lunes, 30 de abril de 2012


OFELIA

Bécal, Calkiní, Camp., 29 de noviembre de 1999.



Doña Ofelia cayó nuevamente enferma, me lo comunicó urgentemente mi cuñado Pablo, desde el pueblo de los sombreros de jipi y palma, Bécal. Sin pensarlo mucho, mi esposa y yo acudimos presurosos al angustioso llamado de la sangre con una idea fija,  irrevocable: de trasladarla de inmediato a la clínica del ISSSTE en la ciudad de Mérida, Yucatán,  pues el caso así lo demandaba.
Abrí la reja, atravesando el empedrado que se comunica  con la casa  y entré presuroso a la sala de carcomidas paredes. Ahí la encontré lindamente arreglada sentada en un mueble informe con las pretendidas funciones de una silla: la frente rotundamente amplia; los lóbulos de la nariz, dilatándose a cada instante por la zozobra del momento; el pelo negro aún, brillante y alisado en pequeñas ondulaciones y en la nuca, con el remate de la aún espesa cabellera, una enorme madeja  adornada por una peineta de carey, regalo de su único yerno consentido; los ojos dos pedazos de carbón, pulidos por la noche, habían sido  en vida dos gacelas fugitivas que no miran de frente, y en las orejas, colgaban dos dorados  y larguísimos aretes de filigrana ofrecida como obsequio de boda a su hija, pero  no fueron  aceptados. Vestía un huipil de algodón con cenefas  anchas y policromas en el cuadrilongo del cuello y en la parte baja,  en su regazo, los dedos jugueteaban nerviosamente,  anunciando, tal vez, la angustia   tanto tiempo reprimido por el destino incierto que le espera.  Frente a ella, un altar adornado de flores de la región, y en medio una veladora votiva a su santo de su preferencia: un Niño de Atocha. Al pie del mueble, un incensario cuyas volutas azuladas y perfumadas empapaban de cierta santidad el ambiente lúgubre.
Cuando me vio aparecer (mi esposa esperaba en el carro, no tenía la fuerza de ánimo para mirarla),  se le transfiguró el rostro en una  radiante  estrella, apagándose instantáneamente en un rictus de dolor y llanto para anunciarme, con palabras entrecortadas, en lengua maya (no hablaba el español):
─ ¡Hijo, presiento que se  acerca el final de mi vida y me duele mucho! ¡Ya no aguanto más! ¿Por qué yo?  ¿Por qué Dios me castiga de esta forma?  ¿Habré sido mala con la gente?
Aturdido por aquellas inesperadas exclamaciones de pesar,  no supe  controlar mi aparente serenidad y me acerqué a ella, sin pronunciar palabra alguna, porque se me había atragantado  el alma y la fortalecí, dándole algunas palmadas en la espalda. Sabía perfectamente que Ofelia había sido una mujer buena, porque lo había demostrado en múltiples ocasiones cuando acudían a ella,  ya sea por un apoyo económico o por el servicio de sus dotes como curandera folclórica. Era una  samaritana por naturaleza. Reflexioné  en el ineludible final de su destino, aunque deseaba de todo corazón  que el arcano desviara su barca  y le diera  la oportunidad de vivir más tiempo,  pues ella, a decir verdad,  no era muy vieja, pero sí desgastada físicamente por el excesivo trabajo  y por los dolores de cabeza causados por sus hijos predilectos: Pablo, Néstor y Antonio. Sin embargo, nada se podía remediar, pues ya estaba sentenciada  a  morir tempranamente.
Ya de regreso a Bécal se le animó  a que viniera a vivir en la casa de su única hija (en Calkiní) para alejarla de sus preocupaciones y del trabajo, que ya era una obsesión natural en ella. Aceptó la invitación, aunque no pareció mejorar en salud, por el contrario, cada día se ponía peor. Se le había recomendado una dieta rigurosa, que no respetó. Quizá era un pretexto para regresar a su casa para  que pudiera seguir disfrutando  de  sus angelitos, que no la vigilaban  en el cuidado de su alimentación.
Desde que conozco a doña Ofelia no la he identificado más que por su trabajo. No ha tenido un instante de descanso, debido a su exagerado amor maternal hacia sus hijos varones para darles de  todo. No obstante, que éstos  ya estaban casados, pero seguían bajo las alas protectoras de la madre. Habían olvidado que la responsabilidad de la subsistencia era de ellos más no de la madre, pero les valía gorro. Vivían, haraganeando como parásitos, a expensas de Ofelia y ésta ni rezongaba, al contrario, la alegría se le escapaba,  a chorros,  de la piel con esa situación de matriarcado, sin los hijos varones la vida no le sabía a nada.
En parte, ella Ofelia, tuvo la culpa, pues nunca se preocupó en vigilar la educación de sus hijos y los consintió en demasía,  dándoles todo hasta lo que no  querían, y éstos, en cambio, puro dolor de cabeza. Prefirieron dedicarse al ocio, el cual les trajo  distracciones malsanas. Cuando contrajeron matrimonio no supieron bastarse así mismos y tuvieron la necesidad de  amontonarse  en casa de la matrona,  y con la carga extra de los nietos.
 Siempre fueron el orgullo de aquella madre que, en su mundo de ignorancia, nunca supo analizar lo que estaba creando, pues esa aparente ayuda, dada a los hijos, era una sentencia a una vida estéril y de indefensión   que se hubiera resuelto  con tan solo  supervisarlos en el cumplimiento del estudio.  Nunca  les  exigió.
Vivía encerrada herméticamente en su mundo y había olvidado, como madre, de otro compromiso esencial: atender a otro  ser que también tenía derecho, pero por pertenecer al sexo femenino no se preocupó en darle a ésta lo que  los otros rechazaban: el estudio. Y prefirió embarcarla en su rutina de  maratónico trabajo, aunque no con el trato de una madre amorosa y tierna, sino a punto de lancetazos orales y golpes físicos por donde le cayera a la niña, sólo con el propósito de satisfacer a los privilegiados varones. Aquella  hija era el fruto de un  primer matrimonio fracasado, tal vez por ese detalle de frustración prefirió volcar sus preferencias en los hijos.
Sin embargo, aquella  niña, a quien se le negó el privilegio de las letras, se forjó bien  con  la virtud de la responsabilidad y el trabajo , y supo aprovecharlos dándole  a sus hijos  una carrera profesional.
De hecho heredó la madre a su hija, aunque no en buena forma, la obsesión por el esfuerzo, que  se le ha convertido en una compulsión   que si no la modera, puede trastocar gravemente su salud como lo acontecido con su progenitora.
A veces se le suele  asustar  diciéndole:
─ Si sigues con ese exagerado amor al trabajo no tardarás en este mundo.
¡Me vale! ─ contesta como siempre
Nunca se le ha visto tomar la siesta, tal parece que ha nacido para trabajar y  el trabajo no le sirve para vivir.
Ese apremio por la actividad  le ha agriado el carácter y no mide, a veces, parentesco,  espacio ni tiempo para conducirse con mesura, ocasionando con su actitud intemperante espectáculos incómodos.
Algunas veces, inconscientemente, se revuelve en contra de su madre quizá por la forma en que fue tratada en su niñez. Y para endulzarla, yo le recito:
“Lilí,  ensuaviza tu carácter hacia tú madre, no te desquites por lo del ayer que te aman. No más bilis ni trabajo  si quieres disfrutar el resto de tu vida,  y menos con aquellas personas ya que no tuvieron ninguna culpa de tus desazones cuando eras niña”.
Pero el tiempo le ha enseñado a atemperar  el carácter, es un decir,  y ahora, ya es una persona diferente, porque se le tuvo que aconsejar que iba en contra de su salud   si persistía con esa  Nada más que ahora se ha convertido en una persona hipocondríaca.
Finalmente, doña Ofelia dejó de existir el 15 de marzo de 2003 en la clínica del ISSSTE. Y murió en un estado lúcido, después de una vaciada de intestinos presagio del final, en brazos de su única hija sin la presencia de los hermanos, porque así lo quiso,  le dirigió estas conmovedoras palabras:
─ ¡Hija, no te asustes por lo que veas, ha llegado la hora! ¡Sí la hora…!
La invitó a sentarse junto a ella en la orilla de la cama.
— ¡Siento que me asfixio!
Quiso inhalar más aire. No lo encontraron sus pulmones.
Lo poco que pudo aspirar, se  le fue en una exhalación de angustioso final. Con palabras entrecortadas  logro balbucir:
¡Tómame en tus brazos, hija, para fortalecer mi espíritu y el último favor: te encargo a tus hermanos!  Hasta hoy siguen siendo piedras, no las pudo refrenar.

Y dobló tiernamente la cabeza. El reloj de la vida le atoró el último aliento.
Este escrito  ha sido el relato de una mujer que fue sobreprotectora, samaritana  con el prójimo y curandera efectiva de niños aquejados del mal de ojos,  que a pesar del error cometido en no  haber tenido el tino de conducir a sus hijos por la senda correcta, irradió amor a borbollones en  las personas que se le acercaron y en especial, con su yerno Andrés.

Descanse en paz, doña Ofelia Herrera.

















                      

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