domingo, 10 de abril de 2011

Pesadillas


UN GRAN TORO NEGRO, MI GRAN PESADILLA

Hay épocas en que mis sueños, en apariencia apacibles, se vuelven en tormentosas pesadillas., y se suceden, como en las telenovelas, en episodios con un final de suspenso. La causa la motiva  cualquier vestimenta oscura o de otro color, pero  de textura fuerte que por descuido dejo enfrente del lugar donde duermo, o basta simplemente cualquier silueta en movimiento que se transparenta por el vidrio de una ventana. Esa pesadilla tiene sus antecedentes en un suceso acaecido en mi vida infantil el cual se mantiene agazapado en mi subconsciente, y cuando decide descontrolar mis sueños se presenta en forma de un descomunal y tenebroso  toro negro que me persigue incesantemente por todos lados y cuando casi me alcanza, despierto bañado en sudor  en medio de explosivos gritos.
En un principio, mi familia no había advertido mi pesadumbre nocturna; no la supo hasta que una de mis hijas, la más pequeña, Josefina,  tuvo la ocurrencia de acostarse a mi lado y en esa noche se apareció el maldito cornúpeta  y empezó la persecución. Profería angustiosos gritos que obligaron a mi hija a levantarse de la hamaca toda despavorida para buscar la protección de sus hermanas. Yo no me di cuenta de nada. Fue al día siguiente cuando la niña me contó  su vivencia con palabras cargadas  de terror:
─ ¡Papi, papi, anoche me despertaste toda asustada porque pegabas unos espeluznantes  gritos que pensé que te estabas muriendo, pero no tuve el suficiente valor para despertarte porque dicen que es  malo!
─ Lo hubieras intentado hija, pudiste haberme  salvado de un enorme sufrimiento, tú no sabes lo que es tener una pesadilla.
─ ¿Y si  te  hubieses petateado?
─ No pasaba nada, hija.

Esa terca pesadilla era insoportable, me perseguía a donde iba, en mis vacaciones o convivencias profesionales y las víctimas eran mis amigos.  A uno de ellos, en Escárcega,  casi lo mato del susto y a otro, en Margaritas Chis.
Era la misma historia, los mismos personajes, las mismas acciones,  aunque con ciertas variaciones en el  ambiente, pero el final  de cuentas era el mismo tormento,  nunca llegaba a consumarse mi muerte. 

Era un toro oscuro brillante de piel, que me perseguía de mil modos para matarme, pero yo me convertía en un ágil deportista o en hombre alado o en  aprendiz de  torero o en cualquier cosa, esquivándolo de sus siniestras intenciones, y cuando lograba acorralarme, despertaba sobresaltado como único recurso para sobrevivir.  Cuando me daba cuenta que había sido una pesadilla respiraba aliviado y buscaba la causa para quitarlo de mi vista.
Algunas veces, ya cansado de la necia presencia de aquel Belcebú negro, con la intención de alejarlo de mis trastornos,  solía dejar a propósito una prenda negra para encontrarlo en mis sueños (dicen que la mejor defensa es el ataque), pero ahora como ofensor, pero todo era inútil,  el episodio ya estaba programado de antemano, el perseguido era yo.
Hasta que un día decidí, cansado de tanta desdicha, autoanalizarme y quise investigar, como debiera ser, en lo más recóndito de mi subconsciente el origen de la intromisión de ese demonio en la intimidad de  mis tranquilas noches.
Hasta que afloró la causa.
Cuando era niño, cerca del lugar donde vivía, se hallaba un campo de béisbol cubierto de exuberante pasto el cual era aprovechado por los incipientes ganaderos mayas para alimentar a su ganado.
Los  vecinos del lugar ya se habían habituado a la presencia de estos vacunos, que se juntaban en manada para apacentar tranquilamente en esa isla olvidada.
Cierta noche, cuando parpadeaban las primeras estrellas del crepúsculo,  me dirigí muy ufano a mi casa después de haberme divertido con unos amigos.  Iba pateando  piedras del camino, bordeado de espinosos arbustos, hasta que llegué al fin a casa. En el momento de atravesar el marco de la puerta alcancé a distinguir entre la penumbra la impresionante sombra de un enorme bulto, que se me venía encima como una tromba; fueron milésimas de segundos los que necesité para esquivarlo, y luego quedé completamente petrificado; sentí morirme en esos instantes, pues  no  lograba  asimilar  lo que estaba pasando.
¿Qué cómo le hice para evitar a la tremente montaña de compacta carne?, no lo sé. Pero sí estuve consciente de que  fue un verdadero milagro el haberme salvado de una cornada o de haberme convertido en  una masa sanguinolenta en  su estrepitosa huida.  No recibí ni siquiera un leve rasguño, sólo quedó grabado en mi subconsciencia el olor fétido de su aliento cuando rozó mi rostro, ya convertido en  una máscara de mil colores.
Había sido un cebú de volcánica giba que se había apartado del rebaño para buscar un lugar propicio en donde se sintiera más a gusto y tranquilo… como era el interior de mi hogar, el cual se mantenía siempre abierta las puertas para permitir el paso del viento fresco. Al percibir mi presencia, el animal   se levantó espantado, cuan grande era,  provocando en mí un colosal susto que jamás pude olvidar. Esa es,  quizá, la causa de mis perturbaciones nocturnas ocasionadas por este maligno rumiante.
Una vez descubierta la causa de mis tormentos, el toro negro dejó de aparecerse en mis pesadillas, y si por alguna circunstancia, se atreviera a entremeterse nuevamente en mis “dulces”  sueños, entonces, me lo enfrento ya como un verdadero torero consumado con unas espléndidas Verónicas y Chicuelnas y finalmente rematarlo con la  espada  de mis fantasías hasta la empuñadura, y si acaso no dieran resultado estas habilidades de la tauromaquia, para salvarme sólo me restaría aplicar una emergente y eficaz salida: despertar.

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