sábado, 9 de abril de 2011

El día en que rebozó un pozo

Desde pequeña fui enseñada al duro trabajo del hogar. Por ser la única mujer y primogénita de la familia no tuve escapatoria. Era la época de la mujer sumisa al servicio del varón. Todas las mañanas era la encargada de traer agua de pozo para las labores domésticas. El agua potable no existía.
Fue en esta actividad en la que viví una de las experiencias más asombosas de mi existencia y que hasta ahora no  he podido borrar de la memoria y cuando tengo la oportunidad de contarla, la cuento.
Fue en una Semana Santa. Mi madre al darse cuenta de la falta de agua me obligó a ir por ella, no obstante, que las costumbres religiosas no permiten trabajar ese día. Sin embargo, no pude evitarlo ante una andanada de pescozones y regaños. Así que tuve que recoger mi herramienta de trabajo y me dirigí hasta el pozo que se encontraba en el solar de un vecino. Cuentan que en esas fechas el demonio anda por todas partes y mi corazón no dejaba de palpitar por el miedo. En un día normal el solar rebozaría de alegría con la presencia de los animales de corral y el barullo de los niños y personas grandes. Pero ese día el terreno reflejaba una misteriosa desolación por la falta de la pimienta que dan los seres a la vida cotidiana. Luego pensé en mis amigos que en esos momentos estarían en la iglesia fortaleciendo su espíritu y no perdiendo el tiempo en tareas que pudieran cumplirse en otros días, en cambio yo...
El sol quemaba a rajatablas, desde su trono me miraba furioso bañando con su luz la moneda nueva del pozo.Subí al brocal en dos saltos, sirviéndome de escalón una piedra, enhilé la cuerda de henequén en el carrillo y bajé de dos brincos hasta el suelo dispuesta a deslizar la cubeta dentro del pozo. El nudo me señalaría que la cubeta ya habría llegado hasta el manantial.
La soga empezó a recorrer suavemente el hueco hecho con mis manos; sólo debía percibir o escuchar el golpetazo del cubo sobre la superficie del agua para levantarlo una, dos, tres veces para dejarlo caer nuevamente con fuerza para que se canteara y sumergiera en el agua. Una vez comprobado, por el peso, el llenado debería jalarlo hasta la boca del pozo. Pero algo no funcionaba, el cubo seguía chocando contra el agua y me iba sobrando más cuerda, es decir, el nudo no desaparecía y me sobraba más cuerda. Intenté varias veces el movimiento y todo era envano. Un escalofrío me fue envolviendo poco a poco todo el cuerpo hasta dejármelo entumecido. Miré a mi alrededor y me pareció más enigmático el entorno. Mi miedo arreció; quería soltar la cuerda y largarme, gritar o que sé yo, pero mi cerebro me ordenaba quedarme; estaba paralizada como sí alguien me detuviera con fuerza. Al fin, pude librarme de mis captores y tuve la suficiente fuerza de ánimo para acechar lo que estaba pasando dentro del interior de la sima. Mi curiosidad había sido más fuerte que mi miedo.

¡Dios Santo, esto fue lo que vi!
El agua venía subiendo hacia afuera, en un principio, lentamente, luego vertiginosamente, acompañado ahora de un ruido estremecedor: Brotó violentamente, buscando las alturas en cuya cresta llevaba el travesaño de madera, el recaudador de agua y una cauda de soga enmarañada. Apenas me dio tiempo para hacerme a un lado y en un brinco como un rayo alcancé el piso de donde tomé fuerzas para alcanzar la entrada del patio de donde pude observar, mientras destrababa la tranca, cómo el agua convertida en una cascada regresaba con vigor en las entrañas del pozo con otro ruido enloquecedor. Cubeta, soga y fragmentos de madera fueron tragados en un instante. Me había salvado de puro milagro, había roto el maleficio de aquel pozo que tenía la costumbre de engullirse cada año a algún niño para alimentar sus misteriosas profundidades.
Seguramente aquel evento fue visto por algunas personas del pueblo quienes se encargaron de multiplicar en cadena la noticia pues en un instantente brotaron de todas partes multitudes de curiosos y metiches.
Aquel suceso había producido en mi vida la comprensión de mi madre, asegurándome que no volvería a comprometerme a labores que contravinieran las costumbres  religiosas.
Los comentarios posteriores acerca de aquel hecho extraodinario giraba en torno a supersticiones y fantasías, ninguno apegado a explicaciones científicas. La gente en su natural idiosincrasia prefiere creer en sucesos inexplicables y goza en darles respuestas ajenas a la realidad.
Sí el pozo, mi querido lector, como suele decir la mayoría de los presentes acostumbraba a cobrar víctimas infantiles anualmente, yo no sé sí sea cierto, lo único que puedo asegurar es que me produjo un susto del tamaño de Júpiter que hasto hoy, a pesar de mis años, no he podido olvidar, sino hasta después de mi muerte.

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