miércoles, 13 de abril de 2011

El amor no mide peligros



PARA  VIVIR HAY QUE SABER CORRER
Mi primer amor inconcluso cuando fui estudiante normalista
La conocí en un domingo por la tarde en el pórtico de la iglesia de San Francisco en  Celaya, Gto. No recuerdo cómo le pude sacar algunas palabras, pero si me acuerdo el lugar de la primera cita. Fue en los portales (que conforman  todo el cuadrilongo del zócalo) en donde los sábados y domingos por la tarde la mayoría de los jóvenes acostumbran a pasearse en corrientes humanas en sentidos opuestos y en carriles invisibles ya preparados por la tradición, las muchachas en una dirección y los hombres por la otra. Es un paseo acostumbrado de la juventud en busca de oportunidades para encontrar a la mujer soñada; un espacio convertido, desde generaciones atrás, en cómplice   para encontrar las mieles   del amor.

Después de varias vueltas dadas en los portales no tardé en reconocer a mi amiga. Nuestras miradas, imantadas por el fuego de la juventud, se encontraron al fin, se detuvieron un instante y se deleitaron sutilmente. Aquella mirada elocuente anunciaba un escenario de magníficas oportunidades, así lo sentía dentro de mí. Y antes que la corriente humana me arrastrara me ajusté a su dirección abordando a la chica. Al principio las palabras titubearon, pero luego  saltaron gozosas, sin esfuerzo, chocaron alocadas, bailaron  tontamente y se acomodaron a las circunstancias del  momento, aunque sólo fueran para entretener. Hubo otra cita y fue para el siguiente domingo, pero en el lugar de origen de la muchacha: Tarimoro.

En los años mozos de cualquier persona no se acostumbra a medir las  consecuencias en la toma de  decisiones, aunque   parezcan   insustanciales. En el caso mío que era mi primera experiencia  en tierras lejanas y extrañas,  era lógico que desconociera  las costumbres y la geografía de la región, sin embargo  no fueron obstáculos para aceptar la invitación, al fin y al cabo  a esa edad  los problemas se resuelven como vienen. El encuentro con la “guanajua” era inevitable. Se me antojaba   una oportunidad única para alcanzar el amor de adolescente y no debía desaprovecharla.

La semana se me hizo lenta, pero  el ánimo estimulado por la posibilidad de una conquista amorosa  me mantenía vivo. Mi incipiente experiencia de conquistador se iba abriendo en un abanico de facilidades.
En mi escuela no dejaba de fanfarronear ante  mis amigos por  haber conseguido una amiga sin tantos esfuerzos, y les aseguraba que prontamente la convertiría en mi novia.
__Habría de ser una pinche fea para que haya caído tan fácilmente- se burlaba, Miguel Villagómez ,”La escopeta”.
__ Nada  más la vieras cabrón, hasta las babas se te resbalarían por el hocico_ me defendí.
Después de la chanza, les comenté a mis amigos que me había comprometido con la chica en visitarla el domingo  próximo a su pueblo, y les comuniqué que no se extrañaran por mi ausencia durante ese fin de semana.
Aunque siempre jugábamos con las palabras duras nunca las tomábamos en serio, y tampoco debilitaba la amistad ya que era una forma de divertirse. Éramos un grupo compacto de jóvenes estudiantes venidos de distintos lugares de la república y que habíamos llegado a la escuela en busca de una profesión para mejorar nuestra situación económica. Después de los juegos de palabras se analizaba la situación, como era el caso mío, y se daban consejos para evitar problemas posteriores. Pero, ¿quién los tomaba en serio? Sin embargo, no sobraban las precauciones por eso era necesario informar a los amigos de mi ausencia.
Llegó el día. Muy contento me trasladé a Tarimoro. Me bajé en el pequeño jardín y recordando las orientaciones que me fue dada por la chica me dirigí al encuentro con Eros. Yo de una tierra  lejana y ella de un lugar tan cercano.
No tuve ningún problema para hallar la casa; ahí la vi fresca y perfumada, retratada bajo el marco de la puerta principal muy atenta de mi llegada. La  encontré anhelante y endemoniadamente cautivadora.
Intercambiamos palabras sin sentido y nos hundimos en el maravilloso mundo del amor; yo fui un compositor de palabras tornasoladas, ella, un mar de silencio; yo atacaba, ella, esquivaba.
No sé cuánto tiempo haya sido  el embobamiento en que caímos, pero desperté cuando sentí detrás de mí una mirada incisiva,  y fiscalizadora; una mirada parecida como aquélla que se siente venir dentro de una multitud, de alguien que por motivos desconocidos nos taladra silenciosamente, y cuando se busca la mirada furtiva no la encuentra, y si acaso se descubre se desentiende en el acto.
Yo sí descubrí aquella  mirada asesina, y  era tanta su potencia que desvié la mía, pero logré grabarla en mis retinas. Le pertenecía a un joven ranchero, quien nos miraba  descaradamente quién sabe desde cuánto tiempo, deseando, quizás,  adivinar   nuestra fogosa charla. 
No me pareció una actitud normal y se lo  comenté a mi pareja. Aunque creo que ella ya se había dado cuenta del detalle, desde antes,  pues la posición en que se encontraba quedaba frente al desconocido.
Con cierto cuidado le quise sacar la verdad; una explicación que justificara la presencia terca de aquel entremetido, pero no logré obtener nada ya que ella aseguraba no conocerlo.
¿Acaso pudiera ser aquel muchacho de barrio que se siente  celoso por la intromisión  de otro chaval en su territorio? O, tal vez, pudiera  ser un novio despechado el cual justificaría  aquella terca  actitud
La verdad nunca lo sabré ya  que no hubo tiempo para averiguarlo pues las circunstancias que se presentaron de repente  lastimaron tremendamente  mi ánimo que evitaron en definitiva toda clase de relación con la muchacha.
Así pues, lo único que habría que resolver  en esos momentos era cómo deshacerme de la figura  de aquel fulano que se había enraizado, por momentos, en aquel lugar provocándome una  terrible intranquilidad. Sospechaba que algo extraordinario iba a acontecer, y no me equivoqué.
Lamentaba que aquella, antes,  amena plática con mi amiga se haya convertido  en un martirio, pues  era  un ir y venir de palabras sin sentido a causa de ese mentecato;  mi mente estaba más ocupada en resolver aquella desagradable circunstancia. El ambiente se enrarecía  cada vez más cuando observaba  con disimulo  como ella furtivamente dirigía sus antes vivaces miradas, ahora tímidas,  en aquel joven que por momentos  desaparecía y regresaba a su pedestal, y que iba  acercándose poco a poco hacia nosotros  en forma descarada. Ya había entendido que era “Baco” el que le había dado más alas para envalentonarse.
Ahora ya lo teníamos  enfrente, a escasos pasos,  a aquel gallito  alborotador, viniendo a reclamar la estancia   de un intruso en sus dominios.
Mi amiga, preocupada, se esmeraba en repetirme:
__ ¡No le hagas caso, no es nada mío, ni lo conozco!
Yo escuchaba atento, esforzándome en demostrar calma, que en mis adentros no sentía.
Ella se moría de miedo y yo aparentando indiferencia. Aunque no debo negar que un calorcito, producto de la juventud, me iba envolviendo poco a poco hasta transmitirme  una fuerza extraña capaz de enfrentar a cualquier sujeto y hasta el mismo diablo.
Sentía que había llegado el momento para pavonearme ante una mujer para  demostrar mi valentía y despedazar al intruso, así que  sin pensarlo más le reclamé al atrevido:
_ ¿Que jijos de la chingada te pasa, amigo? ¿Soy o me parezco? ¿Te debo algo o quieres una calentadita?
Simulé estar bien encabronado para asustarlo y optara por retirase, pero no conseguí convencerlo, al contrario me seguía mirando con una mirada acerada y firme. De nada valieron la filigrana  de insultos que le incrusté en su ánimo y ni así  lo logré intimidar.
Sin pensarlo más recurrí a la sorpresa y le di un tremendo empujón que lo hice caer de espaldas con los pies para arriba sobre el piso duro y pedregoso.
Creí haberle propinado una lección porque no reaccionó al ataque y dando media, sin pronunciar palabra alguna, alcanzó la esquina y desapareció.
En esos momentos, me sentí henchido de gloria, había triunfado ante la presencia de una mujer que seguramente festejaría mi reacción. Pero no se le notó animada, al contrario reflejaba preocupación.
Algunos curiosos que habían observado el desenlace de aquel altercado se acercaron a fisgonear alimentando aún más mi  vanidad varonil. Pero que equivocado estaba pues la historia apenas estaba entraba en ebullición.
Después de la euforia, mi amiga me recomendó:
_Para evitar más problemas, pasemos a casa y ahí continuaremos conversando. ¿No te parece?
No quise escuchar pues aceptar la propuesta era una demostración de debilidad, así que  gentilmente rehusé  la invitación. Más nunca me imaginé que aquella decisión irreflexiva me iba a traer terribles consecuencias.
Bien pronto me iba a arrepentir de no haberla aceptado  ya que antepuse la arrogancia en lugar de la prudencia al no apreciar  en su exacta dimensión el carácter indomable de los guanajuatenses que no se doblan ante las adversidades. La respuesta llegó velozmente pues no había terminado de saborear las mieles del triunfo cuando se apareció de nuevo el testarudo.
Me di cuenta cuando la muchacha muy asustada me tomó del brazo y con fuerza inusual me arrastró hasta el interior de su hogar, pero no quise obedecer, y suavemente me fui desaflojando de ella; salió la madre y toda la parentela para persuadirme, pero no lo consiguieron. Les aseguraba que no se preocuparan ya que sabía como darle su tratamiento al buscabulla. “Además,  algunos puñetazos no mata a nadie”.
Les quise ensuavizar la situación induciéndoles   fuerza de ánimo, pero que alientos pudieran tener si ya se habían dado cuenta las  condiciones en que regresaba el afrentado por el desquite.  En cambio  por estar de espaldas  no había captado la gravedad del acontecimiento que se avecinaba. Sin pensarlo más me volví hacia él con una agilidad gatuna  para enfrentarlo nuevamente. Mi sorpresa no tuvo límites cuando lo miré  pues el pleito no se iba a resolver como lo había pensado en un principio, a puño pelado. ¡No, claro que no!, era de diferente manera, al estilo de la selva: a machetazos¡
Ahora me pareció  más enorme y tenebroso; me quedé mudo y estático por la sorpresa, y no era para menos pues traía empuñado en cada mano  refulgentes  machetes que los blandía en el aire en movimientos jeroglíficos, y después los cruzaba entre sí, los chocaba produciendo un mar de chispas y un estremecedor ruido metálico, y para rematar sus maléficas intenciones cortaba el piso a semejanza de cómo se destaza  la carne en el mercado, y en movimientos ágiles amenazaba con venirse sobre mí;  pero yo en esos instantes no estaba en este mundo, el alma se me había escapado de repente, escuchaba voces como en un eco lejano que se mezclaban; unas que me  animaban a entrar a la casa, otras, que me incitaban a sostener el duelo. Era una terrible pesadilla del cual deseaba despertar rapidito.
Finalmente regresé en mí y pude darme cuenta  del problema en que me había metido, fue el  momento en que escuché la estropajosa voz del ranchero:
_ ¡Pinche cabrón!, ¿no que muy hombrecito?, ahora jijo de la chingada nos vamos a partir la madre como los buenos y no le saques. Aquí en mi pueblo para ganarse a las muchachas se necesitan huevos.  La vida de uno a cambio de una mujer   no vale nada.
Pobre de mí, antes me consideraba un gallito de pelea ahora,  ante esa nueva modalidad de pleito que no forma parte del carácter de mi tierra, me amodorré Todavía no lograba asimilar por completo lo que estaba experimentando, y de nuevo sonaron en mis maltrechos oídos otro nuevo reto:
__ ¡Que no oyes cabrón! ¿Tienes tapado las orejas? ¿O te estás muriendo de miedo?
Ganas no me faltaron para contestarle “qué no vez recabrón”
Pero mis palabras ya no tenían alas.
Concluida la retreta de ofensas me aventó junto a mis pies una de las armas aclarando:
__ ¡Ándele coyón, para que no digas que soy  ventajista; así que aviéntate como los meros machos, ándele ñerito!
Expresando aquellas terribles palabras dio unos pasos en reversa y se encorvó en posición de combate. El pie izquierdo adelante, y el derecho para atrás; la mano siniestra semiflexionada, y la  diestra empuñando el filoso machete.
_Éntrale, mi fuereño, éntrale _me repetía.
Yo seguía petrificado, mudo, no tenía energía para nada. Bastaba un aire suave para caer en pedazos como la arepa cuando se le toma con la mano.
El bravucón insistía frenético, dando pasos de frente y de lado, pegando tajos en el suelo, enarbolando en cruces el machete.
El escenario del duelo ya estaba preparado, pero sólo para uno, pues no sé de donde saldría el otro, pues sacando fuerzas de flaqueza  le di un brusco empujón más no al muchacho sino a la puerta de la casa, que se había cerrado desde el principio del pleito, y entré en busca de protección.
Frente a ese angustioso trance ya no me importaba exhibirme ante todos como un miedoso, mi instinto de conservación me aconsejaba escapar, escapar, al carajo con las agallas.
Ya dentro de la casa me recomendaban:
_ ¡Tranquilícese joven, aquí no entra ese loco! ¡Espere mientras llega  la policía!
“Tranquilícese… tranquilícese como si aquel suceso fuera un día de campo”
Yo no creía encontrar la paz en ese lugar, y menos con la cercanía de ese salvaje. Yo ya quería volar, correr, salir del pueblo. Como extrañaba la tranquilidad de mi tierra, mis amigos, mi familia, mi chichí, todo.
No lo pensé dos veces y tomé la decisión de continuar mi camino, pero en una dirección no acostumbrada sino atravesando el patio de todos los predios que conformaban la manzana. Seguramente habré causado  alboroto en  los vecinos, pero era la única forma de salvar el pellejo. Libré todo tipo de obstáculos, alambres  de púas, vallas de madera, perros, nopaleras, excusados, en fin, todo aquello que me impedía seguir mi desbocado camino a la salvación.
Logré finalmente salir a una calle y me enfilé gozoso al jardín para tomar el camión de regreso a la escuela de Roque, Gto.
Caminaba con cuidado, mirando para todos lados  pues no deseaba encontrarme de vuelta con aquel energúmeno. Respiré aliviado al divisar la Terminal de   autobuses, “Flecha Amarilla”. Mi corazón brincaba de contento.
 “Al fin, al fin, esta mala tarde ha terminado” me repetía en voz alta causando el asombro de las personas  que se cruzaban a mi paso”
Poco tiempo me iba a durar el gusto…porque otra sorpresa me tenía reservado el destino que acabaría por rematar mi  ánimo renovado. La corrida de autobuses se había terminado para ese día. Tenía que esperar hasta mañana a primera hora. ¡“Oh trágame tierra!”  “¿Y ahora qué?” “¿Pediré posada en la familia, que no me conoce,  de un extinto compañero de escuela?” ¿Algún hotel en el pueblo ni pensarlo, y si lo hubiese con qué carajos pagaría el hospedaje? “¿Y si me encuentro de nuevo con el ranchero causante de mi martirio?” “¡Válgame Dios en que lío me he metido otra vez!”
Fue una ola desbocada de pensamientos que se arremolinaron  en mí en busca de una solución pronta para salir de ese pueblo encanijado, mientras mi vista no dejaba de revisar los lugares en donde  pudiera asomarse  el machetero.
El tiempo se había detenido, y los transeúntes escaseaban, a pesar de que no era muy noche, posiblemente por la costumbre de la gente del pueblo de irse a descansar  a temprana hora.
Las horas  se descolgaban agónicamente de las manos de Cronos aumentando más mi pesadumbre y mi corazón naufragaba en la soledad de la noche en medio del zocalito. El remedio a mi calvario era el despertar del alba, no existía otra solución.  Así que me dispuse a buscar algún resquicio para distraer al sueño y opté por acurrucarme en una banca del parque, pero para mi desgracia no fue posible porque un rondín de soldados me lo impidió y me aclararon que las leyes, por motivos de seguridad,  no permitían a nadie utilizar ningún espacio público para pasar la noche.
Fue inútil que recurriera   al pórtico de la iglesia  porque fui descubierto y echado de nuevo.
“¡Oh Dios, otra vez me haz abandonado a  mi suerte!”
Sin embargo, la obsesiva angustia que me martirizaba tuvo la fuerza suficiente para iluminar mi fatigada memoria y me hizo recordar la existencia de una escuela primaria en donde pudiera pasar la noche sin preocupaciones, sin el recelo de volverme a encontrar al petulante aquél como hubiera sido el caso de que se me hubiera permitido descansar en la plaza pública. Aunque en realidad salía sobrando seguir pensando en él, pues seguramente es esos momentos estaría en brazos de Dionisos sin acordarse de mí. No obstante este razonamiento,   en mi subconsciente no se quitaba la idea de verlo aparecer en cualquier momento esgrimiendo el arma de metal, una  perversa inquietud que me tenía completamente aplastado.
Pues ya no esperé más, y orientándome con la luz de los cocuyos y una que otra estrella fisgona,  rasgué el celofán de la oscuridad y me dirigí hacia el camino   acordándome que había que vadear un arroyuelo de aguas jubilosas. Al fin encontré vereda y agua. Feliz emprendí la marcha hacia mi nueva realidad. Total sólo era esperar el nacimiento de Tonatiú y salir de aquel poblado.
Escuela a la vista.  Como un vulgar ladrón entré por una ventana abierta de  la primera aula que encontré a mi paso y apartando silla y mesas, que impedían mi camino, me tumbé sobre el duro y frío piso de cemento, pero no pude conciliar el sueño, a pesar que el cuerpo bien lo merecía debido a las fatigas sufridas durante el día. ¿O acaso alguien en mi lugar con el mismo problema sería capaz de dormir tranquilamente? No, no lo creo.
El tiempo flojo se negaba a caminar de prisa, a cada campanada del reloj municipal mi corazón latía gozoso. Insomnio y una andanada de zancudos velaban mi escuálida envoltura mientras seguía esperando. Cómo lamentaba en esa angustiosa espera haber abandonado  mi pueblo e  intercambiar la paz por la tempestad, la docilidad por el ventarrón. Pero por  otro lado recapacitaba que para alcanzar el cielo hay que sufrir. Otra campanada a lo lejos.
¡Oigo voces y pasos, ladridos de perros!. Le rogaba a Dios que no se dieran cuenta de mi presencia porque sería el acabóse. ¡Otra campanada a lo lejos! ¡Los pasos se acercan, los perros también! ¡Tengo miedo! ¡Soy demasiado joven!  Los cazadores furtivos pasan y los ladridos se alejan. Respiro aliviado. ¡Piches zancudos, vayan a joder a otra parte! Otra campanada, ahora se oye cercana. ¡Dios que joda… oda...da…! ¿Qué chingados hago aquí?
Mientras cabalgaba  en el lomo del insomnio le daba un repaso a mi existencia y le prometía que de salir airoso en este embrollo jamás le daría a la  oportunidad de volver a inmiscuirse en otro trance amoroso si no antes asegurarme del escenario que pisaría.
Otra campanada. ¡Oh cómo se duermen las horas y yo despierto!  Otra campanada. ¡Ya es la 1:00! ¡Las 2:00!, ¡las 3:00!, ¡las 4:00!…, ahora  las campanas de la iglesia, se entrecruzan… ¡oh dulces y diáfano repiqueteo celestial! ¡Arriba Andrés, ya es hora! ¡Esta… pesadilla, esta pesadilla…termina…¡no es cierto…!
Salté eufórico de mi cama de cemento; fueron los momentos más agradables de mi existencia que llegaron en el clímax de mi desesperación. Campanadas melodiosas que llamaban a misa de gallo como en los viejos tiempos. ¡Andrés las campanadas llaman…!
No contuve la  emoción y con una prisa que envidaría cualquier atleta de velocidad, brinqué el moviliario escolar dejando cemento, moscos, miedo, ladridos, ventanas, veredas y agua para acudir a la llamada del Señor.
Sin ningún deseo de presumir, puedo asegurarle, amigo lector,  que fui el primero de los seudo feligreses que acudía a misa. Conforme iban aumentando los creyentes mi ánimo se iba fortificando; el calor de los allí presentes me proporcionó la protección que me faltaba en ausencia de mi familia. A mis 16 años de vida y sufriendo  mi primera experiencia amorosa, muy lejos de mi tierra, no era para menos. ¡Estoy feliz, sí señores!
Una vez dado el último aviso, entramos en orden y yo me apoderé de la primera banca, frente al altar, pero no para escuchar la palabra de Dios sino para iniciar el sueño que no había comenzado, y no desperté hasta que el sacristán me jaló de las mangas para anunciarme que la misa ya había terminado desde hacía mucho rato.
Luego de despabilarme puse en orden mis ideas y me acordé de mi precaria situación, pero ahora en mejores condiciones. ¡Despierta, despierta…tu escuela... tu vida…, Delfino…¡
Salí del templo mirando para todos lados previendo alguna medida (la que dieran mis patas)  si me encontraba con el causante de mi dolor de cabeza, al encontrar libre el camino me dirigí a la Terminal, el tiempo se me había escapado de las manos, eran la 9:00 horas. 
Mi regreso a la escuela se hizo interminable, quería saludar a los cuates… ¿dónde están cabrones?, ¿me oyen?,  ¡cómo los extraño, jijos de la chingada!
Tarimoro, Celaya y Roque; Tarimoro, Celaya, Roque;  Tarimoro, Celaya, Roque, mi inolvidable hogar-escuela.
Bajé del camión y recorrí con deleite la avenida de terracería, escoltada de esbeltos   pinos y abedules cuyas ramas se mecían lánguidamente al ritmo del viento, que acogía con satisfacción a uno de sus sufridos hijos que había protagonizado una de las aventuras más traumáticas.
Llegué a la hora del almuerzo, justo a tiempo  para darle gusto a la gula y reponer la energía perdida, ahora el hambre se había acordado de mí. Desde lejos, en la Plaza Cívica, mis amigos ya habían advertido mi presencia y  me regalaron diferentes tipos de  sonrisas de bienvenida y yo les correspondí con la sonrisa que a cada uno le correspondía.
Quiérase o no, a pesar de las  guasas  existía entre nosotros un cariño sincero y desinteresado, y la muestra estaba a la vista: la desmedida alegría brindada por mis amigos cuando me vieron llegar. Sergio Mayorga Pérez, Miguel Villagómez, Alfredo Valdés, los más cercanos a mi persona salieron a mi encuentro y nos desbaratamos en abrazos.
__¡Pinche Chuy, ya nos tenías preocupado!, ¿qué te sucedió?, ¿por qué viniste hasta hoy?, ¡cuéntanos gûey!__ me atarantaban  con tantas preguntas.
__ ¡Cabrón, pensábamos que te había sucedido algo y  ya íbamos a comunicárselo al director!__- recalcaba Sergio.
__ ¡Cálmense, cabrones, después de la comida les cuento!,  pasemos al comedor.
Alfredo a quien le apodábamos “Huevo de pava”, por sus infinitas pecas que le cubrían la cara, se retrasó sin querer y algo observó detrás de mi espalda, que le provocó  una maliciosa sonrisa, pero que se las guardó para sí.
Apaciguados los ánimos, entramos en tropel al comedor para ganar las mejores viandas, fue en ese momento cuando empecé a notar en el rostro de mis demás compañeros la misma sonrisa que le había descubierto a Alfredo e intuí que algo raro sucedía. Disimuladamente seguí la convergencia de las miradas y me di cuenta que recaía en mi chamarra. Me la quité para averiguar que tenía y me encontré sobre ella, en medio, la estampa de un tatuaje, pero no grabado con  tinta indeleble como la  que acostumbran a utilizar  los jóvenes en sus dibujos, sino que era otra clase de pintura, era una acuosa sustancia originada por el excremento de una gallinácea, depositada en el piso de cemento en la escuela de Tarimoro, que al recostarme sobre ella se había creado sobre mi chamarra la forma caprichosa de una mariposa  en pleno vuelo.
Esa era la causa de la burla silenciosa de la muchachada, pero  en esos  momentos ya no me importaba nada, pues no me quedaba el suficiente humor  para disgustarme con ellos, preferí seguirles la corriente, sonriendo de la misma manera.
Guardé la prenda debajo de la mesa y me sumí en el placer de saborear mi comida predilecta, antes indeseable: un suculento mole de olla.
Esta experiencia, a pesar del tiempo transcurrido, jamás la he podido olvidar. Así que cuando la nostalgia  invade  mis sentimientos me parece ver desfilar  a aquellas  personas en aquel escenario, en la cual participé un día,  en donde estuve a punto de morir abrumado por la falta conocimiento sobre la vida y el amor. Pagué tanto por mi inexperiencia sin obtener nada a cambio, ni siguiera un beso de despedida, beso... eso so...o… ¡maldita sea! ¡Nada!... ada..da.
“Dar la vuelta en el jardín”, significa en Celaya, Gto., girar y girar en los portales del cuadro principal de la ciudad, los muchachos en un sentido y las muchachas por el otro. El motivo principal: encontrar el amor. Esta costumbre aún se mantiene incólume;  sí, viva, en la tierra de las cajetas, lugar de  imborrables recuerdos de mi vida estudiantil.


1 comentario:

  1. Maestro Andrés:

    Que toque tan singular le da a su anécdota, la cual sin duda nos da una gran lección, gracias por compartirla.

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