuencias que se produjo en un instante en mi ego de alquimista de demencias inútiles en mis altibajos anímicos.
Me cuentan que sufrí una transformación horrible: me convertí en un Frankistein de película; me transformé en un Quasimodo de Víctor Hugo; en un míster Jekyll; mis ojos se voltearon al revés como cuando se produce una epilepsia y giraban como un carrusel desbocado; mi boca, un rictus infernal como de dolor o de alegría mientras  de mi boca escapaba un rizado enorme de esponjada baba así como las que arrastra un río a causa de las inmundicias y residuos de sustancias químicas después de una lluvia torrencial. Ojalá hubieran estado mis victimarios en mi papel de experimentador obligado por la curiosidad para que sintieran  lo que yo sufrí.
Estando de pie sentí que el piso se me iba alejando   a pasos acelerados así que aproveché una silla para sentarme y estar más cerca de suelo de ladrillos antiguos, se seguía apartando más  y me senté en un banquillo, se me iba hundiendo con mayor velocidad y me puse en cuclillas y al gastarse el suelo me fui hundiendo hasta un pozo sin fondo y para evitarlo me boté en el suelo y empecé a rodar con más vuelo  por toda la casa así  como unos troncos que ruedan de una rampa, rebotando en las paredes como unas fichas en pleito que se sacuden en una caja en un juego de azar llamado chingolingo; desgarré con mis movimientos giratorios los dos mosquiteros que asentaban sus faldas en el suelo; viajé a la luna en segundos antes que Julio Verne y Amstrong; Viajé a Marte, antes que Ray Brádbury y los futuros colonizadores americanos; llegué a Calkiní en donde vi a mis familiares histéricos que me velaban en un ataúd cercado de velas fosforescente y rosas negras y perfumes de cedro y eucaliptos yucatecos; regresé a mi escuela normal de Guanajuato herido de nostalgia para recordar los tiempos idos con los amigos inolvidables como Sergio Mayorga, Alfredo Valdés, Miguel Villagómez; regresé a Tarimoro para ver por última vez a aquella rancherita a quien no le pude robar un beso inaugural por causa de un enamorado despechado que me retó a batirme a un duelo a machetazos y que pude evitar gracias a unas alas que me brotaron de repente gracias a mis espíritus protectores; adelanté mi sueño al mirar en un mar de llantos a una jicamerita de caminar cautivante y de un querer indescriptible que no la pude despedir como se debe por un intempestivo cambio de lugar en mi trabajo; me vi encendido de gozo cuando en representación del comité pro clausura en mi escuela (1969) normal viajamos a México con un grupo de compañeros para gastar inútilmente en diversiones lo que nos dieron para  conseguir un padrino de generación; me encontré nuevamente con aquel toro asesino que interrumpe   mis noches de octubre en una persecución mortal; vi desfilar en pasarela a la novias  encandiladas con la promesa de las luces del amor. Todas estas escenas sucedieron en un flash mágico y  que  descorrió el velo de la intimidad de la   historia de mi vida en un viaje retrospectivo, presente  y futuro.
Aquellos malandrines  de pueblo, salieron en estampida alborotados por la situación de mi triste figura, postrado y avasallado por  los efectos letales que había obrado en mí aquella cobra de mortífero veneno, y no volvieron hasta comprobar que el silencio había dejado de hacer ruido. Jamás reaparecieron a alterar la tranquilidad de mi mundo y sí así hubiera sido los hubiera mandaba al carajo. La lección no la quise repetir de nuevo. Fue una lectura de la vida que ya no quise releer como acostumbro con otros libros que me fascinan como las obras del gran García Márquez.
Estos trastornos mentales, creadores de alucinaciones y falsas realidades producidas por las drogas del tipo que fuere, se conocían en mi época como “ponerse en onda”.

No me arrepiento de haberles contado  esta historia, amigos lectores, pues de ella algo se puede aprovechar para sacarle jugo que nutra el alma y el raciocinio para los que vienen de atrás, la juventud,  rompiendo caña.
 Fue una aventura que hasta hoy no he podido arrancar de mis recuerdos  a pesar de mis sesenta y dos años de vida. ¿Ese es el paraíso que busca la juventud actual para sentirse dioses mitológicos o en superhéroes? ¿Y los principios morales que fueron inculcados con celos en la familia? ¿Y la salud no cuenta? Sí tú eres joven y me estás leyendo, recuerda  que las drogas envejecen prematuramente a quien se anima a incursionar en sus dominios y cuando se es atrapado en sus tentáculos de mierda se descompone el mundo familiar ¡Maldita sea!
Posteriormente le platiqué a un amigo— practicante de medicina— el episodio que había experimentado y la descripción de aquel líquido gaseoso y después de sacar sacó conclusiones remató:
—Chuy, lo que tú aspiraste se le conoce con el nombre de cloruro de etilo y es de uso exclusivo para  la medicina, es decir, se utiliza como anestesia común. Fue una suerte que no te haya matado, pues se  requiere del conocimiento de un médico especialista.

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