FEDERICO RODRÍGUEZ MIJANGOS (A) “CHICOTE”
En todos los pueblos del
mundo siempre han existido personajes singulares que se han caracterizado por
su manera de ser muy peculiar que se alejan de los molde del hombre común. Este
es el caso de uno de ellos que mientras estuvo entre nosotros hizo de la vida
de pe a pa un goce para él y para todos aquellos que le rodearon. La existencia
para él fue un juego fácil, vivió si
vivir en ella, y ella sin él; quizá por eso se mantuvo firme en
esta tierra 82 años. Este bohemio de corazón cosmopolita se llamó Federico
Rodríguez Mijangos y fue maestro de vocación indiscutible.
Era bajito y de
complexión delgada y se cubría la cabeza calva con un sombrero de jipi.
Vestía casi siempre de guayabera y portaba en una de sus bolsas una libretita
de apuntes para anotar lo que a diario le
acontecía para hacer de su vida o ajena
historias anecdóticas, principalmente en los carnavales, que se escribían en los programas para satirizar de manera elegante los episodios caricaturescos vividas por
algún integrante de la sociedad
calkiniense. Una prosa maliciosa que quien la leyera debería interpretar con el
conocimiento que tuviese de la persona aludida. Víctor, un hijo de él, me llegó
a comentar que esas sarcasmos en palabras sutiles fueron creados, además del
maestro, el profesor Delo Canto y Mandolina (Carlos Escobar). Hasta cuando lo
supe.
Gustaba también de
disfrazarse en carnaval y era de mente original para hacer reír. En un carnaval
se vistió de una muñeca rumbera, llevando a mano una bacinica nueva (pero quién
lo sabía) repleta de tontach’on (pepita
molida con tomate) y lo iba comiendo con tostadas, ¿vieran ustedes, mi estimado
lector, la reacción de la gente?
Y continuando me sostuvo,
y yo incrédulo, también que su padre fue
el creador único de los gallitos proveedor de risas y carcajadas que a la letra dice:
Era dicharachero y un jugador ágil de la palabra chusca o picante que
la vertía a carretadas
en los albures con el ingenio que Dios le dio en gracia, pero sin llegar
al agravio pues sabía medir con
precisión lo que decía.
Sus aficiones, el más
arraigado, fue el beisbol con el equipo
de sus amores: “los Cafés de Calkiní”. La guitarra y la amistad con Dionisos
fueron sus inseparables amigos. A veces cuando el ánimo le carcomía sus ansias
de cantar recorría desde el bar Montecarlo, por toda la calle 20, hasta su casa,
en compañía de su guitarra, canciones de músicos famosos o melodías de su
autoría que muchos desconocen como las siguientes:
El apodo de Chicote le
nació porque gustaba de vestirse de pachuco a semejanza del cómico Tintan en su
época dorada como cómico, pero como su fisonomía era parecido al de otro
artista conocido como “Chicote “le endilgaron el mismo apodo.
Como maestro fue un
experimentado aplicador práctico de la psicología de la enseñanza. Me cuenta su
hijo Víctor:
—Fue mi padre un adicto
al cigarro, compulsivo tabaquero, aunque he perdido el tiempo de su afición.
Mas un día, con una voluntad férrea, decidió alejarse del vicio. Trajo a casa
una lata grande y vacía de leche Nido. Le fabricó una ranura para depositar en
ella el valor de las cajetillas de cigarros que solía fumar. Después de cierto
tiempo reunió a la familia y nos
explicó:
—Todo este dinero que
hay en esta lata es lo que he ahorrado al dejar de fumar, durante mucho tiempo,
veamos cuánto hay en moneda.
La destapó y vació el
contenido sobre la mesa de la sorpresa. Lo contaron y la cantidad fue de $ 30
000 de aquellos pesos devaluados y recalcó filosóficamente:
—Esto es la ganancia obtenida por aquel endemoniado
vicio que me estaba ahogando los pulmones, ahora repártanselo en parte iguales.
Víctor se detuvo meditabundo
un rato y aclaró:
—Quizá por ese detalle
ejemplificador, ninguno de los hombres de la familia, hasta hora, no fuma.
Formaba un par sin igual
con otro personaje a quien le apodaban Rumba (Lorenzo Blanqueto). Eran
inseparables en los entretenimientos y ellos si jugaban con las palabras duras.
Representaban según ellos por el color de la piel el día y la noche, respectivamente.
Con el calor de la
cebada, que era su bebida preferida, le atizaba el orgullo a la noche y le decía:
—Yo sé que cuando muera,
serán cuatro pendejos que cargarán con
mi ataúd, y entre ellos estarás tú.
Fue la única vez en que
se pasaron a pelear. La profecía se cumplió, pero a la inversa,
la Noche fue el primero que cerró los ojos.
El calendario de su vida
concluyo el día y parece que fueron los
pulmones le fallaron por aquellas huellas indelebles que le quedaron cuando
dejó de fumar.
Los síntomas se le
presentaron en un juego de beisbol cuando se coronaron campeones los Cafés de
Calkiní. En lo mejor del juego se desmayó
y fue atendido por su hijo Víctor quien lo llevó al doctor para su
atención. Cuando volvió en sí preguntó eufórico:
— ¿Ganaron los Cafés?
Desde ese momento firmó
en borrador la agenda de su destino
inexorable.
Quien lo llegó a conocer
se habrá dado cuenta que el maestro Federico perteneció a la lista de hombres
únicos de la sociedad de la Atenas del Camino Real.
Descanse en paze,
apreciado amigo, aunque de una generación distinta.
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