martes, 12 de abril de 2011

Fiestas taurinas


Víctor Díaz, El “Chavalillo y el “Samuráis”


Todo ya está listo para comenzar. Son las 16:30 horas y el  “Chavalillo” y su cuadrilla  yucateca esperan atentos en la puerta del ruedo la llamada del clarín. El “Chavalillo”, sin mediar palabras con sus compañeros, se aparta sigilosamente del grupo para dirigirse hasta un árbol de roble en donde se encuentra sujeto un descomunal toro enmascarado que sopla y resopla cuando advierte su presencia. El diestro observa al animal con detenimiento, lo reconoce y exclama con voz encabronada que provoca el sobresalto de  un grupo de mirones:
 ¡Me lo imaginaba! ¡Otra vez! ¡Uta madre! ¡Es el pinche “Samuráis”! ¡Qué chinga! ¡Ni modo, me  tendré que jugar la vida de nueva cuenta! ¡Ni pedo!
El “Samuráis” había sido  toreado en infinidad de fiestas de pueblo con resultados fatales, por eso el torero se sintió estremecido al  identificarlo. Tenía una bien ganada fama de asesino. Las muescas se le notaban  en sus descomunales y puntiagudas cornamentas.
Se escucha el ronco clarín y los toreros se aprestan a entrar; es el paseíllo de rigor,  es el acto más atractivo y vistoso en el inicio de una fiesta brava,  perderse esta gloria es como si le arrancaran a uno  el alma en pedazos, más si se es mujer por la apostura  de los actores.
En el centro del ruedo, fijado sobre el piso, sobresale un escamoso tronco de huano. En él se sujetará al toro  y luego se le dejará libre para jugar con la vida o la muerte  con su eterno burlador que es el hombre.
Ahí entra el “Samuráis”. Lo traen los hermanos González: “Perucho”, “Huelús”, “D ‘zuds”, “¨P’ eex” y un agregado, el “Pelón Tuz”.´
 El toro  viene  aprisionado en una maraña de tensas cuerdas vaqueras.  Se asoma a paso lento, y con el rostro enfundado en un antifaz de pita de fibra de henequén. Por su peligrosidad  no se le ha permitido  ver a nadie, pero tiene la libertad de saborear en el ambiente el miedo que causa su impresionante figura,  él está acostumbrado a producir sensaciones terroríficas y más si se trata del hombre.
Se le sujeta en el madero a través de una serie de cadenetas. Le ciñen en el formidable cuello una relumbrante y ancha cinta roja y le cinchan la panza con una soga nueva y áspera para convertirlo en un gran saltarín o en un  jijo de la chingada, es decir, exprimirle el coraje para convertirlo en un temible contrincante.
¡Suelten al toro! ¡Suelten al toro! ¡Suelten al toro! Anuncia la trompeta, y se afloja la costura, y la máscara cae perezosamente al suelo como una hoja seca en el estío, y se levanta la soberbia testuz. Ahora comienza la danza de la muerte. Un pie adelante, luego el otro; retrocede dos, tres pasos; agacha la cabeza, la levanta retadoramente sobresaliendo su enorme cogote;  gira el cuerpo por completo, araña nuevamente el piso; el polvo oscurece la visión… muge demoníacamente el burel y de sus belfos hierve   un tsunami de saliva. El “Samuráis”  ya está listo para el combate. Al “Chavalillo”  se le encrespa la piel, se le templa el ánimo, se le engarruña el alma… Se sosiega de nuevo, se le expanden o se le contraen los cojones en una sucesión instintiva e interminable, también ya está listo para el combate.
El gentío explota de alegría,  juega  con la  palabra chusca y  altisonante que son los ingredientes vitales en esa clase de fiestas. Fiesta única de mi barrio.
Y otra vez el toro. Muge encorajinado, reta, retrocede, patalea, inclina y levanta la rizada y arrogante cabeza muchas veces para tomar fuerza o para amedrentar.  Y el torero lo reta, saliendo decidido a enfrentarlo  como dos buenos titanes personificados en David y Goliat. Ambos gladiadores se miran a lo cabrón, juegan a ver quién domina a quien:
─ ¡Hei toro! ¡Hei toro! ¡Hei toro, aquí estoy! ─ arremete  el matador.
El inminente encuentro se produce, y el toro bebe glotonamente un tinaco de aire y lo expele en un estruendo de coraje, mientras la capa se despliega en un rizoso abanico de un rojo encendido, y luego entra al juego el capote en donde el toro  no encuentra ningún blanco. Los insultos, cobija del torero para amortiguar el miedo, arrecian también.
    ¡Hei “Bonito”! ¡Aquí estoy! ¡Ven! ¡Acércate, jijo de la chingada!
El torero se suelta, el toro y la música también; las palmas se dejan caer en el tendido en un eco que no termina. La exhibición de gallardía  y trapío se funden en el crisol de la fiesta brava.
Y  al final de cuentas, como viejos amigos, los dos gladiadores se dan la mano.  ¡Gracias a Dios!”
 Al  “Samuráis” lo habían traído de Ticul, Yucatán por un paisano avecindado en ese lugar, Ramón Ucán (RIP) quien  lo  había prometido desde mucho tiempo atrás; hasta que cumplió y de qué manera.
Ahora las corridas de toros comienzan casi a las 19:00 horas por la llegada del progreso: ya se cuenta con  reflectores en el ruedo y lámparas mercuriales en la periferia.

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