OFELIA
Bécal, Calkiní, Camp., 29 de noviembre de 1999.
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Doña
Ofelia cayó nuevamente enferma, me lo comunicó urgentemente mi cuñado Pablo,
desde el pueblo de los sombreros de jipi y palma, Bécal. Sin pensarlo mucho, mi
esposa y yo acudimos presurosos al angustioso llamado de la sangre con una idea
fija, irrevocable: de trasladarla de
inmediato a la clínica del ISSSTE en la ciudad de Mérida, Yucatán, pues el caso así lo demandaba.
Abrí
la reja, atravesando el empedrado que se comunica con la casa y entré presuroso a la sala de carcomidas
paredes. Ahí la encontré lindamente arreglada sentada en un mueble informe con
las pretendidas funciones de una silla: la frente rotundamente amplia; los
lóbulos de la nariz, dilatándose a cada instante por la zozobra del momento; el
pelo negro aún, brillante y alisado en pequeñas ondulaciones y en la nuca, con
el remate de la aún espesa cabellera, una enorme madeja adornada por una peineta de carey, regalo de
su único yerno consentido; los ojos dos pedazos de carbón, pulidos por la noche,
habían sido en vida dos gacelas
fugitivas que no miran de frente, y en las orejas, colgaban dos dorados y larguísimos aretes de filigrana ofrecida como obsequio de boda a su hija, pero no fueron aceptados. Vestía un huipil de algodón con
cenefas anchas y policromas en el
cuadrilongo del cuello y en la parte baja,
en su regazo, los dedos jugueteaban nerviosamente, anunciando, tal vez, la angustia tanto
tiempo reprimido por el destino incierto que le espera. Frente a ella, un altar adornado de flores de
la región, y en medio una veladora votiva a su santo de su preferencia: un Niño de Atocha. Al pie del mueble, un
incensario cuyas volutas azuladas y perfumadas empapaban de cierta santidad el
ambiente lúgubre.
Cuando
me vio aparecer (mi esposa esperaba en el carro, no tenía la fuerza de ánimo
para mirarla), se le transfiguró el
rostro en una radiante estrella, apagándose instantáneamente en un
rictus de dolor y llanto para anunciarme, con palabras entrecortadas, en lengua
maya (no hablaba el español):
─ ¡Hijo,
presiento que se acerca el final de mi
vida y me duele mucho! ¡Ya no aguanto más! ¿Por qué yo? ¿Por qué Dios me castiga de esta forma? ¿Habré sido mala con la gente?
Aturdido
por aquellas inesperadas exclamaciones de pesar, no supe
controlar mi aparente serenidad y me acerqué a ella, sin pronunciar
palabra alguna, porque se me había atragantado el alma y la fortalecí, dándole algunas
palmadas en la espalda. Sabía perfectamente que Ofelia había sido una mujer
buena, porque lo había demostrado en múltiples ocasiones cuando acudían a ella,
ya sea por un apoyo económico o por el
servicio de sus dotes como curandera folclórica. Era una samaritana por naturaleza. Reflexioné en el ineludible final de su destino, aunque deseaba
de todo corazón que el arcano desviara
su barca y le diera la oportunidad de vivir más tiempo, pues ella, a decir verdad, no era muy vieja, pero sí desgastada físicamente
por el excesivo trabajo y por los dolores de cabeza causados por sus hijos
predilectos: Pablo, Néstor y Antonio. Sin embargo, nada se podía remediar, pues
ya estaba sentenciada a morir tempranamente.
Ya de
regreso a Bécal se le animó a que
viniera a vivir en la casa de su única hija (en Calkiní) para alejarla de sus
preocupaciones y del trabajo, que ya era una obsesión natural en ella. Aceptó
la invitación, aunque no pareció mejorar en salud, por el contrario, cada día
se ponía peor. Se le había recomendado una dieta rigurosa, que no respetó.
Quizá era un pretexto para regresar a su casa para que pudiera seguir disfrutando de sus angelitos, que no la vigilaban en el cuidado de su alimentación.
Desde que conozco a doña Ofelia no la
he identificado más que por su trabajo. No ha tenido un instante de descanso,
debido a su exagerado amor maternal hacia sus hijos varones para darles de todo. No obstante, que éstos ya estaban casados, pero seguían bajo las
alas protectoras de la madre. Habían olvidado que la responsabilidad de la
subsistencia era de ellos más no de la madre, pero les valía gorro. Vivían, haraganeando como parásitos, a expensas de
Ofelia y ésta ni rezongaba, al contrario, la alegría se le escapaba, a chorros,
de la piel con esa situación de matriarcado, sin los hijos varones la
vida no le sabía a nada.
En parte, ella Ofelia, tuvo la culpa,
pues nunca se preocupó en vigilar la educación de sus hijos y los consintió en demasía,
dándoles todo hasta lo que no querían, y éstos, en cambio, puro dolor de
cabeza. Prefirieron dedicarse al ocio, el cual les trajo distracciones malsanas. Cuando contrajeron
matrimonio no supieron bastarse así mismos y tuvieron la necesidad de amontonarse en casa de la matrona, y con la carga extra de los nietos.
Siempre fueron el orgullo de aquella madre que,
en su mundo de ignorancia, nunca supo analizar lo que estaba creando, pues esa
aparente ayuda, dada a los hijos, era una sentencia a una vida estéril y de
indefensión que se hubiera resuelto con tan solo
supervisarlos en el cumplimiento del estudio. Nunca
les exigió.
Vivía encerrada herméticamente en su
mundo y había olvidado, como madre, de otro compromiso esencial: atender a otro
ser que también tenía derecho, pero por
pertenecer al sexo femenino no se preocupó en darle a ésta lo que los otros rechazaban: el estudio. Y prefirió
embarcarla en su rutina de maratónico trabajo,
aunque no con el trato de una madre amorosa y tierna, sino a punto de
lancetazos orales y golpes físicos por donde le cayera a la niña, sólo con el
propósito de satisfacer a los privilegiados varones. Aquella hija era el fruto de un primer matrimonio fracasado, tal vez por ese detalle
de frustración prefirió volcar sus preferencias en los hijos.
Sin embargo, aquella niña, a quien se le negó el privilegio de las
letras, se forjó bien con la virtud de la responsabilidad y el trabajo ,
y supo aprovecharlos dándole a sus hijos
una carrera profesional.
De hecho heredó la madre a su hija,
aunque no en buena forma, la obsesión por el esfuerzo, que se le ha convertido en una compulsión que si no
la modera, puede trastocar gravemente su salud como lo acontecido con su
progenitora.
A veces se le suele asustar
diciéndole:
─ Si sigues con ese exagerado amor al
trabajo no tardarás en este mundo.
¡Me vale! ─ contesta como siempre
Nunca se le ha visto tomar la siesta,
tal parece que ha nacido para trabajar y el trabajo no le sirve para vivir.
Ese apremio por la actividad le ha agriado el carácter y no mide, a veces, parentesco,
espacio ni tiempo para conducirse con
mesura, ocasionando con su actitud intemperante espectáculos incómodos.
Algunas veces, inconscientemente, se
revuelve en contra de su madre quizá por la forma en que fue tratada en su
niñez. Y para endulzarla, yo le recito:
“Lilí, ensuaviza tu carácter hacia tú madre, no te
desquites por lo del ayer que te aman. No más bilis ni trabajo si quieres disfrutar el resto de tu vida, y menos con aquellas personas ya que no
tuvieron ninguna culpa de tus desazones cuando eras niña”.
Pero el tiempo le ha enseñado a atemperar
el carácter, es un decir, y ahora, ya es una persona diferente, porque
se le tuvo que aconsejar que iba en contra de su salud si
persistía con esa Nada más
que ahora se ha convertido en una persona hipocondríaca.
Finalmente,
doña Ofelia dejó de existir el 15 de marzo de 2003 en la clínica del ISSSTE. Y
murió en un estado lúcido, después de una vaciada de intestinos presagio del
final, en brazos de su única hija sin la presencia de los hermanos, porque así
lo quiso, le dirigió estas conmovedoras
palabras:
─ ¡Hija,
no te asustes por lo que veas, ha llegado la hora! ¡Sí la hora…!
La
invitó a sentarse junto a ella en la orilla de la cama.
— ¡Siento
que me asfixio!
Quiso
inhalar más aire. No lo encontraron sus pulmones.
Lo
poco que pudo aspirar, se le fue en una
exhalación de angustioso final. Con palabras entrecortadas logro balbucir:
¡Tómame
en tus brazos, hija, para fortalecer mi espíritu y el último favor: te encargo
a tus hermanos! Hasta hoy siguen siendo
piedras, no las pudo refrenar.
Y
dobló tiernamente la cabeza. El reloj de la vida le atoró el último aliento.
Este
escrito ha sido el relato de una mujer que
fue sobreprotectora, samaritana con el
prójimo y curandera efectiva de niños aquejados del mal de ojos, que a pesar del error cometido en no haber tenido el tino de conducir a sus hijos por
la senda correcta, irradió amor a borbollones en las personas que se le acercaron y en
especial, con su yerno Andrés.
Descanse
en paz, doña Ofelia Herrera.
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