lunes, 30 de abril de 2012



FEDERICO RODRÍGUEZ MIJANGOS (A) “CHICOTE”


En todos los pueblos del mundo siempre han existido personajes singulares que se han caracterizado por su manera de ser muy peculiar que se alejan de los molde del hombre común. Este es el caso de uno de ellos que mientras estuvo entre nosotros hizo de la vida de pe a pa un goce para él y para todos aquellos que le rodearon. La existencia para él fue un  juego fácil, vivió si vivir   en ella, y  ella sin él; quizá por eso se mantuvo firme en esta tierra 82 años. Este bohemio de corazón cosmopolita se llamó Federico Rodríguez Mijangos y fue maestro de vocación indiscutible.
Era bajito y de complexión delgada y se cubría la cabeza calva con un sombrero de jipi. Vestía  casi siempre de guayabera  y portaba en una de sus bolsas una libretita de apuntes  para anotar lo que a diario le acontecía para hacer de su vida o ajena  historias anecdóticas, principalmente en   los carnavales,  que se escribían  en los programas  para satirizar de manera elegante   los episodios caricaturescos vividas por algún integrante  de la sociedad calkiniense. Una prosa maliciosa que quien la leyera debería interpretar con el conocimiento que tuviese de la persona aludida. Víctor, un hijo de él, me llegó a comentar que esas sarcasmos en palabras sutiles fueron creados, además del maestro, el profesor Delo Canto y Mandolina (Carlos Escobar). Hasta cuando lo supe.
Gustaba también de disfrazarse en carnaval y era de mente original para hacer reír. En un carnaval se vistió de una muñeca rumbera, llevando a mano una bacinica nueva (pero quién lo sabía) repleta de  tontach’on (pepita molida con tomate) y lo iba comiendo con tostadas, ¿vieran ustedes, mi estimado lector, la reacción de la gente?
Y continuando me sostuvo, y yo incrédulo,  también que su padre fue el creador único de los gallitos proveedor  de risas y carcajadas que a la letra dice:


Era dicharachero y un  jugador ágil de la palabra chusca o picante que la vertía   a  carretadas  en los albures con el ingenio que Dios le dio en gracia, pero sin llegar al agravio pues  sabía medir con precisión  lo que decía. 
Sus aficiones, el más arraigado, fue el beisbol  con el equipo de sus amores: “los Cafés de Calkiní”. La guitarra y la amistad con Dionisos fueron sus inseparables amigos. A veces cuando el ánimo le carcomía sus ansias de cantar recorría desde el bar Montecarlo, por toda la calle 20, hasta su casa, en compañía de su guitarra, canciones de músicos famosos o melodías de su autoría que muchos desconocen como las siguientes:

El apodo de Chicote le nació porque gustaba de vestirse de pachuco a semejanza del cómico Tintan en su época dorada como cómico, pero como su fisonomía era parecido al de otro artista conocido como “Chicote “le endilgaron el mismo apodo.
Como maestro fue un experimentado aplicador práctico de la psicología de la enseñanza. Me cuenta su hijo Víctor:
—Fue mi padre un adicto al cigarro, compulsivo tabaquero, aunque he perdido el tiempo de su afición. Mas un día, con una voluntad férrea, decidió alejarse del vicio. Trajo a casa una lata grande y vacía de leche Nido. Le fabricó una ranura para depositar en ella el valor de las cajetillas de cigarros que solía fumar. Después de cierto tiempo  reunió a la familia y nos explicó:
—Todo este dinero que hay en esta lata es lo que he ahorrado al dejar de fumar, durante mucho tiempo,  veamos cuánto hay en moneda.
La destapó y vació el contenido sobre la mesa de la sorpresa. Lo contaron y la cantidad fue de $ 30 000 de aquellos pesos devaluados y  recalcó filosóficamente:  
—Esto  es la ganancia obtenida por aquel endemoniado vicio que me estaba ahogando los pulmones, ahora repártanselo en parte iguales.
Víctor se detuvo meditabundo un rato y aclaró:
—Quizá por ese detalle ejemplificador, ninguno de los hombres de la familia, hasta hora, no  fuma.
Formaba un par sin igual con otro personaje a quien le  apodaban Rumba (Lorenzo Blanqueto). Eran inseparables en los entretenimientos y ellos si jugaban con las palabras duras. Representaban según ellos por el color de la piel  el día y la noche, respectivamente.
Con el calor de la cebada, que era su bebida preferida, le atizaba el orgullo  a la noche y le decía:
—Yo sé que cuando muera, serán cuatro pendejos  que cargarán con mi ataúd, y entre ellos estarás  tú.
Fue la única vez en que se pasaron a pelear. La profecía se cumplió, pero  a la inversa,  la Noche fue el primero que cerró los ojos.
El calendario de su vida concluyo el día  y parece que fueron los pulmones le fallaron por aquellas huellas indelebles que le quedaron cuando dejó de fumar.
Los síntomas se le presentaron en un juego de beisbol cuando se coronaron campeones los Cafés de Calkiní. En lo mejor del juego se desmayó  y fue atendido por su hijo Víctor quien lo llevó al doctor para su atención. Cuando volvió en sí preguntó eufórico:
— ¿Ganaron los Cafés?
Desde ese momento firmó en borrador la  agenda de su destino inexorable.
Quien lo llegó a conocer se habrá dado cuenta que el maestro Federico perteneció a la lista de hombres únicos de la sociedad de la Atenas del Camino Real.
Descanse en paze, apreciado amigo, aunque de una generación distinta.









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