AH PUCH, AGAZAPADO ESPERA
Andrés J. González Kantún
Cuando los años empiezan a acumularse en la vida de uno y se advierte como los contemporáneos se van desgajando del árbol de la vida para abonar la tierra madre, desde ese momento se aparece en lo más recóndito de la conciencia un silencioso y terco gusanito que va carcomiendo el pensamiento y el alma, provocando una terrible desazón que no le permite a uno vivir en paz: la muerte.
El morir y la vida forman el dueto irreconciliable de la filosofía humana; el primero, insoslayable; la segunda, un suspiro, una mariposa fugaz que mantiene su vuelo a duras penas alrededor de la luz mientras ésta no se apague. Esa luz de la vida cuando se desvanece le da paso a la oscuridad de la muerte.
Es una ley natural muy difícil de digerir cuando no se está preparado para enfrentarla. ¿Pero cómo pudiera aceptarse sin reticencia si se han probado las mieles de la gloria en todos los campos de la vida?
Cuando se es joven la existencia es un torrente de energía, un verdadero caos en la conducta, un reto incesante a la muerte. Se vive a tontas y a locas, sin pensar en los actos provocadores de posibles sinsabores, ni se guarda la mesura en el sentido de las palabras que generan pesares a tercera personas. En fin, uno no se da cuenta del tío vivo de la existencia.
Yo corrí con suerte, hasta ahora, de penetrar en esos laberintos de mares tranquilos y tempestades tremendos y salir airoso en el transcurso de mis 62 años. Pero en un descanso de aquel camino de lomas y llanos me he dado cuenta que esos vaivenes, aunque afortunados, han dejado secuela en mi ánimo y salud, no obstante que he aprendido a atemperar mi carácter para no aligerar la intromisión temprana del barquero de la muerte.
Antes que los años se me encimaran, me consolaba con saber que llegaría a la vejez, dicho esto si no se entremetía algún accidente fatal que rompiera esa creencia, por pertenecer a una generación de gente longeva, como la mayoría de mis abuelos, pero… ellos, debo de reconocer, fueron creados de distinta madera. En cambio a mí, me ha desgastado la vorágine del progreso, pues no le di a mi cuerpo el tiempo necesario para reponerse de todo los desgastes provocados por mis desvelos, y disipaciones exageradas. No le permití a mi envoltura física adecuarse a los nuevos vientos para resistir todo tipo de embates; no pude, en un principio, templar mi ánimo ante un vendaval de desatinos que me han convertido en un hombre frágil frente a la edad. Hoy la vejiga se me va desinflando poco a poco y no me queda la duda que su deterioro será la causa de mi extinción. En tiempo de frío las noches se me vuelven negras y sombrías como lo dice el poeta Acuña más no en el sentido erótico, sino en el sufrimiento en mi soledad. El urólogo ha intervenido en múltiples ocasiones con pastillas y no me haya nada. La enfermedad se ha empecinado en acosarme y yo he rehuido a la cura total que está en manos hábiles del cirujano. No me he decidido por temor al Síncope blanco, que es la anestesia, narrado en unlibro de cuentos tétricos de Horacio Quiroga. Mi primo “Juya” se lo llevó el Síncope blanco.
Por eso presiento que hoy ya no me seguirá protegiendo el Dios Cronos con el privilegio de la vejez, sino que he sido vencido por los deleites mundanales que un día no supe conciliar con inteligencia y cautela, transformándome a final de cuentas en un enfermo hipocondríaco, la cual rubricará el punto final del discurso de mi existencia.
¿Recurrir a un terapeuta mental? ¿Al ejercicio? ¡Para qué, sí la indolencia ha cercado por completo a mi voluntad, y además, el miedo a la muerte no tiene cura!
Mi única obsesión actual: es el consumation est en mi persona.
Seguiré esperando aprensivamente la llegada de Ah Puch en el umbral de mi hogar.
Esperaré el momento en que el “tiovivo” detenga su giro para abordarlo sin excusas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario