lunes, 25 de abril de 2011

Para los amantes de gatos

Del placentero cielo, al más duro suelo

Antes como un rey; ahora, como buey.

Provenimos de un linaje selecto que se remonta a la época de los faraones  y de la  tierra de los cuentos de las mil y una noches. En esos lugares fuimos reverenciados con  devoción porque creían que éramos reencarnaciones de  dioses o de personajes importantes.
Nuestro linaje es variopinta por ello  se nos distingue como persas, abisinios, de Angora, Siamés, Cartujanos, Birmanos, etc. Una  raza que  no tiene comparación con ninguna otra. Narcisistas no somos, pero no hay duda de que somos encantadores por decirlo de una forma: cara en óvalo perfecto,  orejas triangulares con funciones parabólicas,  ojos claros que encienden de luz la oscuridad, nariz sensible y única, boca fina y dintelada  de movibles y enhiestos bigotes, una piel  pulimentada, un cuerpo esbelto y ágil que aseamos por costumbre, y una colilarga  rítmica que nos mantiene en equilibrio en nuestras escaramuza nocturnas o para salvaguardarnos del hermano perro a la hora de correr, si es que nos da tiempo, pero la característica que más nos identifica es que somos tiernos y mimosos con nuestros dueños y les cantamos o adormecemos  con nuestros ronroneos. Es tanta nuestra belleza felina que mucha gente nos adopta como mascotas, por tanto, gozamos de muchos privilegios en comparación con otros animales.
Sin embargo, también tenemos enemigos dentro la sociedad humana que no nos aprecian por ser acomodaticios, melindrosos y mimosos. Maldad que cada día va en crecimiento. Para ese caso existen piadosas  sociedades que nos protegen. Pero también es nuestra  obligación luchar a brazo partido para allanar los obstáculos que se encuentren  en nuestro camino para poder sobrevivir.  Esta latente encrucijada se nos ha vuelto una obsesión que no nos deja dormir.  De aquella condición de animales consentidos ha cambiado. Ahora nuestra situación  se ha reducido a la de un pobre gato doméstico y  para poder subsistir tenemos que valernos con  los atributos con  que la naturaleza nos ha dotado si es que no se han oxidados o tuvimos que cambiar  nuestra dieta natural: ya no dependemos de la carne; hoy ya somos omnívoros, no nos quedó otra alternativa. Aunque no queramos dependemos de la generosidad de los mortales que ya  no nos aprecian. Nos hemos convertido en unos vulgares ladrones de azotea y aprovechamos nuestros apolillados atributos de felinos para poder conseguir alimentos. Aquella delicada educación que natura nos había transmitido se ha desperdiciado, no ha quedado nada, si acaso, algunos  destellos.  No hay de otra.
Somos salteadores empedernidos, nos adueñamos  de los lugares menos inimaginables para dormir, pero eso sí tienen que ser mullidos (una hermosa sala, un cuarto de estar, la cocina misma, etc.), y cuando nos ganan los intestinos o la apatía, excretamos en los lugares prohibidos por las buenas costumbres, volviendo locos a los dueños que no soportan nuestra heces que son, según ellos,  insoportables.
A veces cuando nos atosiga el hambre, no nos detiene nadie y entramos en grupo  en las casas aún con la presencia de los anfitriones obligados.  El resultado es una verdadera batahola por la repartición del robo,  pero conseguimos darle gusto al gusto, aunque sea por un rato. Pero cuando nos cierran todas las  entradas de la casa nos tenemos  que conformar con lo poco que encontramos en las bolsas de  basura. Para eso sirven nuestras garras retráctiles, antes airosas; hoy en lugar de posarlas en una buena  presa producto de una caza nocturna, sólo desgarramos  envoltorios de nylon de nauseabundos desperdicios. Hemos caído muy bajo. Nuestros alardes de majestuosidad ya se han perdido. Ahora somos una gatería de famélicos y sucios seres que asaltamos todo tipo de hogares y cuando no conseguimos algo, los basureros nos sirven para menguar en parte nuestras necesidades de sobrevivivencia. “Pinche vida la de un gato, y todo por el hambre”
La noche es nuestra mejor aliada para conseguir alimentos. En nuestras correrías por la cocina andamos con mucho sigilo, pero, a veces, nos descuidamos al destapar las ollas de alimentos y caen las tapas que ponen en sobre avisos a los dueños y entonces se arma el zipizape: el dueño con la escoba y nosotros, maullando de miedo buscamos alguna salida. Si supieran los dueños de casa que la comídalo ya ha sido probada por nosotros. Baba y pelos de gato saben exquisitos. Estimado lector, ¿alguna vez le habrá pasado lo mismo? “Nunca se sabe”.
Entre nuestros compañeros de sufrimiento existe uno, por cierto de piel amarilla, a quien le apodamos “El llorón”. Nos cuenta que  es un magnífico psicólogo de seres humanos pues se presenta en la entrada de las casas simulando un lastimero maullido  para sensibilizar el ánimo de los dueños, que aunque lo sacan a puntapiés persevera  porque sabe que después le regalan un mendrugo de lo que sea. Pobre tonto, no le creemos. Para comer hay que aprender a robar. Hay que ser cabrón y terco. Si nos sacan regresamos de nuevo.
Viéndolo bien no somos totalmente huérfanos. Obviamente nacimos en alguna propiedad, aunque el dueño no nos quiere reconocer. No nos importa. Comemos de lo que podemos o si no, asolamos la cocina de la   dueña de al lado.
 Esta actitud nuestra  incomoda  a las vecinas, provocando pleito entre ellas:
─ ¡Fulanita, tu gato se ha gastado toda la vianda y nos ha dejado sin comer, debemos ponerle remedio a esta situación!
─ ¡Está usted reloca de remate, ese animal no es mío, quién sabe de dónde carajos  vino!
─ ¡Ah, muy bien si es así, mañana mismo le doy matarile!
─ ¡Haga lo que quiera! ─  remata la fulana.
Nos niegan con descaro,  como San Pedro a Cristo.
Y para evitar pleitos vecinales, durante un mes,  nos encierran y nos dan  lo indispensable para medio vivir. Luego se cansan de nosotros y nos patean nuevamente,  y entonces…volvemos a nuestras andadas.
Nuestra progenie es prolífica, se multiplica al por mayor. Cuando el deseo  se nos sube por la mollera, nos transfiguramos  en unos potros insaciables, los famosos amantes conocidos como Casanova y don Juan nos quedan chicos. Nuestra llamada en celo lo anunciamos con un llanto estremecedor  de niño recién nacido que cuando se escucha causa  la  angustia de la gente en duermevela, pero nos justifican   porque saben que andamos de locos enamorados. No tenemos la culpa, pues  es el llamado de Natura, aunque después de cada delicioso encuentro la maldita hembra nos propina una  tremenda revolcada. Vale la pena, ¿o no? Algunos deshumanizados para controlar nuestra proliferación nos arrebatan a los hijos y los abandonan en el monte, esa perversidad nos mata el alma.
En fin, no  sabemos que nos tiene reservado el destino o  nos permite seguir viviendo o nos sentencia a la  extinción.  Aunque en justeza  no tenemos la culpa de haber nacido gatos, así como los hombres que tuvieron la fortuna  de ser humanos. Pero éstos deben aprender a coexistir en armonía con nosotros, dándonos de comer  y aprovechar el regalo de  nuestra hermosura y a cambio le corresponderíamos en la caza de ratones molestosos. Si les desagrada nuestro comportamiento desvergonzado no ha sido por culpa nuestra,  sino es del hambre. Deberían ser tolerantes y razonables  porque no pasará mucho tiempo en que el hombre tenga que luchar en contra de sus propios  hermanos para conseguir comida  y entonces su vida será peor que la nuestra.  Ya veremos.
Por eso por la noche somos siluetas encorvadas y desdibujadas en cualquier resquicio  en espera de una oportunidad para escabullirnos en la cocina para paliar el hambre que nos mata. Los españoles son los causantes  de nuestro sufrimiento.
“¡Hambre!” “¡Hombre!” “¡Hambre!” “¡Hambre!””¡Hombre!”¡”Miau!” “¡Miau!”
Ronroneo final.

No hay comentarios:

Publicar un comentario