miércoles, 27 de abril de 2011

Después de haberme quemado tanto las pestañas...


Después de haberme quemado las pestañas…

“Entre frascos llenos de formol y substancias tóxicas y desconocidas  que hieren mi olfato, espero con el cuerpo entumido  sobre una placa dura y fría que hable el tiempo para decidirse mi destino próximo mientras mis pensamientos se apartan de mí en busca del recuerdo perdido”
“Entre cinco mujeres fui el único varón que trajo alegría a mis padres. Terminé mis estudios de EMS en un Conalep de provincia. En contra de la voluntad de mis papás,  me decidí por una carrera de ingeniería que se alejaba de la tradición familiar, la carrera de  maestro. Todavía cimbran en mis oídos  la letanía de mis padres que me cantaban: “Hijo, es mejor  gotita tras gotita para llenar un vaso que mares inmensos que no llenan nada”. Nunca les hice caso.
Me fui a la Blanca ciudad de las vaquerías sin conocerla a fondo, sino con la inexperiencia única de un provinciano que no conoce más allá de sus narices. En dos intentos, dadas las exigencias educativas de la escuela, logré ingresar al tecnológico. Me hice de amigos que traían buenos vientos y de aquellos malos vientos  logré esquivarlos  por los valores morales que me inculcaron mis padres desde un principio, más nunca pude imaginarme que algún día tendría que recurrir a uno de esos torbellinos de pesar.
Después de concluido mis estudios profesionales, viajé al extranjero, con la ayuda de mis padres y con los ahorros que yo tenía, para perfeccionar mi inglés que me iba a servir para la redacción de mi tesis, pues la bibliografía dispuesta venía en ese idioma.
Logré titularme y además obtuve la maestría. Conseguido mis propósitos  esperé que el trabajo viniera hacia mí de manera automática. Pobre soñador  que creía que con aquella preparación ostentosa se le abrirían las puertas del cielo para conseguir trabajo.
Rodé y rodé de abajo para arriba y de arriba para abajo sin conseguir nada más que trabajos que no requerían papeles y en otros, que no tenían nada que ver con mi profesión. Renuncié a mis  empeños y me dediqué a la hueva, situación que no permitió mi madre y me sacó de mis desánimos: “Trabajo es trabajo y sí es honrado mejor. Sí  te dan algo tómalo, por algo se comienza”. Cuánta pena me dio ejercer subempleos que iban en contra de mi categoría de ingeniero. “Sí me vieran mis conocidos y compañeros de trabajo,  ¿qué iban a decir de mí?”,  me martirizaba.
Hasta que finalmente obtuve un empleo burocrático afín a mi profesión, aunque con un sueldo que apenas me daba para cubrir mis más elementales necesidades, pero que supe estirar para ir ahorrando poco a poco hasta conformar un capital que me pudiera servir en la instalación de  mi propio negocio que había aprendido de mi familia.
El tiempo ya no me daba en la atención de las dos actividades y luego de un profundo análisis opté por dedicarme exclusivamente al comercio. Cuentan que muy pronto se hace uno rico  y quise probar.
Después de algunos fracasos amorosos, me llegó por fin el verdadero amor y me casé sin lujos, pensando en el mañana. Después de muchos años de lucha con la ciencia, mi esposa me regaló el primer hijo. El doctor sentenció: “el primogénito y el último, su esposa ya no puede dar más hijos”.
La llegada de un hijo cambia por completo el estado de un hogar. Ese vacío que da la soledad se llena con la presencia de un hijo que eleva al padre hasta otros mundos antes desconocidos, ofrece  sentimientos nuevos  que lo matan a uno de felicidad y que da alientos y fuerzas  para trabajar con más ganas para crearle al hijo un futuro de oportunidades. Todo por él en las buenas y en las malas.
Esa alegría que me llegó después de cinco años de espera, marcó el inicio de un sufrimiento que iba a destrozar la armonía de una familia. Le cayó a mi retoño una maldita enfermedad que aún no se le haya cura rotunda y que no se le deseo a nadie, una enfermedad más común en los niños: leucemia.
Redoblé mis esfuerzos en el trabajo para recaudar más dinero, pero no fue suficiente, sólo  se le fue alargando la vida a mi niño mientras le llegaba el final. Nunca deseé, por Dios que lo juro, que mejor no hubiera nacido sí nunca iba a conocer el cielo que da la vida terrenal. Haber nacido pequeño para morir pequeño, qué destino tan terrible y yo… desarmado.
 Mi dinero se hizo polvo, vendí todo, empeñé mi alma y me quedé sin nada, sólo con mi desdicha y mala suerte.
En la última consulta con el médico para darme  alientos, me explicó que la solución a la enfermedad de mi hijo era posible con un trasplante de un líquido que se le extrae de la columna vertebral a alguna persona acorde a la del niño. Dios, cuando me dijo la cantidad que necesitaba por poco me da un infarto: un millón y medio de pesos ¿De dónde cabrón  iba a conseguir esa enorme cantidad de dinero?  No dije nada, ¿para qué? Salí todo madreado del consultorio con el hijo en brazos que me miraba con una mirada que mata al más templado de los papás. “Hijo de mi alma ese es tu destino morir…”
Nunca supe cuántas vueltas le di a la manzana de mi casa, ni supe si les contesté a los amigos que me saludaban. Más de pronto un carro del año se detuvo junto a mí que me sacó de mis pensamientos con una voz que se me hizo conocida y me saludó:
—Renán, se te nota muy triste súbete y charlemos un poco.
Era Carlos, un contemporáneo que nunca le gustó los estudios, como a muchos,  y que no terminó, pero siempre andaba con dinero. No tenía nada qué hacer y acepté la invitación.
—No me digas nada camarada, se te nota a leguas en el rostro que andas en problemas graves, ¿no es así?
No quise darle explicaciones, mi estado de ánimo estaba por los suelos, y asentí con la cabeza y fue cuando me desenrolló una extensa historia  de su éxito y que no tenía fin:
—Mírame, pinche güey, un reloj Rolex, ropa de marca, zapatos importados, perfume francés, un jaguar del año y otros que tengo arrinconados, una residencia en el Norte de la ciudad, una cuenta bancaria, chicas al por mayor, en fin, para qué te cuento lo que me sobra es el dinero, y tú necesitas dinero, ¿me equivoco?
Solamente escuché.
Por lo que pude intuir esa riqueza del que presumía seguramente  no era de origen legal, algo turbio se advertía en sus triunfos. Pero en ese momento pensando en mi problema estaba dispuesto a vender mi alma al diablo sí de algo me servía para devolverle la salud a mi Andresito. Renán con su discurso algo me quería proponer. No me equivocaba.
     Estás jodido porque quieres, todos los problemas del mundo se resuelven con lana, y tú necesitas lana. Sí haces caso a mis palabras lo conseguirás a manos llenas, aunque tendrás que correr ciertos riesgos, ¿te animas?
No quise lloriquearle  mi pena, para qué hacer más grande mi agonía y acepté sus consejos a sabiendas que iban en contra de mis principios éticos.
—A ver en qué consiste ese negocio para fabricar dinero como tú dices.
—Fíjate bien. Es muy fácil sólo tienes que tener sangre fría—mi mente se trasladó en la figura de mi hijo correteando por la casa con la salud recobrada… sano— para actuar en el momento de cruzar la aduana. Te daré para tragar este polvo blanco impermeabilizado y cuando llegues al domicilio que te voy a dar lo expulsarás por el recto con l la ayuda  de un vermífugo que se te dará. Por ese trabajo se te recompensará con cien mil pesos en cada intento, imagínate todas las veces que puedas cruzar y el pago que se te dará, ¿aceptas?
— ¡Acepto!
Ese momento fue el inicio de mi carrera delictiva. Dentro de mí pensaba, juntaré la cantidad que necesito para la salvación de mi hijo y dejaré este trabajo maldito que sólo dolor trae a la juventud, alimento para soñar y viajar en mundos fantasiosos o resolver problemas sólo en pensamiento.
Logré atravesar varias veces la aduana sin que me descubrieran y logré dar el anticipo para la curación de mi niño. Me enseñaron otras formas de pasar la droga en dobles fondos de los pisos de los carros, recorrer túneles o pasar el río Bravo por las noches sin luna, me enseñaron a manejar a palomas entrenadas para ese trabajo delictivo. Cuando hice cálculo del dinero reunido para la operación de mi niño decidí abandonar el trabajo, sí es que se llama trabajo, pero no me fue posible porque todo aquel que forma parte de una banda ya no tiene libertad de decisión, se vuelve uno prisionero de por vida.
— ¡Ayúdame, Renán, ya he juntado el dinero suficiente para la curación de mi hijo quiero abandonar este negocio que no va conmigo!
—Lo siento, Carlos o te quedas o te mueres, escoge—me contestó fríamente

No hice caso, y por eso me encuentro recostado en esta loza fría en espera de que alguien se acuerde de mí. Nunca supe de la operación de mi hijo y perdí el contacto con mi esposa y familia, y todo por meterme en un túnel que no tiene fin, nunca encontré la luz… Pero sí mi hijo se salvó bien valió la pena mi sacrifico.
Mi caso fue el mismo que sufrió un pariente lejano originario de la Perla tapatía, que se dedicó a salteador de caminos en los montes de Tonaya que en un encuentro con las autoridades rurales fue malherido y si no hubiera intervenido oportunamente su padre no se hubiera salvado. Rectificó el camino, pero al faltarle oportunidades de trabajo regresó a la delincuencia en donde se le acabó el tiempo para siempre. En cambio yo ingresé a la vida fuera de la ley por una causa justa, creo, pero el destino no me dio  tiempo para corregir el camino. Acabó con todas mis ilusiones cifradas en la salud del único hijo que tuve. La vida es injusta con los pobres. El trabajo es la solución para los jóvenes que quieren prosperar.
El trabajo honrado, que es escaso, para la juventud actual los obliga a cometer errores que se paga con la muerte y se pierde todo, todo eso que se llama felicidad cifrada en lo que uno más quiere.
Después de haberme quemado las pestañas, ¿para qué me sirvió?
Andrés Jesús González Kantún

Nota: Este cuento es un ejercicio de creatividad y que fue generado por la lectura de otro, titulado: “No oyes ladrar a los perros” del escritor jalisciense, Juan Rulfo. Una actividad como muestra a los alumnos del segundo semestre 201 y 203 en el módulo de Comunicación en los ámbitos escolar y profesional.






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