jueves, 14 de abril de 2011

Un trago amargo


LA VIEJA TIA, “MADUS”.

          Mi tía, vieja, “Madús”  ya no vive pues se ha ido a un lugar de permanencia obligatoria y eterna. En un lugar de donde nadie ha regresado para conversarnos, si allí, la vida postmortem es deliciosa o desabrida.
          Tenía, por naturaleza, un carácter que rezumaba cariño para todos aquellos que la rodeaban  y un corazón tan grande, y dispuesta a repartirlo cuando era necesario. Por eso muchos la querían. Era en suma el centro luminoso de toda actividad social y familiar.
          Sin embargo, como toda madre había distribuido su aprecio en tres grandes amores: sus ocho nietos y sus dos hijos varones.
          El uno “Lesho” y el otro, Aurelio. En ocasiones para socavar su preferencia filial le preguntaba:
­­­­­­­­­­­­­­­­­­­— ¿Verdad que yo soy a quien quieres más?___ y la respuesta universal de toda madre, era esta:
   Los quiero a los dos por igual.
Por la fuerza de los años, y, por un accidente aparentemente insignificante, provocaron en ella un dolor agudo en la cadera que la obligaron a postrarse, y así se fue consumiendo, poco a poco, gota a gota a semejanza de un cirio en honras fúnebres.
          Las flacas piernas ya no las volvieron a sostener más. Fue necesario hamacarla por el resto de sus días en contra de su propia voluntad.
          Le dolió tanto pues era en vida una abejita incansable y era la primera en saludar el amanecer y la última en despedir la noche.
          Nunca se acostumbró a su nueva vida sedentaria; era necesario anudarle las orillas de la hamaca para evitar que se bajara.
     Sin embargo cuando la vigilancia fallaba se las ingeniaba para liberarse e intentaba apoyar en las labores del hogar, obviamente no podía.
          Cierto día cuando regresé de mis labores docentes la encontré en cuclillas; en una mano aprisionaba una escoba y en la otra, un trapeador. Se me estrujo el corazón y me dije,”pobre “Madús”, no cambiará nunca; pero a veces cuando la veía así me causaba mucho disgusto, e inconscientemente la tomaba de las axilas y la regresaba a su hamaca. No quería entender que a una anciana había que tratarla con mucha ternura y cuidado para evitar mortificaciones y dolores físicos. Una anciana en las condiciones de mi madre tiene la piel tan delicada, floja y contraída que tan solo con el roce de la hamaca en su cuerpo, se despellejan.
          Los años a doña “Madús” le habían desgajado ya, las ilusiones de volver a caminar; tenia que resignarse. Se había convertido en una niña vieja y ya se le había declarado el mal de Alzheimer. Se acercaba el final.
      Sufrió mucho, mucho y eso bien que lo sé porque  fui protagonista de sus propios dolores. Finalmente se fue sin pretexto alguno a una región a donde algún día iremos a visitar. Y falleció en el momento preciso que me mandaron llamar por amigas de ella, expertas en la percepción de la muerte. No lo quise creer.  Me disponía a salir para visitar a un amigo a una fiesta tradicional muy reconocida en nuestro municipio.. Pero tuve que contenerme pues alguien me decía que la intuición de esa gente era verdadera. Además era para mí una obligación implícita de hijo permanecer junto a ella todo el tiempo requerido mientras mi madre conservara un hálito de vida.
     Mientras cavilaba alguien me tiró de la manga para anunciarme que había llegado  la hora. Me acerqué junto a ella estremeciéndome de dolor; ella me miró largamente...muy largamente con esos ojos chinitos que me regaló, con esos ojos de semilla que siempre me brindaron luz y calor, con esos ojos cafés que nunca más me adorarán; con esa dulzura infinita que nunca podré olvidar; y se fue, pero... se despidió de mí con un eterno suspiro, inefable e indeleble por el resto de mis días. Era un 15 de agosto de 1996, el día de santo de la virgen de la Asunción  en el poblado hermano de Dzitbalché.
          La vieja tía “Madús”, como cariñosamente la llamábamos, era mi madre, una madre generosa y abnegada a quien jamás pude comprender ni valorar en toda la grandeza de sus actos durante el tiempo que la tuve a mi lado. Qué de efectos materiales para ella, de nada sirvieron; tarde entendí que el regalo más grande para nuestras madres es el afecto filial para mantenerlas por más tiempo en nuestra vida. Ella se fue, pero me dejó a cambio un SUSPIRO INMENSO de esperanza, luz y amor.
     Descanse en paz mi incansable rezadora, mi vieja tía, “Madús”.



No hay comentarios:

Publicar un comentario