IGLESIA DE SAN LUIS OBISPO
Andrés Jesús
González Kantún
Los monumentos históricos
del pasado prehispánico o colonial mucho
tendrían que ofrecer a nuestro intelecto, si gozaran el don de la
palabra porque han sido sigilosos testigos de historias inéditas que el tiempo
inexorable con su carga de sorpresas se
ha encargado de guardarlas en un cajón
de antigüedades que no se ha podido desempolvar y despegar las telarañas que las ocultan y que solamente
la memoria egoísta guarda para sí. Cada rendija, detalle o fachada
arquitectónica nos señalan épocas pasadas, corrientes culturales que se han
paseado por el mundo cuyas características sobresalientes nos permiten deducir verdades ocultas.
Ahí están presentes los
cíclopes homéricos de piedra y granito, imperturbables, ariscos, orgullosos en
espera de ser develadas sus identidades por espíritus inquietos que las quieran dar a
conocer a la comunidad, pues debe ser obligación de cada habitante que se
precie nativo de algún lugar para conocer los mensajes telepáticos que nos
transmite la creatividad de los antiguos
arquitectos masónicos de varias razas, condensadas en la sapiencia espacial que
son una amalgama de cultura y sacrificio,
en consecuencia, nuestros edificios y monumentos que tienen la
esencia de todas ellas como son la griega, mesopotámica, romana, árabe y la
nuestra, un verdadero sincretismo arquitectónico.
Hay obras que conservan aún historias vírgenes
escondidas en los archivos de las iglesias, guardadas con celo por
muchísimos años por los previsores religiosos españoles franciscanos, dominicos
y agustinos. Hombres de mente exuberante y ágil, aunque con los prejuicios del
Medioevo, que cuando llegaron los
primeros doce religiosos, por solicitud de Hernán Cortés en América, se
dedicaron a la evangelización de los conquistados, aprendieron la lengua para
hacerla más fácil y se avocaron a la
investigación de la cultura de los pueblos
para darlas a conocer a la posteridad. Pero aún duermen narcotizados en
los cajones de Dios misterios de muchas historias no reveladas.
Es indudable y atroz que
algún día, esas maravillosas obras tendrán que sucumbir ante la fuerza hercúlea
del tiempo y la naturaleza madre, como
siempre, empeñada en desvanecer lo que
el hombre un día creó para el pasmo de la civilización actual. Aquellas mentes iluminadas,
descendientes de los creadores de
bellezas arquitectónicas se cruzarán de brazos
ante el desafió del tiempo y verán morir épocas de luces como los
elefantes en la búsqueda de un lugar digno para morir en paz. !Qué desgracia¡
En Calkiní, como en
muchos lugares de México se conservan aún representativas obras de la Colonia como son las
casonas y las iglesias. Una urbanización basada en un trazo reticular y como alma principal de la ciudad, la plaza
central. En las grandes ciudades tienen cierta variación, pero la esencia es la
misma: al este la iglesia y el palacio episcopal, al oeste el Ayuntamiento, al
norte las casas reales y al sur por ciudadanos distinguidos. Y en el centro del
zócalo una picota destinada para castigar a los delincuentes y una fuente.
Cuando el zócalo era grande se destinaba para ejercicios militares como es el
caso de la Plaza mayor de la ciudad de México en donde emerge actualmente la ceniza
del templo mayor de los aztecas, el Cu principal para la alabanza a
Huitzilopochtli, Dios de la guerra o Dios sol y su inseparable amigo Tláloc,
Dios de la lluvia.
Este rasgo urbanístico,
creado por los romanos y aplicados por los españoles durante la
reestructuración de los pueblos conquistados, fue el molde que se utilizó en
todos los pueblos de México. Calkiní no fue la excepción, aunque descuella un
detalle, pues en una de sus
construcciones, el Palacio Municipal no mira al frente de la plazoleta como el
resto de los edificios situados en el cuadrilongo debido al haber sido
construido en una fecha postcolonial, pero quizá el largo del edificio no cupo
y ese detalle le restó armonía al
rectángulo de la Plaza.
Con el marco de esta
introducción me voy a referir a uno de los monumentos históricos más
representativos de la ciudad de Calkiní:
la iglesia de San Luis Obispo, pero hablaré de manera general y con un tono
recreativo intercalando vivencias particulares pues ya existe una historia
pormenorizada en un libro (El templo de San Luis Obispo de Calkiní
Campeche) creado por la acuciosa investigadora profesora Estela
Sandoval Hernández, de meritoria credibilidad.
La iglesia de San Luis
Obispo de Calkiní, es similar a los edificios del Medioevo, la diferencia
estriba en las torres que difieren de las atalayas que poseen los castillos. Es
un edificio fuerte y macizo con sus contrafuertes,
espadañas y almenas en hilera, aunque
medianas en comparación con otras de México y el mundo.
Fue construida sobre
templos mayas que fueron destruidos para evitar la continuación de las
creencias nativas e imponer una nueva religión monoteísta que se logró a medias
o quizá en un porcentaje mayor a través de la sangre derramada por los abuelos. Leamos la política seguida por los encargados
de la evangelización. En 1537 los obispos de México escribían a Carlos V que
los templos no habían sido todos destruidos y pedían su licencia para mandar
demolerlos, a fin de extirpar por completo la idolatría. Respondió el emperador:
“En cuanto a los Cúes o adoratorios, encarga S. M que se derriben sin escándalo
y con la prudencia que convenía y que de la piedra de ellos se tome para
edificar iglesias y monasterios, que los ídolos se quemasen, y otros puntos
concernientes a esto”
Se puede advertir que la
política de construcción se siguió en toda América, iglesias sobre vestigios
nativos y en lugares elevados para observar el movimiento de los pueblos
sojuzgados para prevenirse de cualquier rebelión y darles tiempo a los escasos
españoles civiles y religiosos para guarecerse en esas fortificaciones.
La iglesia nuestra,
apunta al cielo una torre de tres cuerpos equipados con campanas que no han
dejado de repiquetear en cientos de años. Una torre como un giroscopio de un
submarino que ojea sin cesar a toda la
ciudad, guardando en la memoria un sin fin de historias desconocidas y profanas
como aquella que corre en boca de los
más viejos y recreada por la imaginación del pueblo como aquel cura sin cabeza que merodeaba sus alrededores,
asustando a los desvelados supersticiosos o aquella gallina negra y sus
pollitos nocturnos en fila india, en las viejas calles de Calkiní.
Una señora bonita mitad
española y mitad nativa dirigida en su construcción por arquitectos
franciscanos y con la mano de obra del indio maya, que en muchos de los casos
fueron obligados por un destino predispuesto por el pecado de haber nacido
torpes del intelecto y por ello servir a
los más fuertes como lo dicta la ley de la selva. Los españoles tardaron en
darse cuenta, por conveniencia, que eran seres humanos con quienes trataban y
no eran animales sino hombres con
inteligencia y corazón.
Una iglesia en cuyo interior oculta en sus intersticios el silencioso eco de las
Aves Marías y aleluyas recitados con devoción
por generaciones de cristianos hermanados por el tiempo
y la fe. Hileras, en ambos lados de la
nave, de imágenes y esculturas protegidas en paramentos que miran con
éxtasis el paso de la espiritualidad y
la contemplación de sus feligreses. Una fachada con características
escultóricas de columnas griegas y una
concha en abanico en donde descansan sirenas de canto embriagador, tormentos de
Odiseo, que nos recuerda que nuestra cultura es internacional. Un
retablo de hojas y flores y pilastras salomónicas revestidas en oro la adornan
y en medio en solemne postura mira piadosamente
San Luis Obispo a su grey católica. Un púlpito, adornado con figuras fitomorfas
y zoomorfas, ahora en desuso, que nos remonta a la época de nuestra niñez
cuando el portavoz de Dios era el padre Balmes que con voz en cuello deshilaba
una madeja de consuelos y exhortaciones a sus oyentes en cautiverio religioso
para invitarlos a beber el agua de la vida espiritual. La modernidad lo ha
convertido en un elefante blanco que
mira entristecido como le ha ganado el tiempo, pero no lo dejan morir quedando
como testigo de aquellos tiempos idos.
Un ojo sobre el techo de la bóveda de mirada incisiva
encerrado en un triángulo que mira enigmáticamente desde arriba los pasajes del
tiempo y la retransmisión de inciertos simbolismos, quizá masónicos, que nunca se lograron interpretar, ahora, ha desaparecido para
siempre, solo quedan recuerdos en la memoria de los viejos que lo lograron ver.
Una iglesia de servicio
múltiple que atiende todo tipo de reclamos espirituales y prácticas tradicionales de todos tipos de la
comunidad vinculadas con esa fe que mueve montañas y empaña el entendimiento de
la razón. Una retahíla, desde la base de
las grosísimas paredes, de osarios convertidas en cementerio que refugian almas
de tiempos pretéritos y que escuchan el clamor colectivo de los siervos de Dios en sus peticiones por
la salvación de su alma.
Un sotacoro destinado
para ángeles, arcángeles, querubines y serafines que nunca logré escuchar en mi niñez cuando
era asiduo visitante de la casa de Dios.
Una angelical y dadivosa
iglesia que guarda para muchos hijos de Calkiní vivencias inverosímiles de su niñez en sus excursiones
por la media naranja, atravesando con temor
un colmenar de abejas guerreras que perseguían a los de pelo engomado o
la visita a la torre y espadaña, recorriendo en ambos sitios las escaleras de
serpenteantes caracoles. En el ascenso a
la torre era un viaje emocionante pues
era un sitio casi en penumbra y si acaso la luz filtrada a través de disimuladas rendijas que servían de tragaluz,
una en especial, representada en una
salida de ranura vertical con una caída de tres metros de altura que servía de
salvación cuando cerraban la puerta de entrada como castigo a la profanación
traviesa de niños inquietos por la ociosidad. Nunca se supo de una desgracia o
si la hubo se guardó en el anonimato. Un César May, hijo de Calkiní, que tenía
la osadía de brincar en hileras las almenas que remataban las paredes de la
iglesia, un acto escalofriante que aún bulle en nuestros recuerdos.
Una benefactora iglesia
que dio cabida a muchos indefensos niños de los alrededores, pueblos hermanos
que se trajeron como riqueza las ganas de prosperar y su lengua nativa para
defenderse del embate de la vida porque deseaban salir de la pobreza que ahorca
y asfixia. Se les proporcionó cobijo, comida y educación espiritual para poder
seguir estudiando, claro, bajo la
dirección tutelar de otro insigne altruista: Monseñor Gonzalo Balmes Noceda.
¿Quién no se acordará de él con una voz de cañón, ronca y quebradiza con el
chicote en la mano y su bastón inseparable. Esos niños protegidos bajo el manto sacerdotal, ahora cuentan con una
profesión y muchos ya están jubilados. Me permito mencionar a algunos de ellos:
Máximo Tamay, Cástulo Tamay, Fermín Chin, Jorge Dzib, exceptuando a Manuel
Bezunza a. Leshito y a César May que son de Calkiní, Óscar Dzib, y otros más que la terca
memoria no quiere recordar. Sin incluir a otros niños de Calkiní que les
gustaba compartir la comida con todos ellos, en especial los domingos de puchero en donde la cocinera doña Dolita se las ingeniaba para dar de comer a todos los angelitos con
tan poca vianda así como el milagro crístico
de los panes multiplicados con
para atender a miles de hambrientos seguidores de la tierra prometida.
Un atrio rectangular,
ahora un espacio para reuniones y actividades culturales, que servía antes como
un coso taurino rústico para recaudar fondos para la iglesia. Se recuerdan como
toreros al singular Carlos Castilla a. Calix, a Carlos López, Raúl Juárez.
Algunos se quedaron a vivir en estas tierras y ya forman familia.
Una iglesia ciudad con
sus claustros, convento, panadería, animales, cementerio, franciscanos
hortelanos, una noria y un ejército de hombres que trajeron la luz del progreso
y la sabiduría a un pueblo encandilado en la rutina de la dejadez por la falta
de motivación y oportunidades para sobresalir. Salve el templo de San Luis
Obispo, que en su alforja de recuerdos alegraron mi infancia plena de ilusiones
y esperanzas.
Calkiní, Camp. 28 de
abril de 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario