UNA LUCECITA MISTERIOSA .
La calle 22 que atraviesa por la mitad a la ciudad de Calkiní, camino antiguo del ferrocarril de vapor, por toda esa exvía de Tepakán a Kilakán o viceversa aconteció esta historia que les voy a contar, así que aguza los sentidos, mi único lector, y prepárate para viajar retrospectivamente en el tiempo en compañía de este romántico, hijo de Calkiní.
Ya se había convertido en una costumbre para los vecinos de aquel rumbo que por las noches, después de una pertinaz llovizna, se apareciera en el horizonte de la vía regularmente por el rumbo de Tepakán, una lucecita misteriosa roja y chispeante como una estrella de media noche, a veces en estado somnoliento o en danza epiléptica cuando estaba molesta, y no dejaba de transitar en un ir y venir por las vías del ferrocarril a un paso lento que pareciera poder ser tomada sólo con estirar las manos para poder descifrar el misterio de su sustancia.
Era un evento extraño, completamente insólito. Inconcebible. Nadie lograba explicarse, a pesar de mil conjeturas, cuál era el motivo de su necia presencia. No faltaron individuos algunos que instados por la fuerza de la curiosidad se envalentonaran para develar aquel misterio que tenía en jaque a la gente noctámbula, pero cuando se lograba ubicarla se difuminaba, se perdía en la noche y se volvía a presentar en sentido diferente. Era en verdad una lucecita burlona, terca, meciéndose siempre, balanceándose lánguidamente en el aire, mezclándose en la visión de aquel que tenía la mala suerte de encontrarse en su camino como jugando a las escondidas, como si fuera movida por hilos invisibles en manos de traviesos espíritus malignos.
Sin embargo, como sucede siempre, no faltaron las inferencias de gente entendida en esa clase de fenómenos enigmáticos, como aquellas vertidas por personas atadas a viejos moldes culturales ( los supersticiosos), que afirmaban que pudiera tratarse del alma en pena de algún garrotero del ferrocarril muerto tal vez en un accidente, o quizá que la tal lucecita en su obsesiva expedición, señalaba anhelante, según las creencias de esa época, un lugar en donde pudiera ocultarse algún tesoro y que sólo bastaba fijarse en donde se posaba para hacerse rico en un dos por tres. Otras versiones, como las explicadas por habitantes del barrio de Kilakán, afirmaban que se trataba del “Hich Cal” (un ahorcado) quien paseaba su alma por toda la vía del ferrocarril; pero los más enterados en materia científica opinaban diferente y aseguraban que se trataba de los llamados “Fuegos fatuos” consistentes en el reflejo de luces fosforescentes producidas por osamentas ya sean humanas o de animales después de haberse lavado con la lluvia. He ahí el motivo de su presencia después de la caída del agua. Esa teoría pudiera ser la más razonable, pues era una costumbre que el ferrocarril de vapor que durante su tambaleante recorrido atropellaba a los animales sueltos (época en que no se a acostumbraba a encerrar a las reses en sus corrales) quedando sus huesos esparcidos a todo lo largo de la vía provocando un centelleo intenso por diferentes puntos produciéndose de esa forma aquel tenso fenómeno que asolaba a los noctivagos.
Sin embargo, el vulgo en lugar de darle crédito a una respuesta científica prefería mejor razonamientos más fantasiosos o sobrenaturales con la finalidad de satisfacer su insaciable morbosidad con sucesos de naturalaza cautivadora.
Estimado amigo, si el miedo no te gana y quieres probar la veracidad de este relato, aprovecha algún espacio de tu tiempo y agazápate en cualquier rincón de aquella vía, te aconsejo la esquina de la tienda Las quince letras, y espera la oportunidad para testificar la llegada de esa lucecita noctámbula y enigmática, preferentemente después de una lluvia, y la podrás observar en toda su plenitud; sí, a esa radiante llamita que posee el don de la ubicuidad, es decir, de estar al mismo tiempo en dos lugares distintos. Acércate y pregúntale, ahora sí, la verdadera causa de su empecinada permanencia en ese lugar, de ese tramo de vía de inolvidables recuerdos de la infancia de este nostálgico amante de los sucesos del ayer.
Anímate, la calle 22 reconocerá tu valentía ya que podrás platicar en voz propia a las generaciones actuales y venideras sobre aquellos sucesos misteriosos que mantenían ingenuamente en suspenso a los abuelos. Yo desde niño y actualmente la sigo viendo, aunque ya no me causa asombro, pues ya me he acostumbrado a ella; si, amigo, ya estoy familiarizado con esa luminiscencia coqueta que todavía sobrevive en el corazón de los abuelos, y que persiste en su actitud de seguir exhibiéndose muy oronda en toda la vía antigua por donde transitaba aquel “Tren Brujo,” (se le llamaba así por su horario pasado de la media noche) aquí en Calkiní, mi lucecita que no me deja en paz solamente para recordarme que todavía respiro el aire de la tierra en que nací.
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